Y otra vez, vuelvo a meterme en mi máquina del tiempo para emprender un viaje al pasado, en esta ocasión hasta los Estados Unidos del siglo XIX para hablar con los esclavos africanos. Mi anfitriona en esta ocasión será Harriet Tubman, la llamada “Moisés de los esclavos” y la primera mujer en aparecer en billetes de dólares estadounidenses, concretamente en el billete de 20.
Harriet era una esclava que había nacido en una plantación de Maryland en 1820, y que desde muy jovencita demostró que lo suyo no era morderse la lengua, lo que el supuso más de un golpe o latigazo por salir en defensa de otros esclavos. Cuando murió el amo, los esclavos domésticos les dijeron que la intención de la viuda era vender las tierras y todos los esclavos, lo que suponía que la familia de Harriet sería separada… y ella no lo iba a permitir. Organizó un plan de huida junto a los suyos, pero llegado el momento todos se echaron atrás: a su marido, que intentó convencerla para que no lo hiciese en lugar de apoyarla, le dijo que ya no lo quería a su lado, y a sus hermanos, en los que vio el miedo a ser capturados en sus ojos, los abrazó y les prometió volver a buscarlos. Y se escapó… y no sólo eso, sino que con el apoyo del Ferrocarril Subterráneo, una red clandestina formada por abolicionistas, líderes de iglesias metodistas y, sobre todo, por libertos de la comunidad negra (incluyendo ex esclavos) que ayudaba a escapar a los esclavos de las plantaciones, consiguió llegar a Canadá, la “Tierra Prometida” donde no llegaban los cazadores de fugitivos. A pesar de conseguir la libertad, ella nunca olvidó la promesa hecha a sus hermanos y se convirtió en el miembro más activo de aquella red de rescate: entre 1851 y 1860 viajó en diecinueve ocasiones hasta el Sur y consiguió llevar hasta las tierras canadienses a más de trescientos esclavos, incluyendo a sus hermanos. De hecho, sumando las recompensas que ofrecieron los diferentes esclavistas por su captura llegamos a la cifra de… ¡¡¡Cuarenta mil dólares!!! Aun así, nunca nadie la traicionó. Sólo hasta aquí, ya tengo suficientes motivos para que me acompañe en este viaje, pero aún hay mucho más. Con el estallido de la Guerra Civil en 1861, las actividades de esta red cesaron, pero no así la implicación de Harriet con lo que ella consideraba su papel en la vida: ayudar a los más desfavorecidos, los esclavos en general y las mujeres en particular. Pensaba que la guerra pondría punto y final a la esclavitud, y ella no se iba a quedar de brazos cruzados. Abandonó la seguridad de Canadá y se ofreció al ejército de la Unión para ayudar en lo que fuese. Comenzó como enfermera, pero cuando el coronel James Montgomery se enteró de su labor durante años en aquel particular “ferrocarril” y el conocimiento de las rutas de escape, le propuso atravesar las líneas enemigas y hacer de espía. Montó una red de espionaje y, además de pasar información de las unidades y los depósitos de munición de los Confederados, aprovechó su nueva condición para seguir sacando esclavos que se unieron al ejército de la Unión. Cuando recibió su primera paga, la gastó en construir una cabaña donde las mujeres negras liberadas pudieran ganarse la vida lavando ropa para los soldados. De hecho, los doscientos dólares que recibió durante sus tres años de servicio —una mísera cantidad de la que correspondía legalmente— fueron a parar íntegramente a aquellas mujeres. Terminada la guerra, se casó con Nelson Davis, un soldado de la Unión que había conocido en el frente, y se instalaron en Auburn (Nueva York). Con cuarenta y cinco años y todo lo hecho hasta ahora, Harriet ya merecía poder comenzar una vida tranquila junto a su nuevo marido… pero ella demostró, una vez más, que no era así. Y aquí me quiero encontrar con ella, cuando terminó la guerra.
