El primer conflicto de la República con un pueblo bárbaro allende las Galias fue con la multitudinaria coalición de cimbrios y teutones que se desplazaron desde sus tierras en las riberas del Báltico hasta las fronteras del mundo romano. La devastación que sembraron a su paso obligó a tomar medidas excepcionales que cambiarían el ejército, y el futuro, de la nación más poderosa de la Antigüedad.

Boiorix al frente de los cimbrios, un pueblo germánico cuyo lugar de origen podemos situar en la actual Dinamarca, y Teutobod liderando a los teutones, obligados a dejar sus frías tierras en la península de Jutlandia muy probablemente por un severo empeoramiento climático, protagonizaron una de las migraciones tribales más numerosas de la Antigüedad. Según Plutarco, aquella marea humana era de cerca de ochocientas mil personas, de ellas trescientos mil guerreros, quizá una cifra muy probablemente inflada para mayor gloria de sus vencedores. En su camino hacia el cálido sur fueron derrotando y asimilando otras tribus de Germania como los boyos o los ambrones.

El primer contacto de Boiorix con Roma tuvo lugar en el 113 a.C. cuando la migración llegó hasta el Danubio. Ante la amenaza germana, los nativos, aliados de Roma, pidieron ayuda. El cónsul Gneo Papirio Carbón se presentó al frente de sus legiones y conminó a los intrusos a dar media vuelta si no querían enfrentarse con la República. Puede que asustado por el ejército romano y su parafernalia, Boiorix estaba dispuesto a dar media vuelta, hasta que fue informado de que el cónsul les había tendido una trampa y no pensaba respetar el trato. Para aquel ladino aristócrata, la tentación de celebrar un triunfo exhibiendo centenares de salvajes rubios por las calles de Roma era más fuerte que respetar la palabra dada. Al día siguiente, cimbrios y teutones atacaron a los romanos y sorprendieron al confiado cónsul en la batalla de Noreya (hoy Neumarkt, Austria). Solo los rayos y truenos de la feroz tormenta que se desató aquella tarde evitó que todo el ejército romano fuese aniquilado, ya que los bárbaros temían más al martillo de Thor que a cualquier peligro terrenal. Inexplicablemente, ni Boiorix ni Teutobod optaron por cruzar los Alpes y aprovechar el descalabro romano, pues Carbón perdió en Noreya a veinte mil de sus hombres, huyó ignominiosamente y a su vuelta fue deshonrado por el Senado, suicidándose un año después. En cambio, los dos caudillos bárbaros dirigieron sus pasos hacia la Galia, quizá fieles al proyecto inicial de llevar a su gente a Iberia -ya sabemos del gusto de los germanos por nuestras playas y nuestro sol-. Tres años después, la marcha germana por la Galia provocó nuevos desastres para las armas romanas.

El Senado se hartó de que aquella horda de salvajes campase a sus anchas por las Galias y, en el 105 a.C., le encargó a dos hombres irreconciliables la dirección de las operaciones: el patricio Quinto Servilio Cepión, que actuaría como procónsul y comandante en jefe de las legiones, y el cónsul Gneo Malio Máximo, con sus legiones de refuerzo. Entre ambos hombres movilizaron ochenta mil legionarios y cerca de cuarenta mil auxiliares, el ejército romano más imponente desde la Segunda Guerra Púnica. A pesar de que ambos luchaban por la República, la realidad es que cada uno hizo la guerra por su cuenta. El cónsul Malio llegó al río Ródano con sus tropas, pero el orgullo aristocrático de Cepión no le permitió seguir a su camarada, acampando a la otra orilla del río, justo en frente de su colega, en un lugar que pasaría a los anales de la vergüenza con el nombre de Arausio (hoy Orange). Ante aquel panorama, una legación del Senado llegó hasta Arausio con el propósito de reconducir aquellas diferencias y unificar el ejército, pero lejos de conseguirlo, Malio y Cepión siguieron acampados a casi una jornada uno del otro. Boiorix, en medio de dos ejércitos formidables, comenzó a negociar con Malio, pues él era el cónsul y quien tenía potestad de llegar a un acuerdo beneficioso para ambos. Lo que no tuvo en cuenta Boiorix, o igual sí, es que Cepión no iba a permitir que Malio saliese triunfal de la Galia sin su concurso, así que decidió unilateralmente atacar a los cimbrios la mañana del 6 de octubre, una fecha que quedaría marcada como nefasta para la República desde aquel desafortunado día. Los bárbaros arrasaron el ejército de Cepión y su campamento ante los ojos de Malio y sus tropas, incrédulas de la matanza que estaban contemplando.

