A mediados del siglo XIX la población europea se enfrentaba, acaso por primera vez, a los presagios de la teoría de Malthus que venía a decir que la producción de alimentos no aumentaría en la misma proporción que la población, lo que quería decir que, de hecho, habría a corto plazo graves problemas de abastecimiento de productos básicos. Los campos del Viejo Mundo estaban agotados después de décadas de sobreexplotación y erosión. Fueron los británicos, a partir de la década de 1840, los que descubrieron las magníficas propiedades fertilizantes del guano (excrementos de aves marinas) y en esa época comenzó la explotación a gran escala de tan preciado abono desde Perú. La “recolección” de este fertilizante, rico en nitrógeno, amoníaco, fosfatos y sales alcalinas, se hacía casi en exclusiva en las Islas Chincha (Perú). Esta zona del Pacífico está poblada de productores de guano (gaviotas, pelícanos…) que durante años se ha ido acumulando en la superficie insular (varios metros de espesor). Perú controlaba la producción e Inglaterra su comercio.

Chincha (Perú) – Las islas del guano

Como es de suponer, otras muchas islas del Pacífico eran también potenciales productoras del preciado fertilizante. En 1856, para reducir costes y no depender de la importación, el Congreso de los Estados Unidos aprobó la Guano Islands Act (Acta de Islas Guaneras), autorizando a ciudadanos de los Estados Unidos a tomar posesión de las islas con depósitos de guano:

Cuando cualquier ciudadano de los Estados Unidos descubra un depósito de guano sobre cualquier isla, roca, o cayo, no dentro de la jurisdicción legal de cualquier otro gobierno, y no ocupada por ciudadanos de cualquier otro gobierno, y tome posesión pacíficamente, y ocupe, ya sea, isla, roca o cayo, puede, según la discreción del presidente, ser considerado perteneciente a los Estados Unidos.

Más de cien depósitos de guano fueron reclamados como estadounidenses bajo esta ley. Hoy en día, varias de estas islas todavía siguen bajo dominio estadounidense. La respuesta de Perú e Inglaterra fue aumentar la producción de las islas Chincha e intentar acaparar el mercado. Para ello necesitaban contratar más mano de obra… y barata. Se enviaron barcos a China donde prometían a los humildes campesinos trabajos bien remunerados en las minas de oro. Cuando llegaban a Perú, eran enviados como ganado a las islas para trabajar en las minas de guano en condiciones precarias y peligrosas, propias de la esclavitud que, recordemos, los británicos habían abolido hacía unos años (inventaron la esclavitud laboral con cero derechos y todas las obligaciones). En 1875 había más de cien mil chinos en Perú. A causa de la alta mortandad de los trabajadores chinos (accidentes, enfermedades e incluso suicidios) y la disminución de nuevas remesas (comenzaron a llegar a China las noticias de las falsas ofertas de trabajo) tuvieron que buscar nuevas fuentes de mano de obra.

El 10 de mayo de 1869 la Central Pacific Railroad y la Union Pacific Railroad se encontraban en Promontory Summit (Utah) haciendo realidad el sueño de un gran ferrocarril transcontinental estadounidense, el proyecto de ingeniería más grande de la época, crucial para desarrollar el oeste americano y conectar a los Estados Unidos en toda su extensión.

El presidente Abraham Lincoln pudo ver más allá de las necesidades de un país en guerra (estaban en plena Guerra de Secesión) y plantear proyectos de futuro, así que el 1 de julio de 1862 firmó la Ley de Ferrocarriles del Pacífico, comprometiendo recursos federales para el ambicioso plan de construir una línea ferroviaria continua desde el Atlántico hasta el Pacífico. La contrata se concedió a dos empresas: la Union Pacific, que comenzaría en Omaha (Nebraska) e iría hacia el oeste, y a la Central Pacific, que construiría desde Sacramento (California) hacia el este. Una loca carrera por conseguir el mayor número de kilómetros de vía férrea por las dos compañías implicadas en su construcción. El resultado fue que la Central Pacific, partiendo desde Sacramento en enero de 1863, construyó 1.110 kms de vías, atravesando California y Nevada; mientras que la Union Pacific, lo hacía desde Omaha en diciembre de 1865, y construyó 1.749 kms, atravesando el río Missouri, y pasando por Nebraska, Colorado y Utah.

Al comienzo de la construcción, Central Pacific no tenía planes de contratar trabajadores chinos. Hasta el punto de que Leland Stanford, presidente de la compañía, que llegaría a ser gobernador de California apoyado por la plataforma anti-inmigrante china y, cosas de la vida, fundador de la prestigiosa Universidad de Stanford, los llamaba «escoria» y los consideraba una raza inferior. Al igual que había hecho la Union Pacific, intentaron contratar inmigrantes europeos, sobre todo irlandeses, pero en California la mano de obra «blanca» era escasa o prefería dedicarse a otros trabajos mejor pagados y menos peligrosos. De hecho, de los 5.000 puestos que se ofertaron en Sacramento solo se cubrieron unos cientos, por lo que tuvieron enfundársela y recurrir a los chinos. Contrataron a un grupo de 50 trabajadores chinos, entre los muchos que había desperdigados por California, para probar y, la verdad, es que fue todo un éxito, tanto como que entre 1865 y 1869 el 90% de los trabajadores del Central Pacific (entre 15.000 y 20.000) fueron chinos. Incluso se llegaron a fletar barcos desde China.  Nada raro si pensamos que eran disciplinados, su dedicación era plena, su productividad la más alta, no se emborrachaban ni se me metían en peleas y, además, cobraban menos que los europeos y trabajaban más horas. Vamos, un chollo. Tanto, tanto se abusó de ellos que, aunque parezca mentira, el 25 de junio de 1867 ¡¡¡5.000 chinos fueron a la huelga!!! Pedían la equiparación salarial con el resto de trabajadores, ya que los chinos cobraban 35 dólares al mes y 40 los blancos. Y por si esto no fuera suficiente motivo, que lo era, a lo blancos se les proporcionaba alojamiento y comida y los chinos tenían que pagárselo ellos. A pesar de que sus reivindicaciones eran más que justas y que la huelga fue «tranquila» («si hubiera habido esa cantidad de trabajadores blancos en huelga, habría sido imposible controlarlos»; informaban los medios locales), la Central Pacific no se planteó en ningún momento ceder ni negociar. Tras 8 días de pérdidas (recordemos que las concesionarias cobraban por kms de vía tendida), la compañía tomó una decisión drástica: se prohibió vender comida a los chinos, suministros e incluso proporcionarles medios para salir de allí.  O regresaban al trabajo o allí mismo morirían de hambre. Así estaban las cosas por allí. No les quedó más remedio que volver sin conseguir ninguna concesión. De alguna forma sirvió para contrarrestar la imagen de que los chinos eran dóciles y no lucharían por sus derechos, y seguro que en el futuro eso se tuvo en cuenta pero en este caso… nada de nada.