El paisaje que tenía ante mi era espectacular: un claro en el bosque junto a un río de agua cristalina y acompañado por el trinar de los pájaros. Me acerqué al río y mi reflejo era el de un Tom Sawyer crecido de forma repentina al que la ropa le ha quedado pequeña. Un pantalón con tirantes que me cubría un poco más de las rodillas, una camisa de algodón que en algún momento fue blanca y un sombrero de paja era la indumentaria que la máquina del tiempo había elegido para mi. Eso sí, para la próxima ocasión debía advertirle a la máquina que, por las rozaduras, desde siempre me había sido imposible llevar zapatos sin calcetines, y aquellos zapatos, además, eran rígidos y duros como una piedra. Así que recé para que aguantasen mis pies de pueblo, pero con piel de ciudad. Me senté a la espera de Harriet, cogí una brizna de hierba y me la puse en la comisura de los labios.
¿Javier?
Me giré y allí estaban Harriet y Nelson: ella una mujer pequeña, enjuta, de facciones muy marcadas y unos ojos brillantes que transmitían pura energía, y él un fornido hombre de aspecto bonachón y cercano.
Sí, yo soy. Supongo que sois Harriet y Nelson.
Nosotros somos. ¿Llevas mucho rato esperando?
No, he llegado hace un momento, y en este rincón no me habría importado esperar.
Fuimos hasta el camino donde estaba su carro tirado por un viejo rocinante que había conocido mejores tiempos.
Si no te importa, de camino a casa haremos alguna parada para entregar estas tartas. Toma, prueba una a ver qué te parece esta de boniato y melaza.
Aunque la combinación no me parecía muy llamativa, la verdad es que era un delicia. Puse cara de cuando algo te sorprende muy gratamente y Harriet me devolvió un sonrisa. Fuimos recorriendo el camino de tierra y me resultó llamativo que en unas casas vendían las tartas, en otras las regalaban y en algunas incluso les daban el dinero recaudado en otras. Así que, cuando me advirtieron que era la última parada antes de llegar a su casa, pregunté a Nelson cuando Harriet bajo del carro para llevar una tarta.
– Son cosas de mi mujer, que es lo más parecido a un ángel custodio. Vende a las familias que pueden pagar, a las que no lo pueden hacer se las regala y a las más míseras les ayuda económicamente. Así es ella. Y no creas que a nosotros nos sobrá mucho, ahora lo verás, pero ella siempre piensa en los demás… y yo la apoyaré siempre.
– Si no es mucho preguntar, ¿vosotros de qué vivís?
– Pues de mi pensión militar por participar en la guerra, algunos trabajos que me salen esporádicamente y de las pocas tartas cuya recaudación llega a casa.
– ¿Y la pensión de tu mujer? Porque ella también participó en la guerra.
– Uff ese tema no lo comentes delante de ella, es una de las pocas cosas por las que pierde la sonrisa. Y no porque ella quiera tener más, ya ves cómo es ella, sino porque tendría algo más para ayudar a los demás. La verdad es que la solicitó, pero se la denegaron. A pesar de realizar un trabajo arriesgado y tremendamente productivo para la Unión, como mujer no tenía derecho a la pensión. Sí las reconocen a las viudas de los fallecidos durante la guerra, pero no directamente a las mujeres, y eso que durante sus años de servició recibió una pequeña paga. Pero bueno, es un tema zanjando y del que no hablamos.
– Sonríe que ya viene.– Trabajo terminado. Vayamos a casa y le enseñaremos a Javier nuestro hogar.
Llegamos a un explanada entre árboles entre el camino y el río en la que había cuatro construcciones de madera: una que parecía hacer las veces de establo para el viejo caballo, un pajar con aperos de labranza en el que entraban y salían gallinas, de las que hoy diríamos criadas en suelo, una pequeña casa muy coqueta y otra de mucho mayor tamaño parecida a una gran nave. Mientras Nelson quitaba los arreos al caballo y le daba algo de paja, Harriet me invitó a entrar a su casa, la coqueta, a la vez que iba saludando a todos los que pululaban por aquel lugar. Curiosamente, sólo había ancianos, mujeres y algún niño correteando.
