A comienzos del siglo XVII, la situación de Castilla, de donde hasta entonces habían salido los hombres y los impuestos que necesitaron Carlos I y Felipe II para su política hegemónica y religiosa en Europa, ya no era la misma que la del siglo anterior.

Se hallaba exhausta, arruinada, agobiada después de un siglo de guerras casi continuas. Su población había mermado en proporción alarmante; su economía se venía abajo; las flotas de Indias que llevaban la plata a España llegaban muchas veces tarde, cuando llegaban, y las remesas tampoco eran las de antes. (Joseph Pérez)

Conde Duque de Olivares

Con estos antecedentes, el Conde Duque de Olivares, valido del rey Felipe IV, propuso la llamada Unión de Armas, lo que suponía que todos los “Reinos, Estados y Señoríos” de la Monarquía Hispánica contribuirían en hombres y en dinero a su defensa, en proporción a su población y a su riqueza. A sabiendas de las dificultades para que accediesen a la propuesta real y de que dicha propuesta debía ser aprobada por las Cortes de los diferentes reinos, el propio rey se trasladó a los diferentes territorios para defender su propuesta. En Barcelona, para la convocatoria de las Cortes en 1626, se leyó esta carta del rey…

Catalanes míos, vuestro conde llega a vuestras puertas acometido e irritado de sus enemigos, no a proponeros que le deis hacienda para gastar en dádivas vanas […] Hijos, una y mil veces os digo y os repito que no solo no quiero quitaros vuestros fueros, favores e inmunidades […] os propongo resucitar la gloria de vuestra nación y el nombre que tantos años ha está en olvido y que tanto fue el terror y la opinión común de Europa.

Sin posibilidad de llegar a un acuerdo, el rey abandonó Barcelona. Desde aquel momento, las relaciones entre los dos territorios comenzaron a deteriorarse. Y la cosa no fue a mejor…

Aunque anteriormente, por lazos familiares y religiosos, España ya había apoyado con dinero y soldados al Sacro Imperio Romano Germánico durante la Guerra de los Treinta Años frente a los protestantes, será en 1635 cuando entre de lleno tras la declaración de guerra de Francia (aún siendo católico, a favor de los protestantes). Aquel momento, será el que aproveche el Conde Duque de Olivares para recuperar su Unión de Armas. La idea es reforzar todos los territorios limítrofes con Francia y para ello se enviarán tropas de los diferentes reinos. Desde Cataluña, ya en plena confrontación con el valido, se entiende que ellos son ajenos a aquella guerra y deciden no aportar los soldados requeridos. Ante la imposibilidad de reclutar un ejército en Cataluña, se envía al ejército real, compuesto en su mayoría por mercenarios, para la defensa de Cataluña. Pronto surgieron los conflictos entre los soldados del ejército real y la población local a propósito del alojamiento y manutención de las tropas. Ante la negativa de vecinos y pueblos, los soldados cometieron robos y saqueos. De los enfrentamiento puntuales se pasó a un levantamiento generalizado contra los soldados reales que estalló en 1640.

El 7 de junio, fiesta del Corpus Christi, un pequeño incidente en Barcelona entre un grupo de segadores, trabajadores temporeros y algunos barceloneses, en el cual un segador quedó malherido, se convirtió en una revuelta conocida como el Corpus de Sangre. Los alzados se apoderaron de la ciudad durante tres días. Los segadores no sólo se movían por su furia contra las exigencias del gobierno real sino también contra el régimen señorial catalán. El odio a los soldados y a los funcionarios reales pasó a generalizarse contra todos los hacendados y nobles, derivando en una revuelta de pobres contra ricos. Ésta fue, por tanto, también una guerra civil entre catalanes. Este levantamiento, al grito de “¡Viva la tierra, muera el mal gobierno!” y la muerte del virrey de Cataluña, el conde de Santa Coloma, marcó el inicio de la Guerra de los Segadores. Y siguiendo el dicho de «a río revuelto, ganancia de pescadores», en diciembre se sublevaba el reino de Portugal, que se perderá definitvamente, y en 1641 se descubría la conspiración del duque Medina Sidonia para independizar Andalucía.

