En cierta ocasión, siendo un niño, asistí a una curiosa escena en un mercado. Un policía municipal acababa de multar por venta ambulante sin licencia a una anciana gitana. Esta, tras recoger la multa, y mientras se alejaba el guardia, exclamó: «¡Tío culebra! ¡Así se te muera el bigote!». Aquella fue mi primera toma de contacto con el mundo de las maldiciones. Desde tiempos inmemoriales el ser humano ha destacado por desearle al prójimo todo tipo de malicias. Los sumerios, asirios y babilonios no fueron ajenos a esta afición. De hecho, hemos encontrado en las excavaciones numerosos ejemplos de ello. Cualquier documento legal era acompañado por alguna frase malintencionada, y la extensión de la misma podía aumentar con la importancia y categoría social del remitente.

Uno de los casos más sencillos apareció escrito en un simple tazón. Al posible ladrón se le deseaba: «…que se seque la lengua en su boca… que se sequen sus piernas… que arda como fuego y azufre (fiebre)…«. Si en vez de ser un tazón, llega a ser un jarrón de alabastro, el ladrón acaba como carne picada para empanadas. La mayor parte de las tablillas encontradas consisten en contratos, cartas comerciales, resoluciones judiciales… Muchos de ellos van acompañados por alguna adecuada anatema. Los acadios inventaron la costumbre de envolver el contrato de turno en una capa de barro, conocida como “sobre”, en cuya superficie inscribían los nombres de los firmantes, sus sellos personales, un resumen del tema del contrato y, a veces, una maldición. En uno de esos sobres encontrado en Nippur, el cual contenía un contrato de venta de terrenos, aparece el texto: “… quien rompa este contrato, que Enlil le haga desaparecer a la vista de todos, que Gibil confunda su memoria y que Ishtar destruya su simiente hasta la quinta generación«. Es interesante desde el momento en que junta dos temas que traían de cabeza a los sumerios: la falta de hijos y el ser olvidados por sus descendientes perdiendo, por tanto, la posibilidad de tener ritos funerarios anuales en su memoria.

Quienes más uso hacían de las amenazas al prójimo eran -¡cómo no!- los ricos y poderosos. En la gran biblioteca del rey asirio Asurbanipal, en Nínive, las tablillas se protegían con las habituales frases de malos deseos. Así, por ejemplo, en un tratado de medicina se ha encontrado el texto: “Quien robe estas tablillas o las dañe, que su cuerpo no tenga descanso, que el agua no lo reconforte, que se quiebren sus huesos, que el viento ardiente lo acompañe, que el polvo sea su alimento y su recuerdo sea olvidado por los hombres”. No sabemos si la maldición cubría el retraso en la devolución de la obra de turno. Con semejante sistema es evidente que no se necesitaban carnets de biblioteca. Los acuerdos de muy alto nivel, como bodas de retoños de gobernantes o tratados internacionales, no solo iban acompañados de anatemas terribles, sino que las mismas eran refrendadas por miembros del alto clero con sus sellos personales. En el acuerdo matrimonial de Taram-Agadé, hija menor del rey acadio Naram-Sin, aparece el sello de su hermana mayor Enmenanna, la cual era Entum (gran sacerdotisa) del recinto sagrado de Ur. Aquello equivalía a que la mismísima diosa Ningal fuese testigo de las amenazas y cumplidora de las mismas. Cuando el propio Naram-Sin derrotó y mandó matar al rey Hisepratep de Elam, obligó a su hijo Helu a firmar un tratado de hermandad con Akhad. En realidad, aunque lo llamaran así, era un acuerdo de sumisión en toda regla, y el soberano acadio no dudó en colocar en el mismo una lista de, nada más y nada menos, que 19 dioses elamitas para ser testigos de las maldiciones habituales.

Una de las maldiciones más famosas se encontró en las tumbas de las reinas en Nimrud, la Khalku asiria, más en concreto en la tumba de la reina Yaba, esposa de Tiglat-Pieleser III. Junto a una corona, 79 pendientes, 30 anillos, 4 tobilleras, 14 brazaletes, 15 vasos y numerosas cadenas de metal y piedras semipreciosas, apareció una tablilla con el texto: “Ruego a los dioses del mundo del otro lado (mundo de los muertos) que el espíritu de quien toque mi tumba, viole mi ataúd o robe mis joyas, camine sin descanso después de su muerte bajo el sol abrasador, y que los demonios del insomnio le atormenten para siempre”. Por ambas cosas la reina Yaba es conocida como “la Tutankhamon de Asiria”.

Tumba de Yaba

Y es en Asiria donde encontramos otra maldición que ha dado muchos dolores de cabeza al comisario Bernard Hogan-Howe de Scotland Yard. En el British Museum se conserva la parte superior de una estela rota del rey asirio Adad-Nirari III, hijastro de Sammuramat, la reina que pudo dar origen al mito de Semíramis. Fue adquirida por el museo en el año 1881 a un coleccionista privado. La parte inferior fue puesta a la venta hace poco en una casa de subastas, y Scotland Yard retuvo la pieza al sospechar que era contrabando de arte.

Parte inferior y superior de la estela de Adad-Nirari III

Un tratante del Líbano ha demandado al comisario alegando que tiene pruebas de la procedencia lícita de la pieza, y responsabilizando al agente, que está a punto de jubilarse, de la operación policial. Le pide una indemnización de 200.000 libras. En uno de los laterales de la estela aparece el texto: “Quienquiera que retire esta imagen de la presencia de Salmanu (un dios de la guerra en cuyo templo estaba la estela) y la lleve a otro lugar, tanto si la arroja al agua como si la cubre con tierra, o se la lleva y la coloca en una casa sacrílega donde sea inaccesible, que el dios Salmanu, el Gran Señor, derroque su soberanía. Que su nombre y semilla desaparezcan de la tierra y que viva en la comunidad de las esclavas de su tierra”. Poco tiempo después de descubrirse la tumba de Yaba comenzó la I Guerra del Golfo de 1991, y en el año 2003 el tesoro tuvo que ser sumergido en una piscina en un sótano para evitar que los propios vecinos del Museo de Bagdad lo saquearan. Parece que las maldiciones asirias no le traen nada bueno, ni al país heredero de su cultura, ni a los policías londinenses que, paradójicamente, intentan evitar el saqueo cultural.

Decía Harry Houdini que el mejor antídoto contra una maldición era una buena carcajada. ¡Quién sabe! Tal vez eso funcione también contra los gafes.

Colaboración de Joshua BedwyR autor de  En un mundo azul oscuro