No siempre una vida de perros ha sido sinónimo de penurias y sinsabores. Allá por el año 1690, Japón era un lugar excelente para haber nacido perro. Por decreto gubernamental, los canes, entre otros animales, debían ser tratados con deferencia y cortesía, so pena de severos castigos. A todo perro, desde el chucho callejero más pulgoso hasta la adorable mascota de la casa, se lo mimaba y reverenciaba hasta el delirio. No faltaba quien, con un punto de sorna, a la hora de llamarlos usaba pomposas fórmulas de cortesía, del estilo de “Su Honorable y Dignísima Señoría”, más propias de la corte imperial de Kyoto que de la perrera municipal. Cualquier cosa antes que incurrir en las iras del Shogun, el temible Tokugawa Tsunayoshi, que había puesto a estos animales bajo su directa protección.
Las malas lenguas decían que, en el Japón de finales del s. XVII y principios del XVIII, los perros vivían mejor que las personas. Y, aunque en verdad algo de razón no les faltaba, esa afirmación es más que exagerada. Ahora veremos por qué.
El imperio insular vivía tiempos de paz y prosperidad bajo el Shogunato Tokugawa. La población de Edo, la actual Tokyo, rondaba ya el millón de almas y era la capital de facto del país. Las penurias de la era de las guerras civiles eran un recuerdo lejano, y comenzaba a descollar una nueva y pujante cultura urbana, burguesa, moderna. Hasta que el quinto Shogun de la dinastía, Tsunayoshi, subió al trono. Lo cierto es que no entró con muy buen pie. En realidad, ni siquiera estaba destinado a gobernar. Había sido educado como un erudito, un sabio al estilo confuciano, y desde niño había permanecido ajeno a los usos marciales propios de la instrucción de un futuro Shogun. Pero hubo de asumir el cargo a la muerte de su hermano, y ahí empezaron las fricciones. Tsunayoshi jamás congenió con la ética del samurái, los ideales propios de su casta, lo que le granjeó no poca incomprensión y bastante mala prensa entre sus contemporáneos.
Se dice que Tsunayoshi, desesperado por la falta de descendencia que asegurase la sucesión del linaje, acudió en busca de consejo a cierto monje muy influyente en la corte. Probablemente la raíz del problema estaba más bien en las tendencias homosexuales del Shogun, que no ayudaban demasiado en el asunto de engendrar herederos, pero el monje dio con una explicación más esotérica. La falta de descendencia era un castigo divino por faltas cometidas en una vida anterior. Las pasadas encarnaciones de Tsunayoshi habían segado tantas vidas que le habían dejado el karma hecho unos zorros. Para expurgar tales pecados, debía mostrar compasión por los seres vivos que le rodeaban en esta vida presente. Y, ya que el Shogun había nacido en el año del perro, el monje le sugirió tomar a dicho animal bajo su protección.
Dicho y hecho. Los perros pasaron a ser considerados intocables en todo el país. Tanto samuráis como plebeyos estaban obligados a alimentar y dar cobijo a los perros callejeros. Se prohibía bajo pena de muerte cualquier tipo de maltrato, incluso verbal, infligido al animal. Se construyeron inmensas perreras a cargo de las arcas del estado para acoger a miles de canes vagabundos. Mientras el pueblo se moría de hambre, los chuchos vivían a cuerpo de rey mantenidos con el dinero de los impuestos. Si algún desgraciado cometía la osadía de intentar defenderse del ataque de un perro asilvestrado, acaba indefectiblemente en el cadalso. Día sí, día también, las ejecuciones se sucedían. Las infames “leyes sobre la compasión para con los seres vivos”, que promulgaban la inviolabilidad de perros y demás animales, habían sumido a Japón en un auténtico reino de terror. Nadie estaba a salvo del verdugo. O, al menos, eso dice la leyenda negra. Las crónicas nos presentan a Tsunayoshi como un hombre excéntrico y con tendencias sádicas. Frívolo, caprichoso y con un punto de demencia, nunca fue santo de la devoción de sus súbditos. Probablemente el amigo Tsunayoshi era un tipo con el que era mejor no discutir (la vena tiránica le venía de familia), de acuerdo, pero, si observamos con más detenimiento sus métodos de gobierno, descubriremos un soberano bastante más lúcido de como habitualmente se lo pinta.
Las leyes sobre la compasión, su legado más célebre, fueron derogadas casi en su totalidad tras su muerte, y han sido fuente de no poca chanza a lo largo de los siglos. De ahí le viene a Tsunayoshi el cruel sambenito de Inu-Kubo (el Shogun-Perro). Pero, aunque en su día le valieran el escarnio de sus paisanos, vistas con los ojos de ciudadanos del siglo XXI sus políticas no se antojan tan irrazonables.