– Supongo que los hombres de estas familias están trabajando.
– No, Javier. Aquí el único hombre en condiciones de trabajar es Nelson. Estos ancianos, las mujeres y sus hijos son nuestra familia, y nosotros nos ocupamos de ellos. Como yo, todos fueron esclavos y ahora no tienen dónde ir y nosotros les damos comida y un techo. A pesar de todo lo que me ha ocurrido en la vida, que no es poco, me siento afortunada de tener fuerzas para ayudar a los más necesitados y de tener el apoyo incondicional de mi marido. Yo voy a seguir luchando para que todos, negros y blancos, hombres y mujeres, tengamos los mismos derechos y oportunidades. Cueste lo que cueste.
Sólo por estar en presencia de aquella mujer ya merecía la pena aquel viaje. Transmitía fuerza, energía, ganas de vivir, de no darse por vencido y, sobre todo, admiración y respeto. En aquel momento, entró Nelson con una carta en la mano y gritando “han aprobado tu viaje, empiezas la semana que viene”. Harriet se levantó y abrazó efusivamente a su marido.
– Perdona Javier, pero es que lo estábamos esperando hace tiempo. Gracias a la Iglesia Metodista voy a realizar un gira para recaudar fondos por las poblaciones donde teníamos colaboradores y casas para esconder a los esclavos en los años del Ferrocarril Subterráneo. De esta forma, podremos construir más casas y tendremos más recursos para atender a más gente.
– Estáis hechos el uno para el otro, y ambos para los demás.
– Jajajajajaja… siéntate y toma un poco de pan de jengibre. ¿Quieres agua fresca o un poco de aguardiente de melaza que hace uno de los ancianos?
– Probaré el aguardiente
Aquello bebida resucitaba a un muerto, pero al final dejaba un toque dulce que hacía más llevadero el tránsito por la garganta.
Os dejo que tenéis muchas cosas de las que hablar. Nos vemos a la hora de la comida -dijo Nelson mientras abandonaba la casa.
Y ahí comenzó mi «entrevista»…
– Si te parece, empezaremos por lo más reciente. La guerra entre Norte y Sur, en la que tú participaste.
– Ha sido una guerra civil de un país que estaba partido en dos, en el que convivían, sin mezclarse, dos sociedades diametralmente opuestas: el Norte industrial y el Sur agrario basado en la esclavitud. Además de la Secesión de los Confederados, el presidente Abraham Lincoln puso sobre la mesa el tema de la esclavitud y aprovechó el estado de guerra para aprobar en 1863 la Proclamación de Emancipación por la que se condecía la libertad a los esclavos en los estados controlados por los Confederados. Lógicamente, los estados del Sur no se dieron por enterados y se mofaron de aquella medida, pero cuando los esclavos lograban escapar y conseguía llegar hasta un estado del Norte o cuando las tropas de la Unión liberaban territorios rebeldes, automáticamente esos esclavos se convertían en hombres libres. Y esta medida, es la que me hizo ofrecerme voluntaria para luchar por el triunfo del Norte. Aquella victoria implicaba la libertad de los míos.
– ¿Y qué ocurría con los esclavos de los estados que permanecieron en la Unión pero que eran esclavistas?
– La Proclamación de Emancipación no se aplicó en los estados de la Unión, para liberar a los esclavos de estos territorios se necesitaba una orden legislativa para cada uno de ellos. En 1865, con la aprobación de la Decimotercera Enmienda, se abolió oficialmente la esclavitud en todo nuestro país.
– Entiendo que Lincoln, además de ser un reconocido abolicionista, con esta medida ganaba efectivos para su ejército. ¿Es así?