Aquella ruptura del equilibrio truncó las negociaciones entre Malio y Boiorix, ahora consciente de que podía liquidar a los romanos sin aceptar concesiones. El cónsul formó a sus desmotivadas legiones cubriendo su flanco izquierdo con el Ródano, pero su precaria caballería no pudo cubrir su flanco derecho y pronto la horda bárbara lo rebasó y aprisionó al ejército romano contra el río. El bravo Ródano se convirtió en un enemigo tan letal para los legionarios como aquellos salvajes rubios pintarrajeados y ebrios de sangre que les empujaban hacia él. Entre morir ahogado por el peso de la loriga o ensartado por los germanos, prevaleció lo último. Solo unos pocos pudieron escapar de la matanza, siendo el más famoso de ellos un joven y valeroso oficial sabino que consiguió salvar la fuerte corriente del río a nado sin deshacerse de su equipo militar. Se llamaba Quinto Sertorio. Arausio acababa de superar a la carnicería de Cannas en el ranking de desastres militares de la república. El cónsul Malio perdió a sus hijos en la batalla, pero logró escapar. A su llegada a Roma fue juzgado y condenado al exilio por “pérdida del ejército”.

De nuevo, incapaces de sacarle partido a tamaña victoria Boiorix y Teutobod no tomaron el camino de Roma, completamente expedito, sino que dirigieron a su gente contra una vecina tribu arverna y, poco después, Boiorix y sus cimbrios cruzaron los Pirineos internándose en la anhelada Iberia. Se sabe muy poco del enfrentamiento campal entre los intrusos germanos y la confederación celtibera que se formó para conjurar aquel nuevo peligro ajeno a Roma. Sin saberlo, aquella decisión supondría el fin de los germanos, pues el Senado dejó de confiar en estos personajes oscuros y encargarle el mando absoluto de las operaciones al hombre que había resuelto con éxito el problema númida: Cayo Mario.

Cayo Mario

Lo primero que hizo Mario antes de encarar el problema cimbrio y teutón fue reorganizar el ejército romano. Su experiencia en África y los últimos desastres avalaron sus reformas, profundos cambios que contaron con muchos detractores entre las filas optimates. Básicamente y a grandes trazos, Mario permitió que cualquier ciudadano libre, fuese cual fuese su renta, pudiese entrar en el ejército, sin necesidad de aportar su equipo, pues sería el estado quien se lo suministraría en depósito. Con ello daba ocupación a proletari y capite censi (gente censada sin oficio ni beneficio), muchos de ellos campesinos o artesanos, casados o no, que empobrecidos por las guerras volvían a tener una fuente de ingresos y ocupación permanente. Al carecer de arraigo podía mantenerlos movilizados durante largo tiempo, mejorando así la instrucción de las tropas y el aprecio por sus mandos. Además, tras los veinticinco años de servicio, Roma cedería tierras a los veteranos, así que la lealtad a la legión y a su legado tenía una inmejorable recompensa: una colonia.
Mario también creó la cohorte como unidad de combate mínima, en detrimento del manípulo, dotando así a sus legiones de fracciones más ágiles y con mayor movilidad. Para evitar las recuas interminables de mulas portando la impedimenta que retenían en exceso la marcha, el cónsul ordenó que cada hombre cargara a su espalda en una especie de báculo todo lo que necesitaba, así como su porción de los suministros. De ahí que sus detractores comenzasen a llamar a sus soldados “las mulas de Mario”.

Al ser el Estado quien suministraba todos los pertrechos y material, el equipo militar se unificó y se mejoró la instrucción, cobrando protagonismo el gladio hispano y el arma arrojadiza por excelencia de las legiones, el pilo, una jabalina con mango de madera desmontable que no podía ser devuelta por el enemigo una vez utilizada. Era un arma devastadora. Como muchos de los nuevos soldados reclutados entre las clases más pobres no sabían leer y escribir, se creó un puesto de mando intermedio entre el centurión y su centuria (unidad compuesta de sesenta a ochenta hombres) llamado optio, un suboficial que sí que sabía leer y escribir y era la mano ejecutora del centurión. Buen conocedor de la idiosincrasia de la plebe, el cónsul dotó a cada legión de un símbolo al que seguir en la batalla, defender con la propia vida y honrar como a un dios: el águila.

