Desde San Pedro, al que se considera el primero, hasta el actual Francisco, ha habido papas altos y bajos, gordos y flacos, optimistas y pesimistas, sencillos y complicados, precavidos e imprudentes, egoístas y solidarios, tristes y alegres…vamos, como en botica. Pero en este artículo, ya que trata de la historia criminal y sexual, me voy a centrar en los papas que estuvieron al frente de la Iglesia durante la segunda parte de la Edad Media, más o menos lo que ha dado en llamarse la Baja Edad Media. La verdad es que, echando un vistazo a los papas que ocuparon el trono de San Pedro durante esta época, cabría preguntarse si, cuando fueron elegidos, el Todopoderoso estaba mirando para otro lado o despistado con otras cuestiones, porque vaya tropa. De hecho, la propia curia era consciente de los personajes que habían calzado las sandalias del pescador, y a las pruebas me remito…

Mientras Napoleón Bonaparte y el cardenal Ercole Consalvi, Secretario de Estado del Papa Pío VI, estaban negociaban las bases de un nuevo concordato entre la Santa Sede y Francia, tuvieron un pequeño enfrentamiento dialéctico y el emperador llegó a decir ¡Voy a destruir su Iglesia! La respuesta del cardenal no tiene precio…

¡No podrá! Nosotros llevamos siglos intentándolo, y no hemos podido

Empezaremos por el papa Formoso I, que fue objeto de una farsa histórica orquestada por la ambición y la venganza de sus enemigos. Viendo los protagonistas que se nos vienen encima, a este buen hombre se le podía calificar como capaz y ecuánime. Precisamente estas cualidades, nada recomendables para la época, fueron las que le sirvieron para ganarse enemigos muy poderosos, como los Spoleto. Tras cinco años luchando contra viento y marea, falleció en 896 y fue enterrado en la antigua basílica construida sobre la tumba de San Pedro. Le sucedió Bonifacio, que murió a los 15 días de ser nombrado para el cargo. En mayo de 896, apoyado por Lamberto Spoleto, se nombró papa a Esteban VI, el gran enemigo de Formoso. Ahora tenía las manos libres para vengarse y desacreditar al pobre Formoso, pero ¿con qué argumentos y para qué? Además, si ya estaba muerto, ¿qué iba a conseguir? Pues agarraos que vienen curvas. Los papas no podían ser nombrados obispos de Roma (requisito imprescindible para posteriormente ser nombrado papa) siendo obispos de otra diócesis, caso que ocurrió con Formoso. Basándose en este «tecnicismo», Esteban y los Spoleto montaron el llamado “juicio del cadáver”, una pantomima de órdago a la grande. Lógicamente, todo el mundo pensó que el juicio sería en ausencia de reo, así que, imaginad la cara de sorpresa de todos los que participaron en aquella pantomima, cuando entraron y se encontraron el cuerpo exhumado sentado en un trono y vestido con los ornamentos papales. Impertérrito, escuchó las acusaciones y con una abogado de oficio que no pudo subir a su defendido al estrado, fue declarado culpable. Se declaró inválida su elección como papa y se anularon todos los actos y ordenaciones de su papado. A continuación se despojó al cadáver de sus vestiduras, se le arrancaron de la mano los tres dedos con que impartía las bendiciones papales y sus restos fueron arrojados al Tíber. ¿De verdad que hubo que montar todo este circo para vengarse de él? Pues no del todo, detrás de este juicio había una cuestión de legitimidad, porque, al igual que Formoso, Esteban también incumplía el dichoso tecnicismo. Al anularse todos los nombramientos de Formoso, entre ellos la ordenación de Esteban, la elección de éste ya era adecuada a los requisitos establecidos por la ley. Digamos que le sirvió para regularizar sus papeles, pero también para ganarse la enemistad del populacho que, unos meses más tarde, asalto sus aposentos y lo mató. ¿Y qué fue de los restos de Formoso? Pues que milagrosamente, o ese cuenta la leyenda, fueron encontrados y volvieron al lugar de donde nunca debieron salir, a la antigua basílica de San Pedro, donde volvieron a ser enterrados con todos los honores.

Y esto solo ha sido el entrante, así que, más vale que os apretéis los machos porque comenzamos con los platos principales.

