Tras la derrota de los ejércitos aliados en la batalla de Francia, alemanes y franceses firmaron un armisticio el 22 de junio de 1940. Desde aquel momento, Francia quedaba dividida: el norte y oeste ocupados por el ejército alemán, Alsacia y Lorena anexionadas al Tercer Reich y al sur la Zona libre. Esta última, también llamada la Francia de Vichy, tenía cierta autonomía, siempre que no se inmiscuyese en los planes de Hitler, y quedaba bajo el mando del Mariscal Philippe Pétain. Y como siempre ha ocurrido en todas las guerras, la ocupación de un territorio conlleva el expolio. Patrimonio artístico y cultural, bienes públicos y privados o materias primas son objeto de la destrucción y el saqueo, ya sea para aniquilar la identidad o simbología nacional, el deleite de los vencedores o simplemente para su venta. Y eso mismo ocurrió en Francia con el vino y el arte.


Después de la invasión de Francia, los alemanes tenían orden de incautar los vinos franceses y enviarlos a Berlín, bien para el consumo directo o para la venta en el mercado internacional y, de esta forma, ayudar a pagar el coste de la guerra. Lógicamente, los productores franceses trataron de proteger sus vinos: tapiaron bodegas, enterraron botellas e incluso algunas fueron hundidas en estanques y embalses. Todo servía para proteger un símbolo nacional y un producto muy importante para su economía. Para asegurarse el flujo constante de vino que debía enviarse a Alemania, Hitler organizó un equipo de supervisores, llamados weinführers, para gestionar la incautación y el envío desde las principales regiones productoras de vino. Algunos de estos weinführers fueron Heinz Bomers en Burdeos, Otto Klaebisch en Champagne o Adolphe Segnitz en Borgoña.

La relación de los productores franceses y los supervisores alemanes dependía de la vinculación de estos últimos con el mundo de la enología. Algunos weinführers, simples funcionarios al servicio del Tercer Reich u oficiales de la Wehrmacht, se limitaban a cumplir con los pedidos puntualmente. Con otros, como Otto Klaebisch, un experto y enamorado del vino, se pudo llegar a acuerdos para que parte de la producción fuese desviada al mercado francés e incluso conseguir para los viticultores, en tiempos de escasez, lo necesario para mantener la calidad de los vinos y la conservación de los viñedos. O el caso de Heinz Bomers, que cuando terminó la guerra escribió al barón Philippe de Rothschild preguntándole si podía representar sus vinos en Alemania. El barón respondió:

Sí, claro ¿no estamos construyendo una nueva Europa?

También es verdad que si los supervisores eran expertos en vino era mucho más difícil poder engañarles cambiando las etiquetas de los vinos o “envejeciendo” las botellas ensuciándolas con polvo, ya que solían catar los caldos que enviaban a Berlín.

Sobra decir que los productores de vino estaban en contacto con la resistencia francesa para tratar de sabotear los envíos, y aunque el tema del sabotaje era harto difícil sirvió para descubrir una conexión directa entre los envíos extraordinarios de vino y de champán a algún lugar concreto de Europa o África, con ofensivas militares significativas por parte de los alemanes. A comienzos de 1941, cuando se recibió un pedido inusual por la cantidad y el especial empaquetado que debían tener las botellas para enviarse a “un lugar muy cálido”, saltaron las alarmas… era el norte de África, donde el general Rommel estaba a punto de comenzar su campaña al frente del Africa Korps. La resistencia pasó la información a la inteligencia británica.

Y si hablamos de expolio, el arte se lleva la palma: entre 1940 y 1944 los nazis robaron cientos de miles de obras durante la ocupación de Europa. Se ha podido documentar que, en esos cuatro años, sólo de Francia, salieron con destino a Alemania por lo menos 29 convoyes cargados con 203 colecciones privadas, en las que además de 100.000 obras de arte (muchas de ellas piezas maestras) había 500.000 muebles y 1.000.000 de libros. El saqueo y expolio sistemático de obras de arte tenía como principal objetivo saciar la ególatra personalidad de Hitler con la construcción de un museo (el «Museo del Führer») en su ciudad natal, Linz (Austria). Pero del saqueo no solo se aprovecharon Hitler y sus mariscales, sino también un amplio círculo de personas relacionadas con el mundo del arte que vendían, canjeaban y se enriquecían con las obras de arte robadas, de forma que muchas de ellas fueron a parar a colecciones privadas y a pinacotecas de todo el mundo, dando lugar a su dispersión y, en muchos casos, a su desaparición. Así, obras de Vermeer, Van Eyck, Velázquez, Rembrandt, Picasso, Cézanne, Rubens, Dalí, Van Gogh, Durero, Matisse, Renoir, Monet, y un largo etcétera, fueron desperdigadas por el mundo.

Sin embargo, no todas las corrientes artísticas tenían la misma consideración. Frente al “estilo ario” de los pintores clásicos, los nazis despreciaban la pintura moderna por considerarla degenerada. Esta es la razón por la que obras robadas de artistas modernos se canjeaban por otras de pintores clásicos. Por ejemplo, diez «Picassos» valían lo que un Van Dyck. Esta particularidad permitió que algunos marchantes avispados se hicieran con obras de arte moderno a un precio realmente ridículo. Algunas de las obras robadas pudieron ser recuperadas al final de la guerra, como en 1945, cuando en un depósito subterráneo austriaco cercano a Linz, los aliados encontraron 6.775 cuadros, principalmente de maestros clásicos como Rafael, Leonardo o Rembrandt. Más recientemente, en 2011 (aunque la noticia se hizo pública en 2013) la policía de Múnich encontró en el apartamento de un conocido marchante una impresionante colección de aproximadamente 1.500 piezas provenientes del expolio de obras perpetrado en la época del Tercer Reich, y cuyo valor podría ascender a más de mil millones de euros.

A pesar de ello, a día de hoy todavía son muchas las obras expoliadas que aún no han sido localizadas ni devueltas a sus legítimos dueños.