En el año 818, los cordobeses del arrabal (del árabe, al-rabad, suburbio), situado en la margen izquierda del Guadalquivir, se echaron a las calles para protestar por el asesinato de un espadero del barrio a manos de un soldado de la guardia personal del emir. Parece ser que el soldado no quedó muy satisfecho por el trabajo del artesano y, tras una discusión, lo atravesó con su espada. Realmente, este incidente fue la gota que colmó el vaso tras años de menosprecio por ser considerados ciudadanos de segunda y varias subidas de impuestos decretadas por el emir de Córdoba, Al-Hakam I. La cosa fue a mayores y, cuando el emir llegó a Córdoba tras una jornada de caza, la protesta inicial estaba tomando tintes de rebelión. Y Al-Hakam, al que le gustaba arreglar las cosas tirando de alfanje -véase «Una noche toledana«-,  ordenó asaltar el barrio.  Durante 3 días las tropas del emir se emplearon a fondo: el barrio fue incendiado y arrasado, más de 3.000 cordobeses fueron asesinados -300 de ellos crucificados- y el resto de los habitantes, más de 20.000, tuvieron que huir de Córdoba -se llamó la matanza del arrabal-. La mayoría de ellos cruzaron el estrecho, unos se establecieron en la ciudad de Fez (en lo que hoy es Marruecos) donde fundaron un barrio al que se llamó Madinat al-Andalusiyyin, «la ciudad de los andalusíes o andaluces» y otros… esta es la aventura de los rabadíes cordobeses (habitantes del arrabal).

Otro importante contingente de exiliados viajaron hasta el Mediterráneo oriental y se establecieron en las proximidades de Alejandría, y allí supieron aprovechar las circunstancias. En 809, tras la muerte de Harún al-Rashid, el califa de la dinastía abasí de Bagdad, inmortalizado en la obra «Las mil y una noches«, las disputas entre sus descendientes por ocupar su puesto debilitaron el poder central de Bagdad y alentaron las revueltas sociales y políticas en diferentes puntos del califato. Y uno de ellos fue Alejandría. Cuando los rabadíes llegaron, se encontraron en medio de una disputa por la ciudad entre los abásidas y tribus bereberes norteafricanas. Supieron unirse al caballo ganador, los bereberes, y se hicieron con Alejandría. Poco a poco fueron ganando terreno y apartando del poder a los norteafricanos hasta hacerse con el control de la ciudad. Durante casi 10 años, Alejandría fue una especie de República independiente cordobesa en medio de un territorio controlado por los abásidas. Sabedores de que aquella situación era insostenible, en 827 aceptaron la propuesta del califa Al-Mamún, hijo de Harún al-Rashid y más dado a la negociación que a la guerra. Si les entregaban la ciudad, les permitiría abandonarla con todas sus pertenencias y les proporcionaría barcos. Además, les ofrecía un nuevo destino donde establecerse: la isla de Creta.

Harún al-Rashid

La isla de Creta no pertenecía al Califato abásida, sino al Imperio bizantino, su gran rival en el Mediterráneo oriental, pero Al-Mamún supo jugar sus cartas para que los rabadíes se apoderasen de ella. En una muestra más de su arte en el campo de la negociación, el califa influyó de forma determinante para desestabilizar al Imperio bizantino apoyando la rebelión de Tomás El Eslavo, un militar que contaba con el apoyo de parte ejército y que incluso fue coronado por el patriarca de Antioquía. Aunque Tomás fue derrotado finalmente por el emperador «oficial» Miguel II, la inestabilidad creada fue aprovechada por el contingente de rabadíes (40 barcos proporcionados por el califa y unas 10.000 personas) para tomar la isla sin muchos problemas. Y llegaron para quedarse.

Califato Abásida

Al frente de los cordobeses estaba Abú Hafs Umar al-Ballutí (el Bellotero), llamado así por ser natural de la comarca conocida como Fash al-Ballut (Llano de las Bellotas) -hoy, Los Pedroches (Córdoba)-. fundador de una dinastía cordobesa hereditaria que se mantuvo independiente hasta 961. Lógicamente, es imposible aguantar casi un siglo y medio en territorio ajeno sin organizarse. Los cordobeses fundaron Khandaq -posteriormente Candia y actualmente Heraklion-, una ciudad fortificada y rodeada por un foso, que hizo las veces de capital, y desde donde se gobernaba la isla.  Acuñaron su propia moneda, explotaron las minas, aclimataron a la isla cultivos que no le eran propios, como la caña de azúcar o el algodón, implantaron la cría del gusano de seda y la industria sedera, los artesanos dieron rienda suelta a su imaginación… fueron capaces de crear una civilización floreciente, en el terreno económico y en el cultural, a imagen y semejanza de su natal Córdoba andalusí. Una vez organizada la política interior, para detener el continuo acoso de los bizantinos y romper los intentos por dejarlos aislados, los rabadíes tomaron dos decisiones cruciales: armar una poderosa flota que les permitiese enfrentarse a los barcos imperiales -de hecho, se permitieron asaltar otras islas menores y controlar el tráfico marítimo de esta zona del Mediterráneo- y, no menos importante, mantener constantes intercambios comerciales y culturales con Bagdad, Alejandría y al-Ándalus.

Dada la imposibilidad de recuperar la isla por la fuerza, el emperador Teófilo llegó a enviar una embajada al emirato de Córdoba para que les parase los pies a aquellos piratas «paisanos» suyos. La respuesta de Abderramán II fue devolver la visita de cortesía, pero nada más. Tras derrotar, una y otra vez, a los bizantinos, el general Nicéforo Focas, futuro emperador Nicéforo II, se puso al frente de la mayor flota de toda la historia fletada por los bizantinos  para esta vez tomar, sí o sí, la isla. En 961, tras un asedio de 10 meses, caía Khandaq y, con ella, toda la isla, dando comienzo una encarnizada matanza, acompañada de saqueo y destrucción para borrar de la isla todo rastro de aquellos cordobeses. Prueba de ello son los trescientos navíos que partieron de Creta rumbo a Constantinopla cargados de arte y riquezas: alfombras, tejidos de seda e hilos de oro, armas de oro y plata, relieves en piedra, lámparas y puertas talladas en bronce… Curiosamente, las puertas cinceladas en bronce del monasterio de Lavra, en el Monte Athos, procedían del botín obtenido en Creta -fueron arrancarlas de mezquitas y palacios antes de su demolición-. Entre los pocos supervivientes, a la batalla y al posterior baño de sangre, estaba el emir Abd al-Aziz al-Qurtubí (el Cordobés) que, siglo y medio después, todavía seguía haciendo honor a su origen. El emir y su hijo Numa fueron llevados a Constantinopla para ser exhibidos  como trofeo durante la celebración del triunfo de Nicéforo. Dos años más tarde, gracias a su popularidad en el ejército y al apoyo de Teófano, la emperatriz viuda, fue coronado emperador como Nicéforo II.

Fuentes: Los andaluces fundadores del emirato de Creta – Carmen Panadero, La odisea de los rabadíes – Manuel Harazem