En la historia del papado, al período comprendido entre el nombramiento de Sergio III en 904 y la muerte de Juan XII en 964 se le denomina Edad Oscura o también Pornocracia, tal y como recogió en sus Anales Eclesiásticos el cardenal e historiador del siglo XVI Cesare Baronio. Durante este período los papas estuvieron bajo la influencia de dos prostitutas: Teodora y Mazoria, madre e hija. Referente a estos años, Liutprando, obispo de Cremona, escribió:

Cazando en caballos con arreos de oro, tuvieron banquetes con las bailarinas cuando la caza había terminado, y se retiraron con estas putas desvergonzadas a las camas con sábanas de seda y cubiertas de oro y bordados.

Así estaban las cosas… Tras la muerte de León V, todavía con los Spoleto manejando los hilos y con el apoyo de su primo Teofilacto, senador y magister militum de Roma, se eligió nuevo papa a Sergio III. Como recompensa, Teofilacto fue nombrado cónsul, y su esposa Teodora, senatrix de Roma, un puesto honorífico pero revelador del papel de esta mujer. Teodora también apoyó al nuevo papa… pero desde la cama, donde le ayudaba a tomar las decisiones más importantes. Y no estaba sola en estos menesteres, porque, con apenas 15 años, y siguiendo los pasos de la madre, Mazoria también pasó por la cama del mismo papa, con el que incluso llegó a tener un hijo, al que pusieron de nombre Juan y que luego recuperaremos. Tras la muerte de Sergio III, Teodora fue determinante en la elección de los tres siguientes: Anastasio III (que estuvo dos años), Lando (murió después de 6 meses) y a Juan X en 914. Dos años más tarde fallecía Teodora y Mazoria tomaba el relevo en este papel de asesora personal.

Además de Juan, Mazoria tuvo otro hijo con su primer marido Alberico I, claro está de los Spoleto, al que pusieron Alberico II. A la muerte de su marido Alberico, Mazoria se casó con otra magnate de la zona, Guy de Toscana, y el papa Juan X pensó que, sin los Spoleto por el medio, podría, por fin, manejar los hilos y prescindió de los servicios de asesoramiento y coaching, por llamarlo de alguna forma, de Mazoria. Craso error. Cuando el señor de la Toscana llegó a casa y encontró a su esposa llorando desconsolada porque la habían despedido, y sin finiquito, ordenó apresar al papa, lo encerró y al poco tiempo falleció en extrañas circunstancias. Restituida en su puesto de trabajo, la asesora influyó, al igual que se madre, en la elección de los siguientes papas: León VI (apenas 7 meses), Esteban VII (928-931) y a Juan XI (931-935), que no era otro que el hijo que había tenido con Sergio III. El hijo, agradecido por aquel honor, le otorgó el título de Senatrix Patricia Romanorum, que no sé exactamente cuales eran sus funciones pero el título impresiona. Tras el fallecimiento de su segundo marido, Mazoria intentó seguir ganando poder casándose con Hugo de Arlés, el rey de Italia, pero había un problema: su hijo Alberico II, hermanastro por parte de madre del nuevo papa, se oponía a aquella boda. Y no solo eso, sino que lideró una revuelta popular que expulsó de Roma a Hugo de Arlés, encerró al papa y recluyó a su madre en un convento, donde murió en 936.

El hijo asumió el papel de la madre y de la abuela y continuó eligiendo papas. Tras la muerte de su hermanastro Juan XI, se eligió a León VII, un papa que ha pasado a la posteridad no por las cuestiones eclesiásticas, sino por su muerte. Aún a día de hoy, es todo un misterio que genera controversias. León VII era un hombre sexualmente activo que tenía numerosas mujeres a su disposición, y una de las hipótesis de su muerte es que el pontífice murió de un ataque al corazón mientras mantenía relaciones sexuales con una de sus amantes. Ahí queda eso. Alberico, tras esta muerte por sobreesfuerzo, siguió a los suyo, hasta nombrar papa en 955 a su propio hijo Juan, y por tanto nieto de Mazoria y bisnieto de Teodora. Juan XII, llamado el Papa Fornicario, ocupó el trono de San Pedro hasta 964.

