No sé si os habréis fijado en un detalle que se repite en la mayoría las esculturas clásicas -y no me refiero a que la tenga pequeña, que también es una constante, ni a las estatuas donde se representa a Príapo-, sino en sus manos y pies, concretamente a las uñas y lo perfectamente recortadas que están. Para los que se hayan quedado con la duda del porqué de las pequeñas dimensiones de los atributos masculinos, os diré que, según Aristófanes, el ideal masculino de la época tenía «un buen pecho, una tez clara, hombros anchos, una lengua moderada, glúteos fuertes y un pene pequeño pero gentil«. Además, para la representación escultórica clásica de un cuerpo masculino un miembro de gran tamaño habría distorsionado la proporcionalidad y la simetría… o eso dicen los críticos de arte. Una vez aclarado el tema de las dimensiones, volvamos a las uñas

Al igual que ocurría en otras cultura como la sumeria, la egipcia o la griega, los romanos prestaban una especial atención al cuidado del cuerpo, a la belleza y al peinado. Para el tratamiento del pelo de la cabeza y de la cara estaban los tonsores -para el tratamiento del pelo de otras partes del cuerpo tenían al alipilarius-. Los más acaudalados tenía su propio tonsor en casa; el resto de ciudadanos tenían que acudir a las tonstrinae (barberías/peluquerías) o recurrir a los tonsores ambulantes que ofrecían sus servicios en las calles. Ayudados por los circitores (aprendices), los tonsores cortaban el pelo, peinaban, afeitaban o recortaban la barba, sacaban la cera de los oídos… y hacían la manicura y pedicura. Un servicio que podía llevar horas… que transcurrían entre chisme y chisme.

Entre sus herramientas de trabajo, como manicuro y pedicuro, tenían navajas, una especie de cortauñas de diferentes tamaños (forfex) y una cuchara curvada para la limpieza de la suciedad debajo de las uñas.

Forfex