Mucho se ha dicho y escrito sobre los campos de prisioneros y de exterminio alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, ¿pero qué fue de los soldados alemanes que cayeron presos y fueron recluidos en los campos de los Estados Unidos?

Saturada de soldados enemigos capturados, Gran Bretaña recurrió a los Estados Unidos para que le ayudara a albergar el constante flujo de prisioneros alemanes. Y a pesar de que no era plato de buen gusto, por el importante contingente y por el hecho de tener soldados enemigos en suelo estadounidense, no les quedó más remedio que aceptar. Entre 1942 y 1946, unos 400.000 soldados y oficiales alemanes -casi 500.000 si incluimos a italianos y japoneses- pasaron por los más de 500 campos de prisioneros de guerra repartidos por todo Estados Unidos, principalmente en el sur y suroeste.

Al mismo tiempo que los campos de prisioneros se estaban llenando, las granjas y las fábricas en todo Estados Unidos estaban luchando con la escasez de mano de obra. Blanco y en botella: que los prisioneros fuesen la mano de obra que necesitaban. Pero había tres problemas: la desconfianza de los propios estadounidenses por emplear a soldados enemigos, la posibilidad de fugas masivas y la Convención de Ginebra de 1929, que sólo permitía el trabajo de los prisioneros de guerra si su salud lo permitía, si era seguro, no estaba relacionado con la guerra y si era remunerado. Todo se pudo arreglar.

Dejando a un lado a los fanáticos nazis y a los oficiales, la mayoría de los prisioneros eran soldados que se vieron inmersos en la megalomanía hitleriana y jóvenes inexpertos e idealistas que creyeron alistarse para defender su patria. Para muchos de ellos los campos fueron una liberación…

El mejor día fue cuando me capturaron. Aquí nadie te dispara.

Mi vida como prisionero fue mejor que la de madre y mi hermana en Alemania.

Así que, no hubo problemas a la hora de cubrir los puestos de trabajo allí donde se necesitase. Miles de prisioneros alemanes fueron asignados a fábricas, trabajos de construcción y granjas de todo tipo (trigo, remolacha…), y cualquier otro lugar donde fueran necesarios y pudieran trabajar con la mínima seguridad. La desconfianza inicial de los «empleadores» se fue diluyendo con el día a día…

La gente pensaba en los prisioneros de guerra como nazis, pero cuando conoces a las personas de cerca y entiendes sus vidas, todo cambia.

Y según lo establecido en el Convenio de Ginebra, los prisioneros recibían una paga que podían gastar en adquirir productos en los campos (chocolate, helados, Coca-Cola…). Además de comida, ropa, duchas y camas decentes, podían practicar deportes y asistir a clases de inglés, acceso a libros y juegos de mesa, y alguna que otra representación teatral que hicieron más llevaderos los días en los campos lejos de sus familias.

Campo en Nebraska

En estas condiciones es lógico pensar que los intentos de fuga fuesen apenas significantes -menos de un 1% de prisioneros lo intentó- y la mayoría de ellos fueron detenidos rápidamente. En 1946, todos los prisioneros habían sido devueltos a sus países de origen, y aquí hay un detalle que resume cómo les fue a estos prisioneros alemanes: un número importante regresó para establecerse en los Estados Unidos. También se conocen casos en los que, tras regresar a aquella Alemania en ruinas, algunos repatriados que mantuvieron el contacto con los granjeros recibieron regularmente paquetes con comida y ropa que les ayudaron a superar las privaciones de la posguerra.  Y luego está Günter Gräwe, que en 2016, con 91 años, visitó la base del ejército Lewis-McChord en Seattle, que incluía el campo Fort Lewis, donde estuvo prisionero durante la Segunda Guerra Mundial. Su visita solo era para  agradecer a los militares el trato que le dispensaron sus compatriotas.

«Nos recuerdas que, cómo tratas a alguien, define quiénes somos», dijo el Coronel William Percival.

Günter Gräwe abrazando al Coronel William Percival