¿Sabéis por qué se llamó a Juan XII el Papa Fornicario? Os cuento. Fue elegido con apenas 18 años, y desde el comienzo de su pontificado tuvo una relación de amor-odio con el emperador Otón I. El emperador, harto de sus vaivenes, se plantó en Roma conminándole a que dejase de jugar con él y a que modificase su conducta licenciosa y depravada. Y como suelen hacer los cobardes… huyó. Ante aquella situación, Otón I convocó un sínodo para juzgar en ausencia al papa por las acusaciones de adulterio, asesinato, perjurio y simonía (compra o venta de cargos eclesiásticos, sacramentos, reliquias, etc). El Papa contestó con una misiva en la que decía:

Yo, como Papa, sólo estoy sometido al juicio de Dios. Excomulgo a todos los presentes… [qué socorrido ha sido esto de la excomunión a lo largo de la historia]

El caso es que fue condenado por todos los cargos y se decidió nombrar nuevo papa a León VIII. Incomprensiblemente, Juan tenía todavía muchos apoyos dentro de Roma y, un año más tarde, consiguió regresar triunfante. Roma recuperaba a su mayor exponente de la lujuria y, ahora, de la venganza, porque venía dispuesto a todo. Excomulgó a León VIII, y a los asistentes al sínodo les cortó las manos, las orejas y la nariz. Lamentablemente, para él, en 964 cometió un error: se acostó con una mujer casada. Y sí, esta vez también recurrió a la amenaza de la excomunión si no accedía. Cuando el papa estaba pecando contra el sexto mandamiento, entró el marido. Éste, sin tener en cuenta quién estaba sobre su mujer (porque los papas eran partidarios de la postura del misionero), la emprendió a golpes con el papa. Tal fue la paliza, que el papa falleció a los tres días por las heridas sufridas. Dicen que todavía está deambulando por el Purgatorio y que ha montado un salón de masajes.

Dejaremos esta época criminal, al más puro estilo El Padrino, y viajaremos hasta el papado de Lucio II. Escribió Quevedo…

una sola piedra puede desmoronar un edificio

y la piedra que nos ocupa, que se lanzó con muy mala leche, desmoronó la Iglesia y descalabró a su cabeza visible, el papa Lucio II, que, por cierto, no duró en el cargo ni un año (del 12 de marzo de 1144 al 15 de febrero de 1145). Como en demasiadas ocasiones ha ocurrido a lo largo de la historia, los papas se han visto involucrados en luchas de poder contra reyes y emperadores -del estilo a ver quién mea más lejos-. En esta ocasión, los protagonistas de las desavenencias fueron Lucio II y Roger II de Sicilia. El Papa, un poco «crecidito» tras su nombramiento, le recordó al rey sus obligaciones como vasallo de la autoridad pontificia. El rey no estaba por la labor y, mientras armaba un ejército, le dijo: «tranquilito y relájate». Lucio, al ver lo que se le venía encima, reculó y se vio obligado a firmar una tregua en términos dictados por el rey. No había ganado nada, pero tampoco había perdido nada… o eso pensaba. El pueblo estaba harto de estas disputas y preparó una revolución creando la llamada Comuna de Roma, al estilo de la Antigua República, con su Senado y todo. La cosa se ponía fea. Los nobles y el papa, antes enfrentados, se unieron para velar por sus intereses y las calles de Roma se convirtieron en una batalla campal entre partidarios de unos y otros. Un pequeño ejército, con el papa a la cabeza, se dirigió al Capitolio donde los republicanos se habían hecho fuertes. Consiguieron rechazar la ofensiva papal y, además, Lucio recibió una pedrada que le abrió la cabeza y de la que ya no pudo reponerse. Nunca se encontró al culpable.

Al culpable que sí tenemos localizado fue al que pronunció esta frase…

Matadlos a todos, el Señor sabrá reconocer a los suyos.

Dicen, y dicen bien, que somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestros palabras, pues el legado papal Arnau Amalric ha sido, es y será esclavo de esta sentencia, propia de un miserable.