En primer lugar, el objeto de esos famosos edictos no fueron solamente los perros, ni los animales en general. Tsunayoshi empezó su cruzada en pro de la compasión prohibiendo el abandono de seres vivos, empezando por bebés y ancianos, que no pocas veces eran abandonados a su suerte por sus familias para no tener que alimentarlos. Tampoco se olvidó de organizar un sistema asistencia social para vagabundos y mendigos, así como de regular el trato a los reclusos en las prisiones para hacerlo más humano. El objetivo era promover la compasión y la coexistencia armónica entre la sociedad de la época, todavía aferrada a costumbres y valores propios del medievo. La idea del Shogun era educar al pueblo y sacarlo de la barbarie, guiarlo hacia un modelo de vida más caritativo. Este empeño en inculcar a sus súbditos valores positivos y sacarlos del oscurantismo medieval, aun en contra de la voluntad de los propios súbditos, no es tan diferente de lo que, por esas mismas fechas, los ilustrados europeos empezaban a proponer en el otro lado del mundo. Lo malo, claro, era que los castigos para los infractores tampoco se quedaban cortos. Por muy vanguardistas que fueran sus políticas, Tsunayoshi era un hombre de su tiempo, y en el Japón feudal no se andaban con chiquitas a la hora de impartir justicia.
Con todo, algunos de los decretos de Tsunayoshi proponen cosas que hoy nos parecen tan sensatas como prohibir la mutilación de los tendones de las patas de los caballos (costumbre muy en boga en la época para hacerlos más rápidos), cargarlos más allá del peso que razonablemente pudieran soportar, o abandonarlos a su suerte cuando cayeran enfermos, otra práctica tristemente habitual. También se empeñó en regular la caza y pesca indiscriminadas, puso límite a la venta de animales muertos por enfermedad para el consumo humano, y obligó por ley a enterrar los cadáveres de perros y otros animales en vez de dejarlos pudrirse en las cunetas, como era la norma hasta entonces. Otro de sus grandes afanes fue censar a la población canina del país para así poder devolver prontamente a sus dueños a todo perro extraviado, pensando tal vez en acabar así con las jaurías de perros asilvestrados que pululaban por campos y ciudades. El mejor amigo del hombre preocupaba especialmente al Shogun, y por muy buenas razones. El abandono de perros, práctica abominable y cruel donde las haya (que para nuestra vergüenza aún abunda en nuestros días), era fuente de no pocos problemas en aquellos tiempos. Tener a decenas de miles de perros semisalvajes campando a sus anchas a lo largo y ancho del país no parece un panorama demasiado tranquilizador. Es tentador considerar a Tsunayoshi un ecologista avant la lettre, pero probablemente su obsesión con el bienestar animal tenía más que ver con mejorar la salud y la seguridad públicas en aldeas y núcleos urbanos.
Inflexible en la aplicación su piadosa agenda política, Tsunayoshi condenó duramente la violencia para con los animales, tanto domésticos como salvajes, y se esforzó en fomentar el cariño y la atención hacia ellos. Sí, hubo castigos severos para los casos de maltrato pero, según los registros, las sentencias no pasan de unas pocas decenas, cifra muy por debajo de esos cientos de ejecuciones sumarias que le atribuyen sus críticos más furibundos. Curiosamente, las penas se aplicaban de modo bastante igualitario: plebeyos, samuráis y monjes eran castigados de idéntica manera.
Aunque el éxito de estas leyes fue más bien tirando a escaso, el terco Shogun nunca se dio por vencido. Siguió erre que erre, intentando sacar a su pueblo de la burricie hasta su último aliento. Pero, por muy loables que fueran sus intenciones, los japoneses de la época no siempre pillaron el mensaje. Cada nuevo decreto les parecía más abracadabrante que el anterior. La mayoría nunca terminaron de ver claro por qué el gobierno los obligaba a atender a sus animales enfermos en vez de deshacerse de ellos, como habían hecho hasta entonces, o a cuidar de perros callejeros como si fueran de la familia.
Tsunayoshi fue un gran incomprendido. Lejos del monstruo demente que nos presenta la historiografía tradicional, era más bien un gobernante lúcido y avanzado a su tiempo, si bien su innegable punto excéntrico le valió la incomprensión y las burlas de quienes le rodeaban. Baste como ejemplo esta anécdota, seguramente apócrifa, pero que ilustra bien el sentir del momento. Cierto día de verano, dos campesinos cargaban a duras penas con el cadáver de un perro por las afueras de Edo. Por mandato del Shogun, se les había encomendado la tarea de enterrarlo. Tras varias horas de caminata, uno de los sufridos jornaleros ya no pudo más y empezó a echar sapos y culebras por la boca. Cuando a ellos les llegase la hora de palmar, decía, no habría nadie que se preocupara de darles un entierro digno, y en cambio ahí estaban, a pleno sol, cargando un maldito chucho para enterrarlo con todos los honores. Su compadre, con la retranca típica de los hijos de Edo, se limitó a responderle: «bueno, podría haber sido peor… imagínate que el Shogun hubiera nacido en el año del caballo, en vez de en el del perro«.
Colaboración de R. Ibarzabal
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Que gran cambio de la modernidad: ahora en China, hay una horrible matanza para comerlos…Sin duda: todo tiempo pasado fue mejor para canes.
Genial artículo! Como todos los de éste sitio. Saludos desde Sgo del Estero, Argentina.
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[…] >> extraído de: http://historiasdelahistoria.com/2015/05/14/las-leyes-adelantadas-a-su-tiempo-de-un-shogun-defensor-… […]
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