La carta enviada el 2 de agosto de 1939 por Albert Einstein al Presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt, alertándole de la posibilidad de que los alemanes pudiesen utilizar la energía liberada por la fisión nuclear para la producción de bombas, fue el comienzo de la carrera por construir una bomba atómica antes que los nazis. Con la participación de reputados científicos, como Robert Oppenheimer, John von Neumann, Enrico Fermi, Niels Böhr o Leó Szilárd, la ayuda de Gran Bretaña y Canadá, y la colaboración de varios centros de investigación se puso en marcha el Proyecto Manhattan. En octubre de 1941 Roosevelt autorizó el desarrollo del arma atómica. Y aunque Einstein no participó en el proyecto de forma directa, la revista Time en 1945 lo bautizó como «padre de la bomba nuclear«. Seguramente para la opinión pública el hecho de incluir a Einstein daba mayor legitimidad a aquel proyecto, pero para él la firma de aquella misiva fue un tormento durante toda su vida. De hecho, en marzo de 1945, intentando subsanar lo que él mismo consideró el gran error de su vida, el científico volvió a escribir a Roosevelt suplicándole que no se utilizase la bomba. Roosevelt falleció a los pocos días y nunca llegó a leer aquella segunda carta.

Señor:
Algunos trabajos recientes realizados por Enrico Fermi y L. Szilard, de los cuales he sido informado en manuscritos, me llevan a pensar que el elemento uranio pueda convertirse en una nueva e importante fuente de energía en el futuro inmediato. […] En el curso de los últimos cuatro meses ha surgido la probabilidad de que pudiéramos ser capaces de iniciar una reacción nuclear en cadena en una gran masa de uranio, por medio de la cual se generaría enormes cantidades de potencia y grandes cantidades de nuevos elementos similares al radio. […] Este nuevo fenómeno podría conducir también a la construcción de bombas. […] Los Estados Unidos solo cuentan con vetas de uranio muy pobres y en cantidades moderadas. Hay muy buenas vetas en Canadá y en la anterior Checoslovaquia, mientras que la fuente más importante de uranio está en el Congo belga.[…]

Sinceramente suyo,
Albert Einstein

Hay un pequeño detalle en la carta que durante mucho tiempo pasó inadvertido pero que supuso poner en el mapa a una pequeña población del Congo belga, hoy República Democrática del Congo, llamada Shinkolobwe. Cuando Einstein habla de «la fuente más importante de uranio está en el Congo belga» se refería a una mina de uranio situada en Shinkolobwe que fue descubierta, para desgracia de los nativos, en 1915 por el geólogo inglés Robert Rich Sharp. Además de concentrarse en aquella zona las mayores reservas conocidas, el mineral de Shinkolobwe contenía un 65% de uranio; por el contrario, el mineral canadiense, utilizado por los EEUU, o el checoslovaco, usado por los alemanes, no llegaba ni al 1%. Así que, era de vital importancia controlar el uranio del Congo, tanto para las necesidades del proyecto estadounidense como para evitar que cayese en manos de los alemanes que ya trabajaban en el Proyecto Uranio -nombre en clave del proyecto de energía nuclear desarrollado por la Wehrmacht para el empleo de ésta en la fabricación de la bomba atómica-.

Mina Shinkolobwe

Si todo lo que rodeó al Proyecto Manhattan era un secreto, lógicamente lo referente al uranio congoleño también lo iba a ser. En 1943, la Office of Strategic Services (OSS), el servicio de inteligencia de los EEUU durante la Segunda Guerra Mundial y precursora de la CIA, reclutó a varios agentes que trabajarían para asegurar que el uranio llegara a los Estados Unidos y no cayese en manos de la Alemania nazi. Ni siquiera estos agentes sabían para qué era el uranio. La situación en el Congo era complicada para operar en el terreno: por un lado, aunque la situación había mejorado de forma significativa desde que el rey Leopoldo II había renunciado a su «jardín privado», Bélgica continuó explotando sus riquezas y la administración del Congo siguió en manos de las mismas compañías concesionarias que explotaban los recursos naturales anteriormente -«El país maldito por su riqueza«-; y por otro, en mayo de 1940 los alemanes habían ocupado Bélgica. Ya sobre el terreno, los estadounidenses, que se hicieron pasar por contrabandistas de diamantes, se dieron cuenta que en aquel lugar, rico en recursos naturales, con algunos hombres de negocios pro-alemanes, otros dispuestos a vender al mejor postor y redes de contrabando distribuidas por todo el territorio -de hecho, ya existían rutas clandestinas establecidas desde el Congo hasta Alemania, aunque no se tenía constancia de que se hubiesen utilizado para llevar el uranio-, la única manera de asegurarse el suministro propio de uranio y, de esta forma, quitárselo a los alemanes, iba a ser llegar a un acuerdo con Union Miniere du Haut Katanga, la compañía belga que explotaba la mina. Y aquí es donde los EEUU tuvieron un golpe de suerte, ya que al frente de la compañía estaba el belga Edgar Sengier.

Edgar Sengier

En 1939 Edgar Sengier ya tuvo constancia, por los informes de científicos británicos, de la posibilidad de usar el uranio para la fabricación de bombas atómicas y de las catastróficas consecuencias de que el mineral extraído en Shinkolobwe cayese en manos de los nazis. Sengier comprendió que el uranio podría convertirse en un recurso crucial en aquella guerra. Así que, en septiembre de 1940 ordenó que la mitad de las reservas de uranio disponibles (alrededor de 1.250 toneladas) fueran enviadas en secreto a Nueva York. El mismo Sengier viajó hasta Nueva York para organizar el transporte y almacenaje, y durante más de dos años permaneció el uranio sellado en bidones de acero dentro de un almacén en Staten Island propiedad de Société Générale de Belgique, compañía que controlaba Union Miniere du Haut Katanga. Cuando el general Leslie Groves, el militar que supervisó el programa nuclear, se enteró de lo que contenía aquel almacén, ordenó comprar todo el uranio y a los agentes del Congo contactar con Sengier para negociar la venta en exclusividad de las reservas congoleñas. Una vez firmado el acuerdo, miembros del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos se desplazaron a la zona para mejorar las infraestructuras y facilitar el transporte del mineral. Hasta el final de la guerra, unas 30.000 toneladas de mineral de uranio fueron vendidas al Ejército de los EEUU.

En 1946, Edgar Sengier regresó a los Estados Unidos y fue condecorado con la Medalla al Mérito, la más alta condecoración civil de los Estados Unidos, por su contribución a la victoria aliada. Fue el primer civil no estadounidense en recibir esta distinción.

Fuentes e imágenes: Spies in the Congo, Fuel for the bomb, Congolese uranium, nazi Germany and race build bomb