– No sólo era un reconocido abolicionista, él quería llegar más allá. De hecho, lo asesinaron a los pocos días de reivindicar el derecho de voto para los negros. Y también tienes razón en lo que dices, porque los esclavos fugitivos de los estados del Sur, los liberados de los territorios rebeldes y los que consiguieron la libertad en estados del Norte, se sintieron en deuda con nuestro presidente y muchos de ellos se presentaron como voluntarios.
– Pero al principio la idea del presidente era que sólo se les encomendasen labores de intendencia lejos del frente. ¿Por qué cambió de opinión y lucharon como iguales con el resto de soldados de la Unión?
– Por la propia presión e insistencia de los antiguos esclavos por luchar. Además, yo creo que Lincoln quería protegerlos, porque los Confederados no los reconocían como prisioneros de guerra y, por tanto, si eran capturados los devolvían a sus antiguos amos o los juzgaban por insurrección. Es más, para los rebeldes teníamos la misma condición que una mula, y por ello se negaron a que formasen parte de los frecuentes intercambios de soldados apresados por el enemigo. Pero el presidente no se amilanó y ordenó el ojo por ojo: se castigó con trabajos forzados a un rebelde capturado por cada soldado negro apresado y devuelto a su amo; se ejecutó a un prisionero Confederado por cada negro condenado a muerte por insurrección y, además, prohibió los intercambios de prisioneros hasta que los negros fuesen aceptados como un soldado más. Como esta prohibición perjudicaba mucho más a los Confederados que a la Unión, ya que tenían menos efectivos, al final, y sólo por una cuestión meramente numérica, tuvieron que ceder y equiparar a los prisioneros blancos y negros. No quiero olvidarme de Robert Smalls, cuya hazaña fue el empujón definitivo para que el ejército de la Unión aceptase a los afroamericanos como combatientes en el frente.
– ¿Quién es Robert Smalls?
Fue un esclavo de una plantación de algodón en Beaufort (Carolina del Sur), el epicentro donde se forjó la rebelión de los sureños. Gracias a su madre consiguió aprender a leer y a escribir, y eso le marcaría su futuro. Trabajó en las plantaciones desde muy pequeño, pero su amo tuvo varios años de malas cosechas y decidió alquilar a varios esclavos para trabajar en Charleston, y Robert fue uno de ellos. Trabajo en un hotel, en un establo y en el puerto de la ciudad, donde gracias a las enseñanzas su madre consiguió llegar a ser timonel. Al comienzo de la guerra fue reclutado por los Confederados como timonel del Planter, un antiguo barco de vapor algodonero reconvertido en buque de transporte de tropas y armamento. Robert estudió durante un tiempo los movimientos de los oficiales al mando y con el resto de esclavos que trabajaban en el barco idearon un plan para escapar. Aprovechando que los oficiales y el resto de blancos del barco bajaban a tierra por las noches para beber, incumpliendo las ordenanzas que impedían dejar solos en el barco a los esclavos, la noche del 13 de mayo de 1862 las familias de Robert y del resto de esclavos, escondidas en el puerto, subieron a bordo. Robert se puso un uniforme del capitán y dirigió el barco a la salida del puerto. Para poder salir todavía tenían que pasar el control establecido en la bocana de la bahía de Charleston, donde precisamente los Confederados cometieron el primer acto de guerra. Al amparo de la noche, con la ropa del capitán y conocedor de las señales oportunas consiguieron salir mar adentro. Gracias a que Robert cambió la bandera confederada por una sábana blanca, cuando se encontraron con un barco de la Unión los conminó a rendirse y no los hundió. Cuando el capitán del barco subió a bordo, Robert rindió el Planter a la Unión con todo su contenido: cuatro piezas de artillería y un libro de códigos para mensajes. Además, informó de todas las defensas del puerto de Charleston y de las fuerzas con las que contaban los confederados en aquella zona. El plan salió tal y como Robert había previsto: conseguir la libertad y entregar el Planter a la Unión. Al barco se le cambió la bandera y los esclavos y sus familias obtuvieron la libertad. Este hombre es, además de brillante, genial, ¿sabes lo que hizo con la gratificación económica que le dieron por su heroicidad? Cuando terminó la guerra se compró la casa del que había sido su amo en Beaufort. Hace unos meses pude conocerlo y me dijo que me uniese a él en su propósito de ocupar cargos políticos en su estado natal para seguir luchando por nuestros derechos desde dentro de las Administraciones Públicas.
