Tercera entrega de «Archienemigos de Roma«. Colaboración de Â Gabriel Castelló. Alarico, rey de los godos.


Alhareiks, que es como se pronunciaba su nombre en godo, nació en el 370 de nuestra era en los confines de la Dacia (Rumania) en una isla conocida como Peuké, la isla más grande del delta del Danubio. Hijo de Rocesthes y nieto de Aorico, era el sucesor de una familia de caudillos godos, los Baltingos, fundada por el legendario Gondebaudo Baltha (que en godo significa «el audaz») cuyo mérito residí­a en haber conducido al pueblo godo desde el Báltico hasta las fronteras del Imperio.
Creció dentro de las fronteras imperiales. Tras el gran desastre de Adrianápolis en el 378 (una amarga derrota romana que le costó la vida a muchos legionarios y al propio emperador Valente), los godos habí­an obtenido permiso imperial para establecerse como foederati en la provincia de Moesia (entre Servia y Bulgaria aproximadamente) El joven Alarico acaudilló tropas godas entre el 387 y el 395 que actuaron como auxiliares para las legiones danubianas frente a otros pueblos bárbaros.

Como individuo ambicioso e inteligente que era, a la muerte del emperador de origen hispano Teodosio I vio la oportunidad de erigirse rey por propio su pueblo ante la falta de control y conocimiento de los melifluos sucesores del emperador, sus hijos Honorio y Arcadio. El emperador Teodosio culminó el plan de Diocleciano de partir el estado en dos, dividiéndolo entre sus dos hijos. El primero quedó como Augusto de Occidente, con sólo once años de edad, mientras que el segundo se instaló en Constantinopla como Augusto del Imperio de Oriente. Sin saberlo, la reforma de Teodosio y la intervención posterior de Alarico propiciaron el colapso del mundo antiguo. Roma estaba pasando uno de los momentos más complicados del bajo imperio. Teodosio fue también quien ordenó cerrar los templos paganos, instauró el cristianismo como única religión del estado y consiguió que Roma fuese sólo un triste espectro de la ciudad que llegó a dominar el mundo.

Ante tanta manifiesta debilidad, Alarico decidió pasar a la acción en el 396. Invadió Macedonia, Tracia y Beocia, arrasando a su paso ciudades tan importantes como Corinto y Esparta y llegando a desafiar a la propia corte de Constantinopla. Sólo habí­a un hombre capaz de detenerle: Flavio Stilicho, conocido como Estilicón, un gran general de origen vándalo que actuaba como magí­ster militum (capitán general) del incompetente Honorio. Durante cuatro años el carisma y decisión militar del vándalo consiguieron que Alarico se conformase con la ocupación de Iliria, bien a raí­z de una tregua pactada con su adversario o sólo por prudencia. Además, Estilicón estaba demasiado ocupado por otras revueltas en Britania sumadas a la presión de suevos, alanos y vándalos en el Rin como para conjurar al joven rey godo, menos activo que el resto de peligros que acechaban las fronteras.
Alarico marchó contra Occidente el año 400, pero Estilicón le derrotó primero en Verona y definitivamente en Pollentia (hoy Pollenzo) en Abril del 402. Este delicado equilibrio se rompió el 406. La estrella de Estilicón cayó en desgracia en la corte de Honorio, probablemente al ser sospechoso de organizar el asesinato de Rufino, el prefecto del pretorio de Constantinopla que dominaba al también débil Arcadio. Como puede verse ambos imperios estaban en manos de hombres rudos y enérgicos que dominaban a gobernantes patéticos, situación similar a la que veremos más adelante en nuestra España del siglo XVII con reyes de cacerí­a mientras sus validos controlaban los mil y un conflictos el los que estaba inmerso el reino.
Honorio ordenó ejecutar a su magí­ster militum el 22 de Agosto del 408 influenciado por sus zafios consejeros; quizá fue por su fe arriana, o por ver en él a un probable futuro usurpador de sangre bárbara o, seguramente, por todo ello junto. Viendo Alarico la precaria situación en que quedó Occidente al desaparecer la única persona capaz de oponérsele, el rey godo decidió arremeter contra el cobarde Honorio, el cual se refugió en tras lo muros de la ciudad pantanosa de Rávena, dejando paso expedito a las hordas godas hasta las mismas puertas de Roma. Durante casi tres años Alarico sitió la ciudad, negociando con el Senado y exigiéndole a Honorio el cargo de magí­ster militum que habí­a dejado libre el difunto Estilicón ,cargo que jamás le fue concedido. En cambio, el senado sí­ que aceptó pagar un alto tributo para garantizar la retirada bárbara pero el emperador, agazapado desde su residencia inexpugnable de Rávena, desautorizó dicho pago. Esta es otra prueba evidente de que no todos los bárbaros quisieron conquistar Roma, muchos querí­an ser y participar de una Roma decadente para salvarla de ella misma. ¡Y lo que más podí­a enfurecerles es que sus gobernantes no se lo permitiesen!

El 24 de Agosto del 410 los hombres de Alarico entraron en Roma por la Porta Salaria, parece ser que con la connivencia de algunos esclavos. No fue un saqueo más de tantos que se produjeron en la Antigüedad. Aquel primer saqueo de la Roma clásica no fue excesivamente violento, como podemos estereotipar, pero supuso una tremenda conmoción polí­tica e ideológica en el mundo antiguo. Desde que el galo Breno, siete siglos atrás, entrara en la Roma republicana la ciudad habí­a permanecido inviolable a cualquier agresión bárbara. Era el sí­mbolo del poder inmortal del Imperio y de la superioridad militar de Roma. Para muchos historiadores este hecho supone el principio del fin de la era romana…

Esta frase se le atribuye al rey bárbaro:

Desde que tomé Roma en mis manos, nadie ha vuelto a menospreciar el poder de los godos. Lo que impulsó el afán de conquistas y el deseo de aventuras dio grandeza a un pueblo necesitado de patria.

Poco tiempo pudo disfrutar aquel bravo caudillo su trascendental conquista. Tras el saqueo a conciencia de la Urbe durante tres dí­as y de llevarse como botí­n incluso a la hermanastra del emperador, Gala Placidia, el rey godo vio en las reservas de grano de África un seguro para el hambre que habí­a arrastrado su pueblo. Tomó camino en dirección a Regio para embarcar hacia esa nueva conquista. La muerte le sorprendió en Cosentia (Cosenza, Calabria) pocos meses después cuando sólo contaba aún con 35 años de edad.

Imagen: el ojo del tuerto