Ante el desarrollo de las armas de fuego y las escasas alternativas para avanzar ante su mayor alcance, la Primera Guerra Mundial se convirtió en una guerra de trincheras. Parejo al desarrollo de armas convencionales, en este conflicto bélico también lo hicieron las armas químicas (gas lacrimógeno, gas mostaza y fosgeno). La única alternativa ante aquellas nuevas formas de matar y, sobre todo, de provocar el caos y el miedo, era el uso de las máscaras antigás. Ante la imposibilidad de llevarlas puestas todo el tiempo, se investigó con varios animales para utilizarlos como “dispositivos de confirmación de gases tóxicos o agentes químicos” (igual que los pollos en la Guerra del Golfo), pero ninguno de ellos servía… hasta que intervino Paul Bartsch, profesor universitario y conservador del Museo Nacional de Historia Natural de EEUU.

Máscaras

Paralelamente a los trabajos e investigaciones que desarrollaba en la Universidad y en el Museo, Paul Bartsch seguía investigando en casa en otros campos no tan académicos pero igualmente fructíferos. Aunque la línea de investigación era otra, en uno de estos trabajos caseros que desarrollaba con babosas de jardín (Limax maximus), comprobó que reaccionaban ante el humo que emitía la caldera de su casa. Se centró en esta línea de trabajo y después de varios experimentos llegó a la conclusión de que las babosas eran el dispositivo que el ejército estaba buscando…

El ser humano es capaz de detectar el gas mostaza cuando la concentración de partículas en el aire de este gas es de una proporción 1/4.000.000, y suele ser demasiado tarde para ponerse la máscara. Sin embargo, las babosas detectan la presencia de este gas cuando la proporción gas/aire es de 1/12.000.000, dando un margen de tiempo más que suficiente para que los soldados se pongan las máscaras. Además de su extraordinario sentido del olfato para detectarlos, tienen la capacidad de cerrar su sistema respiratorio y proteger sus pulmones de los gases nocivos, por lo que pueden servir para más de un “uso”.

Cuando tuvo terminado su trabajo, lo puso en conocimiento del Ejército de los EEUU. Su probada eficacia y la tremenda facilidad para llevar el “dispositivo” -sólo necesitaban una caja de zapatos y una esponja húmeda- hicieron que durante cinco meses, desde junio de 1918 hasta el final de la guerra, las babosas pasaran a formar parte del equipo de campaña de los soldados estadounidenses.

Fuentes e imágenes: Smithsonian Institution Archives.