El día 11 de noviembre, después de ponerse el sol, estando contemplando el cielo, me di cuenta de la aparición de una nueva estrella, más brillante que las demás, situada casi directamente encima de mi cabeza. Como yo conocía, casi desde mi niñez, perfectamente las estrellas del cielo, sabía que nunca había habido en ese lugar estrella alguna, y menos de ese brillo tan intenso. Quedé tan extrañado que incluso dudé de mis sentidos. Pero cuando vi que otras personas señalaban hacia la nueva estrella me convencí de que realmente estaba allí.
Esta descripción de la aparición de una supernova en aquel cielo otoñal nos la brindó, allá por 1572, el astrónomo escandinavo Tycho Brahe a la edad de 26 años. Por aquel entonces, se seguía la concepción aristotélica de que el cielo era imperturbable, motivo por el que aquel hecho suponía tamaña sorpresa. Sin embargo, su pasión por el cosmos le llega bastante antes, cuando fue testigo del eclipse solar de 1560, momento en el que se declaró amante bandido de la astronomía.
Sobre Brahe podemos decir muchas cosas y, ciertamente, ninguna desdeñable. De origen noble, estudió en cinco universidades diferentes y en una de ellas encontró un compañero de lances que, al batirse en duelo tras una discusión matemática, le hizo perder parte de la nariz. Aquel detalle, ocurrido a sus 20 años, le confirió una seña de identidad perfectamente reconocible: su nariz metálica.
Federico II, rey de Dinamarca por aquel entonces, había logrado sobrevivir gracias a Joergen Brahe, tío de nuestro “Nariz plateada” y que había criado criado desde niño. El rey cayó al río desde un puente del castillo de Copenhague y Joergen no dudó en lanzarse al agua para salvarlo. Lamentablemente, días después fallecía por las secuelas del rescate. Aquel heroico acto, unido a la reputación que el sobrinísimo estaba cogiendo, hizo que el reino destinara un 5% de su presupuesto para completar su formación y continuar con sus observaciones astronómicas. Con esta generosa partida presupuestaria, Tycho construyó, cerca de Copenhage, el mejor observatorio de la época. En él trabajó durante 30 años, aproximadamente los mismos que habían pasado desde la muerte de Nicolás Copérnico. Entre ellos discrepaban respecto al sistema del universo, puesto que el astrónomo escandinavo defendía que el Sol giraba alrededor de la Tierra inmóvil y los demás planetas lo hacían alrededor del Sol -una transición entre el modelo geocéntrico de Ptolomeo y el heliocéntrico de Copérnico-.
Mientras contaba con la gracia del rey, en la misma isla que el observatorio poseía el bueno de Brahe un monumental castillo que dejó representado en alguno de sus libros. Allí, la extravagancia estaba a la orden del día. No se separaba del enano Jepp, a quien tenía como una suerte de oráculo al que consultarle sus decisiones. A pesar de esta aparente dependencia, el enano debía comer siempre en el suelo, no fuera a creerse de su misma condición social. Pero lo mejor siempre está por llegar, y si el enano resultó sorprendente, esperad a saber que era un alce lo que tenía por mascota. Además no era uno cualquiera, era un alce cervecero. Según el biógrafo de Brahe, durante una cena el animal subió las escaleras del castillo y borracho por la cantidad de cerveza ingerida, cayó y murió.
Cuando el sucesor de Federico, Christian IV, llegó al trono, Tycho Brahe ya no era bien recibido, por lo que se marchó a Praga, concretamente a la corte de Rodolfo II, donde fue nombrado Matemático Imperial. Este hecho levantó suspicacias en la corte danesa. Se comentaba que Tycho Brahe, buen amigo de Federico II, quizás pudiera haberlo sido también, y muy especialmente, de la reina, levantando la sospecha de que Christian IV fuera realmente hijo ilegítimo. No sabemos si esta posible aventura amorosa fue la verdadera razón de su exilio. Tampoco sabemos si son ciertas las voces que apuntan a ésta como la historia que inspirara a Shakespeare para escribir “La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca”, aunque hemos de reconocer que sus parecidos los tiene.
En Praga, como aprendiz, entró a trabajar con él un tal Johannes Kepler. Aunque trabajaban estrechamente, nuestro excéntrico y ligón astrónomo fue siempre receloso de dar más información que la estrictamente necesaria. Sin embargo, cuando nuestro protagonista murió Kepler se hizo rápidamente con todos sus trabajos y posesiones.
Confieso que cuando Tycho murió, rápidamente me aproveché de la ausencia o falta de circunspección de sus herederos tomando las observaciones conmigo o, quizás, usurpándolas – Johannes Kepler
Gracias a esos datos, Kepler pudo ir deduciendo las órbitas planetarias y formular sus tres leyes sobre el movimiento de los planetas en su órbita alrededor del Sol.
El capítulo final de Tycho Brahe estuvo a la altura de las circunstancias. Y es que si no dejaba comer a su enano en la misma mesa que sus invitados, mucho menos iba a hacer sus necesidades mayores cuando estaba de visita. Parece ser que aguantó estoicamente la imperiosa llamada de la naturaleza. Y parece ser también que ese retraso a la hora de evacuar, unido a las cantidades ingentes de cerveza que no solo consumía su querido alce, propiciaron que, tras once días sin traca, “Nariz plateada” encontrara su final.
Colaboración de Marta Rodríguez Cuervo de Martonimos
Fuentes: Tycho Brahe, Museo Virtual de la Ciencia, La corte extravagante de Rodolfo II. La escóbula de la brújula.
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Que historia tan interesante y entretenida para leer y aprender , muchas gracias Javier