En septiembre del 46 a.C., las legiones romanas desfilaron por Roma para celebrar y festejar el triunfo de Julio César sobre el rebelde galo Vercingetorix. Al término de las celebraciones, Octavio y Lúculo, dos legionarios que habían luchado en las Galias junto a Julio César, se despedían para regresar a sus casas, pero en el último momento decidieron quedar el 17 de diciembre para celebrar juntos las Saturnales. Estas fiestas, en honor a Saturno, se prolongaban hasta el día 23 y se festejaba el fin de las labores agrícolas. La población se revolucionaba: el vino corría a raudales, la moral se relajaba y la frivolidad se extendía por Roma,  se invertían los papeles entre amos y esclavos, todos los miembros de la familia recibiesen un regalo…

La casa de Octavio, una villa en el campo, distaba poco más de una jornada en carro de Roma siguiendo la vía Apia. Cuando llevaba media jornada de camino tuvo un problema con el eje del carro pero tuvo la suerte de encontrarse cerca de una mutatio donde se lo arreglaron mientras él se refrescaba y echaba un bocado. Emprendió el camino, sin más percances, hasta que comenzó a oscurecer y decidió hacer noche en la última mansio antes de llegar a Roma. Llevó el caballo a los establos y, tras un baño reparador y una ligera cena, se fue a dormir. A la mañana siguiente madrugó para llegar temprano a Roma y aprovechar el día de marcha con su amigo Lúculo que vivía en Roma. Cuando se encontraron, se saludaron efusivamente y prepararon el plan…

La mañana comenzó con una visita a la familia de Lúculo,  y ya casi al mediodía, decidieron ir a las termas. Tras entrar al vestíbulo, y ser atendidos por los esclavos, pasaron al Caldarium (la piscina de agua caliente) donde se encontraron con otros compañeros de fatigas y charlaron animosamente compartiendo batallitas. Antes de pasar al Laconicum (la sauna), se refrescaron en la Patena (fuente de agua fría), y los esclavos les trajeron unas sandalias de madera para no quemarse los pies descalzos. Después de romper a sudar, pasaron al Frigidarium donde tomaron un baño de agua fría. Tras recibir un reparador masaje con aceite aromáticos salieron de las termas para dirigirse a comer.

Caldarium

Para comer decidieron ir a un Thermopolium que Lúculo frecuentaba. Tomaron asiento en una de las mesas y un esclavo les atendió ofreciéndoles varios guisos calientes que tenían en diferentes dolias (recipientes hondos de barro) en la barra. Octavio optó por una morena aderezada con liquamen, el mejor garum de Hispania, y Lúculo cochinillo asado con aceite de oliva y pimienta. Lógicamente, regado con unas jarras de vino templado.

Thermopolium

Desde allí salen hacia el Ludus Maximus, el Circo de Roma, un impresionante recinto de 600m de pista por 200m de ancho y que podía albergar a 150.000 espectadores. Tras varias carreras de bigas y trigas, carros de dos y tres caballos, llegó la guinda del pastel… la carrera de cuadrigas. Por amistad con Lúculo, Octavio animaba a los verdes por los que corría el lusitano Cayo Apuleyo Diocles, el mejor auriga de la historia. Tras varias vueltas de tanteo, y algún que otro accidente, se giró el séptimo pez del septem oba (marcador) que indicaba la última vuelta. Apuleyo arreó a su caballos y se pudo a la altura del auriga de los azules, que iba en cabeza, y tras el último giro sobre la spina (muro central) tomó la cabeza y consiguió el triunfo.

Carrera de cuadrigas

Tras la alegría por el triunfo de Apuleyo, se fueron a una Caupona donde en la barra del exterior tomaron un tentempié, un poco de queso y vino, para coger fuerzas. Mientras disfrutaban de refrigerio y comentaban las carreras, se acercó una copae (prostituta que frecuenta este tipo de establecimientos) pero rechazaron sus servicios porque tenían otros planes… terminar la noche en un lupanar, del que le había hablado a Lúculo.

Indicador fálico

Como no sabían dónde estaba exactamente, preguntaron y les indicaron que se encontraba en las callejuelas detrás de Decumanus maximus (calle principal que va de este a oeste) pero que no tenía pérdida si seguían los falos grabados en piedra cuya punta indicaba la dirección a seguir. Por el camino varias prostibulae, las que ejercían sin la licentia Stupri, les asaltaron por el camino pero volvieron a rechazarlas. Al final, llegaron ante un edificio de dos plantas en cuyo vestíbulo fueron recibidos por un enorme fresco de un Príapo superdotado. Rápidamente salió a recibirlos el leno (propietario) y les mostró los habitáculos disponibles sobre los que en un fresco se indicaba la especialidad… Octavio se quedó con una felatora y Lúculo solicitó los servicios de Escila, la profesional que había perdido una competición contra Valeria Mesalina – la mujer del emperador Claudio – para ver quién se podía acostar con más hombres en un solo día. El resto de la historia quedará en la intimidad.

Sirva este post como homenaje y agradecimiento a mi magister en el mundo de Roma… Gabriel Castelló.

Lógicamente, Octavio y Lúculo son fruto de mi imaginación pero las situaciones que se cuentan en esta historia son propias de las costumbres romanas aunque no en la misma época.