El Real Decreto-ley 7/2018, de 27 de julio, sobre el acceso universal al Sistema Nacional de Salud, garantiza el derecho a la protección a la salud y a la atención sanitaria en las mismas condiciones a todas las personas que se encuentren en el Estado español, reconociendo como titulares del derecho a la protección de la salud y la atención sanitaria a las personas con nacionalidad española y las personas extranjeras que tengan residencia en España. Al desligar el reconocimiento del derecho a la salud de la condición de asegurado, se recuperaba la cobertura sanitaria universal. Y digo recuperar por los colectivos que quedaron excluidos por el Real Decreto-ley 16/2012, de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones, y que ahora volvían a tener cobertura. Aunque, ya puestos, también podría decir que recuperamos lo que ya tenían en el Antiguo Egipto, porque ellos ya disponían de Asistencia Sanitaria pública y gratuita.
La sociedad egipcia, con el divino faraón al frente y el chaty o visir a su vera, era una organización política compleja, perfectamente jerarquizada y estructurada, y plagada de cargos administrativos, militares y religiosos. Y no sólo había una administración central, ya que el Antiguo Egipto estaba estructurado territorialmente en divisiones administrativas (nomos) con sus correspondientes funcionarios. Lo que incrementaba sobremanera el número de nóminas que debía pagar Papá Estado y las bocas que debían alimentar las ubres del Nilo.
Uno de los colectivos integrados dentro de esta mastodóntica organización era el de los médicos (sunus), cuya labor se regía por una estricto organigrama siempre controlado por un estado omnipresente que decidía desde el lugar donde ejercer hasta la especialidad. Del grado de especialización ya dejó escrito Heródoto…
cada médico trata una sola enfermedad, no varias
Tenían “médico de los ojos”, «médico de los dientes«, “médico del vientre” o el «guardián del ano«. Este último especialista, similar a nuestro proctólogo, insertaba una caña hueca en el recto del paciente, la llenaba de agua y soplaba para, a modo de enema, hacer una lavativa.
Además de decidir la especialidad, el estado determinaba el destino laboral: podía ser asignado a un lugar, como un templo o una población, o también a un colectivo, una expedición, una unidad del ejército o los trabajadores que construyen una pirámide. Y digo trabajadores, que no esclavos, porque las pirámides las construyeron trabajadores libres a sueldo: unos a tiempo completo (especializados como canteros, albañiles, carpinteros…) y otros a tiempo parcial, normalmente campesinos que durante las crecidas del Nilo no podían trabajar en el campo y eran contratados para trabajar en las pirámides. Lógicamente, en las pirámides, por el tipo de trabajo, el médico más demandado era el traumatólogo, que trataba luxaciones, fracturas y heridas.
Así que, de una forma u otra, todos los egipcios tenían asegurada la asistencia sanitaria.
¿Y gratuita?
El estado se hacía cargo del suelo de los médicos que, por otra parte, no debía ser para tirar cohetes. No sabemos si cobraban por convenio y categoría profesional o por los pacientes atendidos. Lo que sí sabemos es que, salvo los que ocupaban los escalones más altos en su organización jerárquica, cobraban menos que un escriba o una nodriza. Según el papiro de la época de Ramsés III que se conserva en el Museo Egipcio de Turín, relativo a la construcción de una pirámide, los médicos aquí destinados cobraban 22 deben de cobre y una nodriza 30’5. Además, y también según este documento, los médicos emitían partes de baja laboral, como evidencian las anotaciones hechas para justificar las ausencias en el trabajo: picadura de escorpión, fracturas de huesos… Dentro de estos motivos justificados hay otros más, más… raros, porque fabricar cerveza para una celebración, la embriaguez o haber recibido una paliza de la mujer en una discusión conyugal, eran motivos que justificaban las ausencias en el trabajo.
Por tener, tenían hasta moscosos (días libres que tienen pactado ciertos colectivos de trabajadores y funcionarios), cinco concretamente. Los egipcios dividían el año en doce meses de 30 días (360) y tres estaciones de 4 meses (inundación del Nilo o Ajet, siembra o Peret y recolección o Shemu), comenzando el año con el inicio de las inundaciones del Nilo. Un año de 360 días hacía que las crecidas de Nilo se adelantasen unos días cada año, ya que el movimiento de traslación de la Tierra alrededor del Sol dura 365 días. Y no es un problema menor cuando tu economía se basa principalmente en las crecidas del río. Así que, decidieron tirar de los dioses para “crear” cinco nuevos días a los que llamaron epagómenos.
Según la leyenda, Geb (la Tierra) y Nut (el Cielo) se habían casado sin el consentimiento de su padre Shu (el Aire). Como castigo, se interpuso entre ellos para que no pudiesen estar juntos. Pero llegó tarde, porque Nut ya estaba embarazada, así que Shu prohibió a todos los meses del año que permitiesen dar a luz a Nut. Pero Thot, el dios de la sabiduría, se apiadó de ellos y les ayudó. Para no desafiar la prohibición de Shu, retó a Khonsu (la Luna), encargado de medir el tiempo, a jugar al senet: cada partida ganada por Thot añadiría un día más al calendario. Al ganar 5 partidas seguidas se añadieron cinco días y Nut pudo dar a luz a sus hijos: Osiris, Horus el Viejo, Seth, Isis y Neftis.
Y de esta forma tan original pasó el calendario a tener 365 días, y esos 5 días eran festivos.
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