– Pero no lo hiciste, ¿no?
– No, no. Además de que es muy complicado para mi, por ser mujer, yo me siento cómoda en este entorno. En el mundo de la política sería un lastre.
– Te entiendo, no todo el mundo sirve para esos menesteres. ¿Y tú labor durante la guerra cuál fue?
– Al comienzo, como el resto de mujeres, me ocupé de la intendencia o haciendo de enfermera en los hospitales de campaña, pero yo sabía que nos podíamos aprovechar de mi experiencia llevando furtivos a Canadá. Gracias al coronel James Montgomery conseguí la aprobación para poner en marcha una red de espionaje que operaría valiéndose de los escondites, los contactos y las rutas que yo conocía. Además, también rescatamos a todos los esclavos que pudimos y los trajimos al Norte. El problema eran las esclavas rescatadas. Los hombres liberados podían alistarse o ganarse la vida trabajando en el campo y en la ciudad, ya que escaseaba la mano de obra, pero me di cuenta que las mujeres quedaban abandonadas a su suerte. Así que, decidí darles un techo y un medio de vida. Algunas de aquellas mujeres se casaron y rehicieron sus vidas, y se convirtieron en benefactoras, en la medida de sus posibilidades, de las que todavía siguen conmigo.
– Permíteme decirte que eres un ser humano excepcional.
– Deja, deja. Yo sólo hice lo que creía que debía hacer. Por cierto, ve a avisar a mi marido que la comida estará en un momento.
Cuando regresé con Nelson, la mesa ya estaba puesta. Nos esperaba una guiso de carne y verduras, pan de jengibre, una botella de vino y una tarta de fresas.
Nos sentamos a la mesa, Nelson bendijo la comida y después nos sirvió. Y yo que soy de comida casera, a ser posible de cuchara, disfruté como cuando mi madre me hacía la tortilla de patatas. Estaba exquisito, y así se lo hice saber.
Pues espera a probar su tarta -comentó Nelson.
La probé y… Nelson tenía razón. Ni en el mejor restaurante del mundo habría comido mejor. Ahora me acordaba de cuando al cumplir los 60 años mi familia me llevó a un restaurante con tres estrellas Michelín. No comí mal, pero mi conclusión fue que cada estrella suponía un incremento del precio directamente proporcional con la disminución de la cantidad. Pues allí no, cantidad y calidad para dar y regalar. Y para rematar la faena, Nelson retiró el vino y volvió a sacar el aguardiente. Tuvimos una sobremesa muy amena en la que hablamos de la gira que iba a realizar para recaudar de fondos, de cómo se iban apañando, de lo mucho que quedaba por hacer, de sus años de esclavitud… y ahí volví a retomar la conversación.
– Y volviendo al comienzo de tu aventura, ¿cómo fue tu experiencia con el Ferrocarril Subterráneo?
– De no haber sido por ellos, habría muerto o me habrían capturado. Mi única idea era escapar de allí con mi familia para que no nos separasen y, al final, me fui yo sola. Además, mi plan sólo contemplaba la huída, pero no el día de después. No sabía qué hacer, ni dónde ir… hasta que los miembros de esta red se cruzaron en mi camino y me pusieron a salvo. Por eso, además de la promesa de volver para liberar a mi hermanos, me sentí en la obligación de colaborar con ellos para ayudar a los que se encontraban en la misma situación por la que yo pasé.
– Pero te convertiste en un Moisés para los esclavos huidos.
