¡Ah, qué amargamente transcurre la juventud del estudiante
Mientras que a su alrededor, con eterna pasión lozana,
otros jóvenes buscan ávidamente los fáciles placeres!

Escribía Marie Sklodowska mientras observaba, desde aquel lúgubre ático del barrio Latino de París, cómo los jóvenes de su edad se dedicaban a otros menesteres más placenteros.

Mientras la joven Marie recorría las calles de Varsovia ofreciéndose como institutriz, se imaginaba estudiando en la Sorbona (París) rodeada de jóvenes inquietos por conocer y con ganas de aprender. Pero Marie era consciente de que debía vivir el presente, en el que se había comprometido a ganar dinero para ayudar a costear los estudios de medicina de su hermana Bronya en París. Tal y como habían acordado las hermanas, cuando Bronya se graduase le devolvería el favor a Marie financiando su educación en la Sorbona.

Apenas tenía dinero, la estufa de carbón era un elemento casi decorativo, la comida apenas un recuerdo… pero nunca me importó. Aquellos años de sufrimiento y privaciones me dieron una preciosa sensación de libertad e independencia. Toda mi mente estaba centrada en mis estudios. De hecho, me di cuenta de que no estaba suficientemente preparado para seguir el curso de ciencias físicas en la Sorbona, ya que, a pesar de todos mis esfuerzos, no había logrado adquirir en Polonia una preparación tan completa como la de los estudiantes franceses que seguían el mismo curso. Así que me vi obligada a suplir esta deficiencia, especialmente en matemáticas. Dividí mi tiempo entre cursos, trabajo experimental y estudio en la biblioteca. Por la noche trabajaba en mi habitación, a veces hasta muy entrada la noche. Un mundo nuevo se abrió ante mi, el mundo de la ciencia, que por fin se me permitió conocer con toda libertad. En 1893 obtenía la licenciatura en Físicas y, un año más tarde, la de Matemáticas.

Ahora, postrada en una cama, casi ciega y sabiendo que su vida, presa de la leucemia, se apaga, le recuerda a su hija Eva que “la mejor vida no es la más larga, sino la más rica en buenas acciones” y le hace cómplice de sus confesiones.

¿El matrimonio? El matrimonio y los hombres nunca fueron un tema que me preocupase. Además, ¿quién iba a fijarse en una mujer pálida, escuálida y todo el día rodeada de libros? Bueno, otro físico, tu padre el señor Pierre Curie. Algunas fórmulas matemáticas después y como testigos la investigación y la ciencia, nos casamos. Unas bicicletas y la campiña francesa fueron nuestra luna de miel. Alquilamos un pequeño apartamento con lo esencial e instalamos nuestro humilde laboratorio en un cobertizo abandonado.

En aquel miserable cobertizo fue donde transcurrieron los mejores y más felices años de nuestra vida, enteramente dedicada al trabajo. Y por las noches disfrutábamos de un espectáculo de formas luminosas.

Tu padre dejó sus investigaciones y me convenció para desarrollar mi tesis doctoral sobre la naturaleza de unas emisiones producidas por el uranio que acababa de descubrir el físico francés Henri Becquerel. Además, conseguimos aislar dos nuevos elementos químicos: el polonio y el radio. Por los descubrimientos relacionados con la radiactividad a Henri Becquerel, a tu padre y a mi nos concedieron el Nobel de Física en 1903.

Sé que tu padre había luchado mucho por acallar los rumores que decían que yo sólo era su ayudante y, aún así, el presidente de la Academia sueca recordó en la entrega del premio, a la que no pudimos asistir, que sólo era una mujer:

“No es bueno que el hombre esté solo, le haré la ayuda idónea para él” (Génesis)

Aquel reconocimiento nos sirvió para poder seguir investigando, pero renunciamos a cualquier tipo de patente para que otros pudiesen servirse de nuestro trabajo en beneficio de la ciencia. Bueno, también nos dimos un capricho: compramos una bañera,

