Cierta noche de 1909 el público de Zaragoza asistió con el corazón en un puño a lo que, sin duda, era el combate del siglo o, al menos, de lo que se llevaba del recién estrenado siglo XX. En un lado del cuadrilátero, con 58 kg. de peso y 1,65 m. de estatura, Sadakazu Uenishi, alias «Raku«, maestro japonés de jiu-jitsu imbatido desde que pisara suelo europeo nueve años atrás. En el otro el retador, con más de 100 kg. y una estatura varias cabezas superior a la de su adversario, un coloso baturro conocido como Abadía el del Arrabal por sus paisanos. Un match por todo lo alto. Poco se imaginaba Raku, fino estilista experto en las letales artes del jiu-jitsu, que ese forzudo aragonés iba a ser la horma de su zapato. Aquel sería, según sus palabras, el combate más difícil de su vida.

Raku

Raku

Pero, ¿qué pintaba un japonés dándose de tortas con un maño en una carpa de circo delante de cientos de personas?  En realidad, en la Europa de principios del siglo XX los combates de exhibición a cargo de artistas marciales nipones eran algo habitual. Japón estaba muy de moda en los ambientes chic de la Belle Époque. Todo lo que viniera de allí suscitaba interés y admiración por su profunda carga de exotismo. Es lo que vino a llamarse el japonismo, un movimiento cultural que idealizaba e imitaba los motivos orientales. Su influencia puede verse de manera palpable, por ejemplo, en la pintura de los primeros impresionistas, como Degas o Renoir.

Pero el impacto de este japonismo que barrió la Europa de la época no se limitó a las bellas artes. También alcanzó al deporte, que por aquel entonces estaba empezando a cobrar la dimensión de espectáculo de masas que tiene hoy en día. Así, a la sombra del recién nacido boxeo, proliferaron también otros deportes de combate, y pronto empezaron a acudir del otro lado del mundo expertos en artes marciales dispuestos a demostrar al receptivo público europeo las bondades de sus métodos de lucha tradicionales. 

En las grandes capitales del Viejo Mundo surgieron como setas escuelas de judo, jiu-jitsu, karate… Y la mejor manera que tenían para promocionarse y captar alumnos era por medio de combates de exhibición. Las popularidad de estos espectáculos era tal que pronto se convirtió en cosa frecuente ver a maestros de tal o cual escuela haciendo giras por diversos países, para enseñar al mundo sus prodigiosas técnicas.

Uno de estos pioneros fue el Sadakazu Uenishi de nuestra historia. Nacido en una familia de maestros en artes marciales de rancio abolengo, había practicado varias de ellas en su niñez, hasta especializarse en jiu-jitsu. En 1900, con poco más de 20 años de edad, se plantó en Londres con su compañero Yukio Tani para trabajar como maestro instructor en el Bartitsu Club de la capital británica. El bartitsu puede considerarse como el abuelo de las MMA actuales (sistemas de artes marciales mixtas o mixed martial arts), pues era un curioso y caballeresco método de defensa personal que mezclaba técnicas orientales con estilos de lucha tradicional europeos. A los lectores de Sherlock Holmes les sonará el nombre, ya que el detective de Baker Street era un consumado experto en bartitsu.

Al poco de llegar a Londres, Uenishi decide adoptar el nombre artístico de Raku, mucho más fácil de recordar por sus nuevos alumnos, y por ese apelativo sería conocido a partir de entonces. Lo cierto es que Raku supo adaptarse de maravilla a la vida en Europa. Según podemos leer en las crónicas de la época, era todo un gentleman, amante del buen comer y el buen vestir, con don de gentes y una vida social de lo más ajetreada. Con el tiempo, Raku acabó dejando atrás el bartitsu y centrándose en la enseñanza del jiu-jitsu tradicional. Su fama no hacía sino crecer cada día. Abrió nuevas escuelas, empezó a hacer demostraciones por los países vecinos e incluso llegó a escribir un tratado de jiu-jitsu que, a la sazón, fue el primer libro sobre la materia publicado en Occidente.

Sus giras causaban verdadero furor. La rutina del show era sencilla, pero efectiva. Solía empezar con una demostración de defensa personal, para concienciar al público de lo útil que podía resultar el jiu-jitsu. Un ayudante se disfrazaba de atracador y Raku lo despachaba con una serie de llaves y proyecciones, mientras daba consejos prácticos para defenderse en situaciones apuradas. El punto álgido llegaba cuando Raku se embutía en su dogi (traje de lucha) y, tras hacer ejercicios de calentamiento rompiendo algún que otro ladrillo o similar, retaba a algún valiente del público a subirse al ring para luchar con él.