– Bueno, ya sabes que la gente es muy dada a exagerar. Sólo hice lo que mi conciencia me dictó. Era peligroso escapar, pero muchos esclavos, llegado el momento y cada uno por diferentes circunstancias, nos la jugamos. En ocasiones se planificaba, otras se improvisaba sobre la marcha y, lógicamente, el resultado era incierto. Ahora que digo lo de planificar, me acuerdo del ingenioso plan de huída de Henry Brown, un esclavo de Richmond (Virginia), que consiguió la libertad enviándose en un paquete postal a Filadelfia.
– A ver, a ver, ¿me estás diciendo que se envió él mismo dentro de un paquete?
– Sí, sí. Es el plan de huida más raro del que he tenido conocimiento y, además, tuvo éxito. Henry trabajaba en una plantación de tabaco de Richmond, y dentro de sus limitadas posibilidades se sentía afortunado al estar rodeado de su mujer y sus tres hijos. Aquella vida, relativamente feliz, se vino abajo cuando en 1848 sus tres hijos y su esposa, embarazada del cuarto, fueron vendidos a un comerciante. Henry suplicó al amo que no lo hiciese o que le vendiese a él también. Sólo consiguió unos latigazos. Después de varios meses lamentando la pérdida de su familia, decidió que conseguiría la libertad costase lo que costase, ya nada tenía que perder. Por eso lo que te comenté antes de que cada uno tiene sus motivaciones para arriesgarse a escapar. Su plan era, como te decía, enviarse a sí mismo en una caja por correo postal a Filadelfia. Lógicamente, necesitaba la ayuda de dos cómplices más, uno en Richmond para enviar el paquete y otro en Filadelfia para recibirlo. Así que, a través de un antiguo esclavo que había conseguido la libertad contactó con Samuel Smith, un simpatizante de la causa abolicionista en Richmond. Henry le pagó 86 dólares para que se ocupase de todos los preparativos y le encargó contactar con la Sociedad Antiesclavista de Filadelfia para que alguno de sus miembros aceptase el envío. El 23 de marzo de 1849 metían a Henry Brown en una caja de madera de un metro de largo, casi uno de alto y medio de ancho, con unas pocas galletas y una cantimplora de agua. Samuel envió la caja, con un cartel de productos textiles, a James McKim, líder de la Sociedad en Filadelfia. Unos 400 kilómetros después, y tras 27 penosas horas en carreta y tren, llegaba a la casa de James McKim en Filadelfia. Y como tuvieron éxito, un par de meses después decidieron seguir liberando esclavos con este mismo método, pero fueron descubiertos. El esclavo volvió a la plantación y Samuel Smith fue condenado a 6 años de prisión. Henry Brown, tras la aprobación de Ley de Esclavos Fugitivos en 1850 y ante el temor a ser devuelto a su antiguo amo en Virginia, huyó a Londres donde siguió con la lucha abolicionista.
Fue tan original la forma de huir, que repetirla la convirtió en una temeridad.
Nelson se levantó y me ofreció otro vaso de licor de melaza, y aunque estuve a punto de rechazarlo decidí no hacerlo porque mi padre me enseñó que la solidaridad y la generosidad eran la fuerza de la gente humilde. Y Harriet y Nelson iban sobrados de solidaridad, de generosidad, de humildad y de fuerza. Así que, lo acepté gustoso. Además, la siguiente pregunta entendía que podía ser incómoda, así que me eché un buen trago y disparé…
– Harriet, con esta pregunta no quiero que creas que juzgo vuestro proceder, simplemente es plantear un escenario distinto que, lógicamente, puede ser irreal o disparatado. En la primera mitad de este siglo, con cada vez más voces gritando contra la esclavitud, la creación de asociaciones abolicionistas, las diferentes redes clandestinas y con el considerable número de esclavos repartidos por todos los territorios, ¿nunca se planteó una acción global o a gran escala, tipo huida masiva o rebelión?