Aquel carro… Un carro, la lluvia, tu padre que siempre andaba inmerso en nuestras investigaciones… la fatalidad quiso que aquel carro matase a tu padre. No me sentía capaz de enfrentar el futuro. Sin embargo, no podía olvidar lo que él solía decir, que incluso cuando no estuviera, debería continuar con mi trabajo. No podía aceptar la pensión que me ofrecieron, pero sí acepté la cátedra de Física en la Sorbona que había dejado vacante tu padre. Y como homenaje a tu padre comencé mi primera clase con la misma frase con la que él terminó la suya:

“Cuando consideramos los progresos logrados en los dominios de la Física durante los diez últimos años, nos sorprende el gran avance de nuestras ideas en lo concerniente a la electricidad y la materia…”

¿Mi romance con Paul Langevin? En las calles de París se me acusó de ladrona de maridos y el periódico Le Journal me regaló una portada, cosa que no hizo con el Nobel, con “Una historia de amor: Marie Curie y el profesor Langevin”, pero nada es cierto. ¿Sabes lo que me dolió de verdad? Cuando en 1910 solicité el ingreso en la Academia Francesa de Ciencias, a la que perteneció tu padre, y me fue denegado por un voto. Más tarde me enteré que durante las votaciones se oyeron comentarios como “las mujeres no pueden formar parte de la Academia«. Eso sí que me dolió.

¿El segundo Nobel? La decepción, como mujer, por lo ocurrido un año antes con el ingreso en la Academia fue compensado con el Nobel de Química en 1911 por el descubrimiento y aislamiento del radio.

¿Las petites Curie? La guerra, hija mía, es la mayor de las miserias humanas y aquella embargó de locura a todo el mundo. Estaba decidida a poner toda mi fuerza al servicio de mi país adoptivo, ya que no podía hacer nada por mi desafortunado país natal en este momento. Así que, decidí invertir mis años de investigación en “aliviar el sufrimiento humano” construyendo las petites Curie. Eran unas unidades móviles de rayos X que se podían transportan a los hospitales de campaña y diagnosticar rápidamente a los heridos.

¿Tu hermana Irene? Sí, fue tras la guerra cuando comenzó a trabajar en el laboratorio junto a Frederic Joliot. Desde el primer día no dejaban de mirarse, me recordaban a tu padre y a mí.

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Irene, Marie y Eva

La leucemia, causada por años trabajando con materiales radiactivos sin ninguna protección, acabó con la vida de mi madre el 4 de julio de 1934.

Al nacer yo, mi madre tenía 37 años. Cuando estuve en la edad de conocerla bien, era una anciana ilustre, la ‘ilustre investigadora’. En cambio, me parece haber vivido siempre al lado de la estudiante pobre y soñadora que fue Manya Sklodowska. En el instante mismo de su muerte, seguía pareciéndose a aquella joven. Era aún dulce, obstinada, tímida y curiosa. Marie tuvo en un cementerio silvestre, entre las flores del estío, un entierro silencioso y sencillo, como si la vida que terminaba semejara a tantas otras”

Murió sin poder ver como mi hermana Irene y su marido recibieron el Nobel de Química por el descubrimiento de la radiactividad artificial en 1935. De mi madre sólo conservo el recuerdo y Madame Curie, la biografía que escribí después de horas y horas de confesiones; el resto del material (libros, notas, manuscritos…), se mantiene en recipientes de plomo por su radiactividad.

Para aquellos que, hoy en día, todavía reprochan a mi madre sus trabajos con la radiactividad, les recomiendo que se acerquen a un hospital (radioterapia contra el cáncer, esterilización de material quirúrgico, rayos X…), a una pinacoteca (tratamiento de obras de arte), a comercios y fábricas (detectores de humos), que miren en sus coches (paneles luminiscentes), pregunten a geólogos y arqueólogos (datación)…

Siendo una pionera y una científica galardonada (doctorado, cátedra y Nobel), el papel más difícil que le tocó representar a mi madre fue el de ser mujer.

La narradora de esta historia bien podía haber sido Eva Curie de las notas que tomó para preparar la biografía de su madre Madame Curie, la mujer más influyente de la historia según la opinión de diez expertos de diferentes ámbitos y una votación popular de la BBC en 2018.