La situación cogió por sorpresa a Olivares, pero también a la propia Generalidad que no podía controlar a los rebeldes y se encontró en medio de una auténtica revolución social entre la autoridad del rey y el radicalismo de sus súbditos más pobres. Conscientes de su incapacidad de reducir la revuelta, -«y si ahora los buscan no es por mayor bien sino por menor mal», que escribió un jesuita o por aquello de que «el enemigo de mi enemigo, es mi amigo»- en enero de 1641 una delegación catalana se entrevistó en París con el cardenal Richelieu

«el Rey les protegerá, auxiliará, y favorecerá queriendo que sea república independiente y soberana, y ansí a determinado recibirles como a Embaxadores de República libre a vuesenyorías, haziéndoles cubrir, sin que deste favor, y auxilio entienda su Magestad [Luis XIII] reportar otro interés más que hazer que los cathalanes sean conservados en sus leyes y privilegios, y se vean libres de las oppressiones, y de mi parte les prometo y assiguro que les valdré, y favoreceré como si yo fuera cathalán»

Antes de que la delegación se marchase, el cardenal insistió en que se tenían que constituir como una República al estilo de Génova. Con este acuerdo firmado por los representantes de la Generalidad de Cataluña y el cardenal Richelieu, Cataluña recibía el apoyo militar francés, se separaba de la Monarquía hispánica y quedaba constituida como República libre catalana bajo la protección del rey francés Luis XIII. Siete días, eso duró la República libre catalana, porque, ante el avance de las tropas de Felipe IV, los catalanes solicitaron más ayuda. Ahora Francia iba a poner nuevas condiciones: reconocer como soberano al rey francés y nombrarlo conde de Barcelona. Dicho y hecho. De esta forma, Cataluña se encontró siendo el campo de batalla de la guerra entre Francia y España e, irónicamente, pasaron a la situación que durante tanto tiempo habían intentado evitar: sufragar el pago de un ejército, que cada vez más se mostraba más como un ejército de ocupación, y ceder su administración a un poder extranjero, en este caso el francés. Con las nuevas remesas de soldados franceses, financiadas por los catalanes, pudieron repeler el primer intento de las tropas de Felipe IV por recuperar Barcelona. La maestría de Richelieu fue notoria, era un hombre dotado para los temas de estado que, según él, tenía más dificultad en dominar el despacho de Luis XIII, de cuatro pies cuadrados —en referencia a sus temas familiares—, que los asuntos de Europa.

Richelieu

Aun así, el día a día de una guerra, un virrey francés que favorecía a los suyos -los comerciantes franceses se habían adueñado del puerto de Barcelona-, la recesión económica, las malas cosechas… la población comenzó a darse cuenta que había sido peor el remedio que la enfermedad. Con la firma en 1648 de la Paz de Westfalia, que ponía fin a la guerra de los Treinta Años, todo quedó en una guerra mano a mano entre Francia y España. Conocedor del descontento de la población catalana por la ocupación francesa, y con Francia ya menos preocupada por la situación de Cataluña, en 1651 Felipe IV ordena el asedio de Barcelona. El ejército francocatalán de Barcelona se rinde en 1652, Felipe IV, por su parte, firmó obediencia a las leyes catalanas y se le reconoció como soberano. Esta inestabilidad interna y su resultado final fue dañino para España, pero mucho más para Cataluña. Por otra parte, y volviendo al dicho que reza “a río revuelto, ganancia de pescadores”, Francia aprovechó la oportunidad para explotar una situación que le rindió grandes beneficios, como el territorio del Rosellón y parte de la Cerdaña, a un coste prácticamente nulo. Y, como bien apunta «Aliado» en un comentario, en estos territorios quedaron abolidos los fueros catalanes y se prohibió el uso de otro idioma que no fuese el francés.