– No es un escenario irreal Javier, de hecho se llevo a cabo algo parecido en 1811, no con carácter global pero sí a nivel local implicando a más de 500 esclavos de varias plantaciones de Nueva Orleans. Y al frente de todos ellos Charles Deslondes, aparentemente un esclavo más. Para su amo, Charles era un esclavo ejemplar, trabajador y obediente, pero durante años estuvo preparando una revolución para fundar una república para negros en suelo estadounidense, similar a lo que hicieron en Haití François Dominique Toussaint-Louverture y Jean-Jacques Dessalines en 1804. Durante meses estuvieron distrayendo el material necesario para armar a su ejército: machetes, viejas armas de fuego, que en muchas ocasiones tenían más peligro para el que las disparaba que para el que estaba delante, uniformes… y hasta un tambor. Aparentemente, un ejército en toda regla. El 8 de enero de 1811 Charles montaba un caballo y se ponía al frente de un ejército uniformado marchando en formación al paso marcado por el tamborilero. Fueron recorriendo varias plantaciones para sumar más esclavos a su causa, y se plantaron con más de 500 efectivos a las puertas de Nueva Orleans. El problema es que Charles no tuvo en cuenta que el tiempo perdido en recorrer las plantaciones fue aprovechado por los esclavistas sureños para avisar de la rebelión y preparar las defensas. Cuando llegaron a la ciudad, la milicia les estaba esperando. Ante la mejor preparación y, sobre todo, mejores armas de los milicianos, el ejército de esclavos fue derrotado. La represión fue brutal: decenas de ellos fueron decapitados y sus cabezas clavadas en picas a lo largo del camino, otros ahorcados a las puertas de la ciudad, los que pudieron escapar fueron perseguidos y asesinados y Charles… el pobre Charles iba a servir de escarmiento y aviso al resto de esclavos: le cortaron las manos, le pegaron un tiro en cada pierna para que cayese al suelo y un tercero en el pecho, y… -Harriet no pudo más y abandonó la casa cubriendo con sus manos los ojos llorosos.
Me levanté para seguirla y disculparme, pero Nelson me cogió de la mano
– No, Javier. Déjala. Dale un momento.
– Lo siento, Nelson. No era mi intención…
– No te preocupes. Sus ojos han visto demasiada sangre y demasiada crueldad y, de vez en cuando, necesita sacar todo ese dolor y esa rabia contenidos. Yo terminaré. Como Harriet te decía, mientras Charles agonizaba, lo cubrieron de paja y lo quemaron. A pesar de que fue el mayor levantamiento, en cuanto a número de esclavos implicados, no transcendió. Lo vendieron como “actos aislados de bandidaje y pillaje”, para justificar la brutalidad de la represión.
– Perdona Nelson, pero no entiendo que ocultasen la verdad para justificar aquella masacre.
– Verás, cuando un esclavo escapa, se revela o participa en actos de bandidaje y pillaje, el amo puede hacer con él lo que quiera. Pero Charles, conocedor de estas consecuencias, planteó su revolución no como una venganza, ni para provocar un baño de sangre, sino como un enfrentamiento entre dos ejércitos. De ahí que se ocupase y preocupase en que los rebeldes lo pareciesen. De esta forma, él pensaba ingenuamente que si no tenían éxito, serían tratados como prisioneros de guerra y no como esclavos rebeldes. Así que, los esclavistas ocultaron que fue una batalla entre dos ejércitos, situación en la que no se podía justificar el posterior baño de sangre, y lo vendieron como esclavos rebeldes, que sí justificaba la masacre.
Cuando Nelson terminaba aquella terrible historia, entró Harriet secándose las últimas lágrimas derramadas.
– Perdona Javier, pero…
– No Harriet, no tienes que disculparte por nada. Nelson me ha explicado.
– Pues cuando quieras seguimos -dijo Harriet mientras apretaba la mano de su marido y le miraba como una adolescente mira a su primer amor.
– Poco más Harriet. Sólo me queda un pregunta que es simplemente curiosidad. Durante todo el tiempo que estuviste sacando esclavos al santuario de Canadá, ¿no te planteaste en ningún momento quedarte allí y formar una familia lejos de la sociedad esclavista?
