La economía sumeria se basaba principalmente en el trueque, y para evitar que los mercados se convirtieran en un campo de batalla o que los tunantes hicieran de las suyas, los gobernantes emitían anualmente tablas de equivalencias de productos. Así, cualquier comprador podía saber que un kilo de lana -que pesa igual que un kilo de hierro- equivalía a, por ejemplo, dos litros de cerveza, 300 gramos de cobre o 2 kilos de dátiles. Gracias a muchas de esas tablas que se han conservado hasta nuestros días, sabemos que el oro no era de los metales más caros. Había otros materiales que lo superaban, como el lapislázuli, el cobre, el estaño y, por encima de todos, la plata.

El metal de los metales en la tierra entre los dos ríos era la plata. Y resultaba tan apreciado que solamente los miembros de las familias reales, gobernadores o altos miembros del clero podían lucir adornos plateados en su vestimenta o portar joyas de dicho material. Otra función que cumplía este metal a la perfección era la de estabilizador del sistema económico y medio de pago (dinero). Imaginemos a un campesino que desea comprar un cordero para celebrar la boda de su hija y se encamina al mercado con una cierta cantidad de cebada para canjear. ¿Qué sucede si el tratante de ganado no necesita cebada? La solución era bien fácil. El campesino podía dirigirse a cualquier recinto sagrado donde le cambiaban la cebada por su equivalente en plata. Eso sí, con comisión del 3,5%. Con la plata en su poder, ya podía comprar el cordero con la confianza de que ese metal iba a ser aceptado por cualquier comerciante. Así que, estos primeros bancos eran, directamente, los templos. Un elemento curioso es que esa plata que le daba el templo se presentaba bajo la forma de anillos de 8 gramos de peso o espirales en caso de grandes cantidades. Ante la falta de carteras o bolsillos, se podía llevarlos cómodamente en los dedos y brazos. Además, y a modo de calderilla, los anillos podían dividirse en cuatro partes de 2 gramos cada una.

Pues en Roma, como en muchas otras ocasiones, lo que hicieron fue copiar a los griegos que seguían el modelo banco/templo de Sumeria. El Templo de Saturno en Roma albergaba la Aerarium (erario) en tiempos de la República y durante la época imperial el Templo de Cástor y Pólux era el depositario del tesoro del Estado. La particularidad del sistema bancario de griegos y romanos fue que surgieron los banqueros privados… en Roma se llamaron argentarii (de argentum, plata). Los argentarii comenzaron como simples cambistas de moneda (en aquel momento Roma era el lugar que más “turistas” recibía) y para controlar las falsificaciones y retirar de circulación las monedas “deterioradas” (al ser de metales como oro o plata, muchos raspaban los bordes e iban perdiendo su peso); para más tarde gestionar un negocio muy similar a nuestros tiempos. El tipo de operaciones que realizaban estos banqueros eran dos: el depositum, simplemente como depositarios y guardianes del dinero por el que el argentarius no pagaba intereses pero con el que tampoco podía “comerciar”; y el creditum, por el dinero depositado el banquero pagaba unos intereses al cliente y, a cambio, podía moverlo para generar beneficios. En las “cuentas” en el formato depositum el banquero pagaba, en nombre del cliente, las deudas contraídas por éste o las compras en las subastas (era frecuente la presencia de los argentarii en las subastas de esclavos), ya fuese mediante “transferencia interna” si ambos tenían cuenta en el mismo banco o mediante una letra de cambio; en las “cuentas” en formato creditum los banqueros utilizaban este dinero para prestarlo a terceros y, lógicamente, con un tipo de interés mayor que el que ellos pagaban (recordemos que los bancos fueron/son/serán negocios). Además, los argentarii estaban agrupados en un cuerpo colegiado en el que sólo ellos decidían aceptar nuevos miembros.

¿Y qué decir de las monedas, esas piezas circulares metálicas que alegran con su tintineo nuestros bolsillos? Qué recuerdos de nuestra querida rubia… Recuerdos y nunca mejor dicho pues la moneda es eso, recuerdo, memoria. Vamos a verlo.

Nuestra palabra moneda deriva de la madre de las Musas, Mnemósine, divinidad que lleva en su nombre la raíz indoeuropea del recuerdo: *mnem– presente todavía en nuestra memoria. El poeta latino Livio Andrónico utilizó el término Moneta para referirse a la griega Mnemósine. Moneta, es por tanto, la latinización del griego Mnemósine. Posteriormente, esta divinidad fue asociada a Juno, la madre de los dioses y era honrada bajo este epíteto, el de Juno Moneta, en un templo ubicado cerca de la ceca de Roma, situado en la colina del Capitolio, donde actualmente está la iglesia de Santa María en Aracoeli. Por la proximidad entre la ceca de Roma, donde se acuñaban oficialmente las monedas, y el templo de Juno Moneta (la que recuerda), el producto de la fábrica se identificó con el lugar.

Y si el vil metal sumerio era la plata, hoy el vil metal se ha convertido en plástico… el de las tarjetas. Excepto algunos que echan pestes de ellas y se han juramentado para no utilizarlas nunca, el resto de los mortales llevamos en nuestras carteras, como mínimo, una tarjeta de plástico que nos hace la vida más fácil o difícil, dependiendo de lo consciente o inconsciente que seas. Pues en pleno siglo XXI existe un cajero que, además de los idiomas reconocidos internacionalmente, ofrece el latín como alternativa de comunicación con el cajero. Y, lógicamente, está en el Vaticano. Entre sus distintas alternativas, nos ofrece:

Deductio ex pecunia (sacar dinero)
Rationum aexequatio (conocer el saldo)
Negotium argentarium (movimientos de la cuenta)
Retrahe scidulam deposita (retirar la tarjeta)…