Viendo que los pastores de la Iglesia habían perdido el norte y, lógicamente, sus rebaños se habían desviado de la senda del Señor, se extendió por Lombardía, por algunos zonas de los Pirineos y, sobre todo, en el Languedoc francés, una corriente filosófico-religiosa, calificada por la Iglesia como herética, que predicaba la vuelta a la sencillez de las primitivas comunidades cristianas… eran los llamados cátaros (del griego «katharos» que significa puros), también los llamaron albigenses (por la ciudad de Albi) e incluso “los hombres buenos”. Para ellos existían dos principios básicos: el Bien (un mundo espiritual creado por Dios) y el Mal (el mundo material creado por Satán). Sólo mediante la austeridad, la piedad y la virtud se podía alcanzar la perfección y la unión con Dios, y en el caso de no haber alcanzado esa perfección, cuando muriesen su alma migraría a otro ser: hombre, mujer o animal. Su único sacramento era el Consolamentum, realizado a través de la imposición de manos y que equivaldría al bautismo y a la extremaunción. Además, negaban la autoridad del papa e incluso la divinidad de Cristo. Lógicamente, con todos estos argumentos era normal que la Iglesia los declarase herejes. Al principio, la contienda se dirimió en debates públicos entre el dominico Domingo de Guzmán y los cátaros, pero ellos seguían erre que erre. Hasta que todo cambió a partir de 1208.

El papa Inocencio III llamó a cruzada contra los herejes cátaros, con la promesa de castillos y tierras conquistados como botín. El rey de Francia apoyó la cruzada desde el principio, ya que esperaba apoderarse de los territorios de la Corona de Aragón en suelo francés. Encabezaban el poderoso ejército cruzado Simón de Montfort y el legado papal Arnau Amalric y, frente a ellos y en defensa de los cátaros, los nobles de los territorios y ciudades donde esta corriente había arraigado, muchos de ellos vasallos o aliados de la Corona de Aragón -como os decía, detalle muy importante para el rey francés-. En julio de 1209, una de esas ciudades, Beziers, fue donde se escuchó la miserable cita que pronunció el legado. El ejército cruzado sitió la ciudad y Arnau Amalric ofreció un ultimátum: si entregaban a los cátaros, no tomarían la ciudad -pero entenderéis que es difícil creer a una hiena cuando tiene los colmillos ensangrentados-.

Los habitantes de la ciudad se negaron y los cruzados la asaltaron: incendios, destrucción, pillaje y el asesinato de todos los que se cruzaban en el camino de los guerreros de la Iglesia. Ante aquella masacre indiscriminada, Simón de Montfort preguntó al legado papal:

¿Cómo distinguimos a los herejes del resto?
Y aquí es donde Arnau contestó: “Matadlos a todos, el Señor sabrá reconocer a los suyos”.

La carta que envió Arnau Amalric al Papa es fiel reflejo de lo que allí ocurrió:

Hoy, su Santidad, veinte mil ciudadanos fueron pasados a espada sin importar sexo ni edad, y, después de la masacre de los enemigos, toda la ciudad fue saqueada y quemada. La venganza divina ha hecho maravillas.

Y la crónica de uno de los cruzados que intervino en la matanza, decía así:

Se me ordenó entrar y destruir al enemigo. Ese era mi trabajo en ese día y esa era mi misión. No pararme a pensar si eran hombres, mujeres o niños. Todos eran lo mismo, enemigos de la Iglesia.

Y si aquello fue una auténtica carnicería, no lo fue menos lo ocurrido en Cesena por orden de otro papa, Clemente VII. En 1378, los cardenales franceses que no estaban de acuerdo con la elección de Urbano VI, se reunieron en Agnani, proclamaron papa, antipapa en este caso, a Clemente VII, Roberto para los amigos y “el carnicero de Cesena” para la historia. Un pequeño inciso para aclarar lo de “antipapa”. En ocasiones, ya fuese por oposición al nombramiento de un pontífice o bien en periodos de sede vacante, un grupo de obispos se reunía y nombraba a su propio pontífice, y a estos papas la Iglesia los considera antipapas. El título de antipapa implica únicamente que no ha sido elegido legítimamente.