– No, la verdad. Yo era parte de esa sociedad esclavista, primero a un lado y luego al otro, y me sentí en la obligación de luchar por revertir aquella lacra. Además, no habría conocido a Nelson… Por cierto, ¿sabes que el primer santuario o refugio de esclavos en territorio estadounidense tiene que ver con tu país?
– ¿Con España? -pregunté sorprendido.
– Así es, se llamaba Fort Mose, y estaba situado junto a San Agustín (Florida). En 1687 llegaron a San Agustín once esclavos negros (ocho hombres, dos mujeres y un niño) huidos de los colonias inglesas. Solicitaron asilo a las autoridades españolas y se lo concedieron a cambio de bautizarse y colaborar en la construcción de una fortificación -incluso recibieron una paga por el trabajo-. Se corrió la voz entre los esclavos y muchos se jugaron la vida para escapar de la esclavitud y llegar hasta aquel santuario. A todo esto contribuyó que en 1693 el rey Carlos II de España decretó que todos los esclavos fugitivos que alcanzasen Florida serían libres si se convertían al catolicismo y cumplían cuatro años al servicio de la Corona luchando con la milicia. En 1738, el gobernador de la Florida, Manuel de Montiano, les permitió establecer un asentamiento a unos tres kilómetros de San Agustín al que llamaron Gracia Real de Santa Teresa de Mosé, nosotros lo llamamos Fort Mose. Estaba formado por 20 barracones y un iglesia protegidos por un muro perimetral alrededor del que se situaban los campos de cultivo. Su población, de unas 100 personas, la formaban esclavos que habían conseguido escapar de las colonias británicas, junto con sus mujeres, también esclavas fugitivas, y sus hijos nacidos ya en libertad. Al frente del fuerte, que gozaba de gran autonomía respecto de San Agustín, estaba un africano bautizado como Francisco Menéndez. Aquel primer asentamiento legal de negros libres en el actual territorio de los Estados Unidos aguantó hasta 1763, cuando España cedió la Florida a los británicos a cambio de la Luisiana francesa.
– ¿Y qué paso con aquellos hombres libres?
– Tanto Fort Mose como San Agustín fueron abandonados y la mayoría de esclavos libres y españoles se establecieron en la isla de Cuba.
– Vaya, es curioso que tenga que atravesar el océano para enterarme de esto. Mil gracias Harriet, mil gracias Nelson, por todo. Me siento afortunado de haberos conocido, de verdad. Sois una pareja digna de admirar y me alegro de que vuestros caminos se cruzasen.
– Gracias Javier. Aquí tienes tu casa, cuando quieras puedes volver a visitarnos. Nelson, ¿preparas el carro?
Salimos de la casa y cuando nos dirigíamos al encuentro de Nelson, que había preparado nuestro medio de transporte.
– Por cierto, ¿no quieres que te llevemos a la ciudad para coger el tren?
– No, no. No hace falta. Me podéis dejar en el mismo lugar que me recogisteis, allí vendrán a buscarme (si la máquina del tiempo sigue funcionando).
Llegamos al claro junto al río y bajamos del carro. Si a mi llegada el saludo fue un simple apretón de manos, ahora, en la despedida, fueron abrazos sentidos e intensos. Me quedé mirando cómo se alejaba el carro y aquellas dos personas admirables. Sin lugar a dudas, este había sido el viaje emocionalmente más intenso.
Guau! Qué lectura tan amena y documentada! Muchas gracias por el rato tan bueno que me has dado.
De eso se trata Moisés.
Muchas gracias
Hola Javier te saludo y agradezco mucho por ilustrarnos de una forma tan agradable y me asombra ver toda la información que recopilas para hacer un articulo tan detallado, gracias de nuevo
Muchas gracias
Recomiendo leer el libro 12 años de esclavitud escrito por el esclavo Solomon Northup o si no tenéis tiempo la película del mismo título, ambos condensan bien lo que fue la esclavitud en el sur de EE.UU.