Después de pasar tres años reorganizando las legiones y mejorando las comunicaciones y obras públicas de la Galia, llegaron noticias de que los cimbrios estaban de vuelta de su campaña en Hispania y que habían unido sus fuerzas a teutones, tigurinos y ambrones, dispuestos ahora a entrar en Roma por tres frentes. Boiorix había malgastado una gran oportunidad tras su tremenda victoria en Arausio, pero tampoco había estado de brazos cruzados. El cimbrio había aprendido latín de sus prisioneros y se había preocupado de entender el pensamiento de sus enemigos. Sabía que un ataque por tres flancos sería más difícil de conjurar que un único envite. Dispuesto a provocarlo, Mario movió sus legiones hasta el mejor paso natural entre valle, un lugar llamado Aquae Sextiae (hoy Aix-en-Provence, en el sur de Francia). Posicionados ambos ejércitos en aquel paraje, Mario le encargó a uno de sus sobrinos, hombre de plena confianza y de los pocos en todo el ejército romano que sabía hablar celta, de que se adentrase disfrazado en el campamento enemigo para averiguar sus intenciones. Aquel intrépido oficial volvió con la información requerida, dándole a su tío la posibilidad de enviar a uno de sus mejores legados, Claudio Marcelo, a una posición oculta desde la que atacar por sorpresa a los germanos. El cónsul nunca olvidó la valentía de aquel pariente que se había infiltrado entre las fuerzas enemigas brindándole en bandeja una victoria, recompensándolo después por ello; era Quinto Sertorio.

Aquae Sextiae fue una matanza equiparable a la de Arausio, pero esta vez en sentido contrario. Los germanos fueron barridos por las andanadas de pilos romanos e incitados a avanzar en combate singular, como a ellos tanto les gustaba, pero cuando chocaron con el muro letal de escudos y gladios de las legiones, Marcelo y sus tres mil hombres aparecieron por su retaguardia y se desató la carnicería. Las fuentes antiguas, probablemente exageradas, contaron más de cien mil germanos muertos y noventa mil capturados, entre ellos el propio rey Teutobod.

El Senado le concedió un triunfo a Cayo Mario por su rotunda victoria, pero éste rechazó la oferta mientras un solo cimbrio siguiese representando una amenaza para Roma. Un año después, la horda de Boiorix y el ejército de Mario se vieron las caras en la llanura de Vercellae (hoy Vercelli, en el Piamonte, Italia) El colega de consulado de Mario, Quinto Lutacio Cátulo, pretendía detener a Boiorix en el Paso del Brennero con sus escasos diez mil hombres frente a los doscientos mil germanos, pero un motín de centuriones liderado por uno de sus oficiales le obligó a reconsiderar su posición y retirarse hacia Vercellae. Aquel hombre era Lucio Cornelio Sila.

Siguiendo el ritual guerrero germano, el 30 de julio del 101 a.C. fue la fecha que Boiorix y Mario pactaron para librar su gran batalla. Una horda de doscientos mil germanos se las verían frente a ocho legiones y sus auxiliares, quizá no más de sesenta mil hombres entre combatientes y asistentes. A pesar de la inferioridad numérica, el lugar era idóneo para el despliegue de las legiones: la llanura de Raudine, cerca de la desembocadura del Sesia en el Po, permitiría a la caballería romana envolver a los bárbaros. Así fue; la tremenda polvareda que desató la eficaz carga dirigida por Sila impidió ver a Boiorix y los suyos como su discreta caballería era dispersada y los jinetes romanos les ganaban la espalda, empujando a la muchedumbre germana contra la experimentada línea romana. Mario había aleccionado bien a sus hombres, enseñándoles a no romper nunca la formación, mantener la línea firme escudo con escudo y despachar pinchazos con sus gladios en cuellos y muslos, zonas descubiertas y mortales. La victoria fue aplastante y Boiorix murió luchando entre polvo, hierro y sangre en la llanura de Vercellae.

Estimaciones modernas arrojan unas cifras espeluznantes: cerca de ciento cuarenta mil germanos muertos y sesenta mil cautivos frente a un escaso millar de romanos caídos en combate. Tras la batalla, en un gesto de irreductibilidad extrema, las mujeres cimbrias mataron a sus hijos y después se suicidaron.

El peligro germano había sido conjurado y, tras la batalla, Mario concedió unilateralmente la ciudadanía romana a todos sus aliados itálicos. La decisión fue muy duramente criticada por los senadores optimates, a lo que Mario replicó:

En el fragor de la batalla era incapaz de distinguir entre la voz de un ciudadano romano y la de un aliado italiano

Fuente: Archienemigos de Roma – Gabriel Castelló