Estos menudos e incansables trabajadores fueron capaces de excavar 15 túneles a través de las graníticas montañas de Sierra Nevada acompañados de la peligrosa dinamita y la caprichosa nitroglicerina (con muertes diarias por accidentes); desmochar colinas con pico y pala para rellenar grietas y cañones; construir muros de contención… y cuando llegaron al desierto de Nevada y Utah, después de dejar atrás el frío y las nevadas, y donde todo parecía más fácil al ser llano, tuvieron que lidiar con el calor extremo,


Aunque los inmigrantes chinos ayudaron a construir una parte primordial de la economía estadounidense, sus esfuerzos no fueron reconocidos ni apreciados durante mucho tiempo. En cambio, poco después de la finalización del ferrocarril, el sentimiento anti-chino continuó creciendo en los Estados Unidos, acusándolos de competencia desleal porque aceptaban salarios más bajos (sin comentarios). La situación se agravó en la década de 1870 con la crisis económica que derivó en actos violentos en la costa oeste contra la comunidad china.  La presión social se tradujo en la aprobación de leyes que prohibían a los trabajadores chinos venir a Estados Unidos y limitaban los derechos de quienes ya estaban en el país. Incluso el Partido de los Trabajadores de California, organización laboral estadounidense fundada en 1877, lanzó la campaña «Chinese must go!» (¡Los chinos deben irse!), cuyo objetivo era «librar al país de la mano de obra barata china».

 

Dicen que la historia es la propaganda de los vencedores, pero ser olvidados formando parte del ejército vencedor es todavía más cruel. Esta es la historia de los 140.000 trabajadores chinos que fueron contratados por los Aliados en la Primera Guerra Mundial.

Los miles de bajas sufridas por franceses y británicos, especialmente en Somme y Verdún, durante los dos primeros años de la guerra, obligaron a los Aliados a retraer efectivos destinados en otros menesteres para cubrir las bajas en el frente de batalla. Esta solución dejó sin efectivos destinados a labores menos heroicas pero igualmente necesarias como la excavación de trincheras y letrinas, reparación de carreteras y vías férreas, carga y descarga de material… Así que, se contrataron trabajadores fuera de Francia e Inglaterra… concretamente en China. Como nación no beligerante, el gobierno chino no permitía contratar a sus ciudadanos para luchar pero sí como peones. Aunque los primeros en contratar a chinos fueron los franceses en 1916, el mayor número -unos 100.000- fue reclutado por el ejército británico creando los Chinese Labour Corps o CLC (Cuerpos de Trabajo Chinos).

CLC-Badge

Estos peones fueron reclutados de entre los campesinos de las zonas más pobres de China con la promesa de estar alejados de primera línea, de recibir un buen trato y un salario digno del que parte sería enviado a sus familias. Después de un largo y tortuoso viaje llegaban al frente occidental de Europa para trabajar durante 12 horas, los siete días de la semana, en condiciones penosas y sometidos a la estricta disciplina militar, sin ser militares. Sus condiciones de vida eran más parecidas a las de condenados a trabajos forzados que a trabajadores contratados: en sus horas de descanso debían permanecer recluidos en un campamento cercado, tenían prohibido confraternizar con el resto, eran identificados mediante un número, las cartas a sus familias debían entregarse abiertas para ser inspeccionadas… su única recompensa era un suministro abundante de cigarrillos.

 

Con el Armisticio de 1918 parecía que todo había terminado… pero no fue así. Más de la mitad de los trabajadores chinos -unos 80.000- permanecieron en Europa y fueron empleados en reconstruir las infraestructuras destruidas, rellenar las trincheras excavadas por ellos mismos, recuperar y enterrar los cuerpos de los soldados muertos todavía desperdigados en el campo de batalla en ocasiones plagado de minas -lo que les convirtió en detectores de minas humanos- y otras penalidades de este tipo. Según las fuentes francesas e inglesas, 2.000 trabajadores chinos murieron durante su servicio en Europa ya fuese como resultado directo de la guerra y, sobre todo, por la pandemia de la llamada gripe española; las fuentes chinas elevan este número hasta los 20.000. Se han identificado 40 cementerios repartidos por Francia y Bélgica en los que fueron enterrados sus cuerpos, siendo el más numeroso el de Noyelles-sur-Mer (Francia) en el que se han identificado más de 800 tumbas chinas. Excepto unos 5.000 chinos que decidieron quedarse en París, en 1920 todos los supervivientes habían regresado a casa.

Tumba CLC