Al principio, la pinta de Raku, un tipo escuchimizado y vestido con una especie de pijama estrafalario, no impresionaba demasiado. Pero cuando empezaba a repartir estopa, las sonrisas y los chistes se trocaban en sonoras ovaciones. El maestro japonés sabía cómo meterse al respetable en el bolsillo con un par de movimientos. En el fondo aquellos combates de exhibición no estaban lejos de ser un espectáculo circense y, de hecho, no pocas veces le tocaba compartir escenario con prestidigitadores y numeritos de variedades. Pero al público le encantaba, y a Raku tampoco le disgustaba eso del show business.

Raku (en el centro) y su ayudante (sentado) antes de un combate de exhibición en Bilbao

Raku (en el centro) y su ayudante (sentado) antes de un combate de exhibición en Bilbao

Una de sus giras por Europa lo llevó a tierras españolas, lo que nos trae de nuevo al combate del siglo, la velada en Zaragoza con la que empezábamos estas líneas. La pelea de Raku contra el forzudo local Abadía fue un evento tan sonado que en la prensa de la época se hizo un profuso eco del match. La recompensa por derrotar a raku era de 500 pesetas, un buen pellizco para la España de la época. El propio Raku lo recordaba, meses después, en una entrevista para el periódico El Noroeste, en la que venía a decir que nunca antes en su vida había estado tan cerca de palmarla sobre el ring. El siguiente relato del combate está basado en sus palabras.

Abadía era un aldeano, pero tremendamente corpulento. Raku lo describe como una especie de oso con camisa, con manos que parecían zarpas de tigre. Nada más empezar el combate Abadía se abalanzó sobre él y lo agarró con intención de lanzarlo por los aires, pero el japonés respondió a la presa de igual manera y trabó también a su contrincante. Ambos rodaron sobre la lona y Raku quedó debajo del inmenso corpachón de Abadía. Por si los ciento y pico kilos de peso del coloso baturro no fueran suficientes, Raku tenía que esquivar como buenamente podía sus manotazos, auténticos obuses que iban directos contra su cara. La lucha en el suelo es la especialidad del jiu-jitsu, pero la mole descomunal de Abadía, una verdadera fuerza de la naturaleza, estaba poniendo a Raku en serios aprietos. Ni con todo el arsenal de trucos del jiu-jitsu podía quitarse al tozudo Abadía de encima. Cuando el respetable ya daba por vencedor a su paisano, Raku recurrió a una técnica nunca antes vista: presionó con dos dedos el cuello de su rival hasta que este, medio asfixiado, aflojó su presa y cayó desvanecido. Parecía cosa de magia. Raku, cuya masa corporal era prácticamente la mitad que la de su adversario, ganaba por KO fulminante. 

Las demostraciones de jiu-jitsu hacían furor en la Europa de la Belle Époque

Las demostraciones de jiu-jitsu hacían furor en la Europa de la Belle Époque

Los aficionados a los modernos torneos de MMA habrán adivinado que el japonés había empleado una shime waza, o sea, una llave de estrangulamiento. Oprimiendo la tráquea o las venas del cuello durante el tiempo suficiente se impide el paso de oxígeno y sangre al cerebro y se provoca el desmayo del oponente. Pero, por desgracia, el público de la época no terminaba de entender las sutilezas de las técnicas marciales orientales. Para los espectadores, era sencillamente imposible que Abadía se hubiera desmayado de repente de aquella manera, cuando tenía la pelea prácticamente ganada. Ahí había habido un tongo como una catedral. La cosa acabó como el rosario de la aurora, con una turba de espectadores enfurecidos queriendo poco menos que linchar al vencedor y el pobre Raku teniendo que salir del recinto escoltado por la policía, como un árbitro de Tercera Regional tras pitarle un penalty en contra al equipo local.

Después de aquello Raku regresó a Londres y, pocos años más tarde, acabó volviendo a su Japón natal. Ahí se le pierde definitivamente la pista, aunque todo parece indicar que falleció, por causas naturales, poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Pero, aunque suponemos que pasó sus últimos días alejado del mundo y los escenarios, difícilmente olvidaría el bueno de Raku su paso por España. Aquella noche en Zaragoza en la que un gigante maño con manos de tigre estuvo a punto de hacerle morder el polvo.

Colaboración de R. Ibarzabal, de Historias de Samuráis

Fuentes: Un maestro del jujutsu en Asturias. Raku en la prensa periódica de su tiempo (1909-1910), Ramón Vega, Revista Ecos de Asia