Como Roberto no era el hijo mayor del conde de Ginebra, encaminó sus pasos hacia el mundo espiritual, en el que tuvo una carrera meteórica: a los 19 años obispo y a los 29 cardenal de Génova. Se trasladó a Roma y actuó como legado papal de Gregorio XI. En 1377, la ciudad de Cesena se resistía a seguir los designios del Señor -se quería desligar de los Estados Pontificios- y el Papa envió a Roberto con un grupo de mercenarios para dialogar. Las habitantes de Cesena, sabiendo de las intenciones de aquel ejército, cerraron las puertas y se hicieron fuertes tras las murallas. Roberto sabía que no tenía el número de hombres suficiente ,ni las armas de asedio necesarias para poder entrar por la fuerza. Así que, utilizó su condición de legado papal, un hombre de Dios, y logró convencerlos para que abriesen y de que estaba dispuesto a escuchar sus reivindicaciones. Una vez dentro, ordenó cerrar las puertas tras él y comenzó la masacre. Durante tres días y tres noches, los mercenarios se emplearon a fondo: saquearon la ciudad, prendieron fuego a varios edificios en los que se habían refugiado familias enteras y unos cinco mil civiles fueron pasados a cuchillo. Y aquí Roberto -que, ironías de la vida, eligió el nombre de Clemente cuando fue nombrado papa al año siguiente- se ganó con creces su apodo: el carnicero de Cesena.

Y del carnicero, al pirata. Sí, sí, de los que asaltaban barcos, porque Baltassare Cossa, a excepción del parche en el ojo y la pato de palo, era un auténtico pirata. Nacido en una isla del Tirreno, en el seno de una familia noble venida a menos, se decantó por la carrera militar, pero aquello era muy peligroso y los beneficios escasos. Así que, aprovechando los conocimientos adquiridos, se unió a sus dos hermanos mayores en la práctica del noble arte de la piratería, que les proporcionó pingües beneficios. Se hicieron con una pequeña flota y durante un tiempo estuvieron surcando el Tirreno y asaltando a diestro y siniestro. Las cosas se torcieron cuando sus hermanos fueron capturados y condenados a muerte acusados de piratería. Baltassare decidió no seguir tentando a la suerte y abandonó el mar para buscar, ya en tierra firme, un trabajo acorde a sus características: se matriculó en la Universidad de Derecho de Bolonia. Aún así, él pensaba que estaba destinado a logros más importantes. Utilizando el dinero obtenido de la piratería y los contactos en los bajos fondos de la ciudad para eliminar obstáculos e intimidar a sus rivales, consiguió que Bonifacio IX lo nombrase cardenal en 1402. Y si te sabes mover en esos ambientes lúgubres y siniestros, también sabes hacerlo entre capelos. Aprovechó el Cisma de Occidente, también conocido como Cisma de Aviñón, cuando los papas de Roma y de Aviñón se disputaban la autoridad de la Iglesia, y se posicionó. En 1410 fue nombrado papa como Juan XXIII, antipapa para la Iglesia.

Y para hablar del siguiente protagonista de esta historia criminal del papado, vamos a recuperar a Formoso, su nombre, porque sus restos vete tú a saber realmente dónde fueron a parar. El nombre de Formoso proviene del latín formosus y, como es fácil intuir, significa hermoso, de bella figura… y eso es lo que veía Pietro Barbo cuando se miraba al espejo por las mañanas. Aunque dicen que para gustos los colores, creo que habrá una gran mayoría que aceptaremos a George Clooney como el referente de un hombre guapo o hermoso. Pues Pietro Barbo se debía considerar el George Clooney de la época. Precisamente, una época en la que los desórdenes y el pillaje se extendían por toda Roma. Tal y como estaban las cosas, en el cónclave de 1464, los cardenales pensaron que no era cuestión de demorar la elección y en la primera votación se eligió a nuestro amigo Pietro Barbo. Éste, que como os decía se consideraba un verdadero Adonis, decidió elegir como nombre pontificio el de Formoso II. Menos mal que los cardenales, con buen criterio, lo convencieron para que no eligiese aquel nombre que sonaba demasiado vanidoso y el pueblo no estaba para chistes de mal gusto. Al final, tomó el nombre de Pablo II. A este nuevo papa le gustaba vestirse con ropas suntuosas y muy coloridas, adornó la tiara papal con piedras preciosas –era muy coqueto y, la verdad, dicen que con muy buen gusto- e incluso redecoró sus aposentos con las nuevas tendencias llegadas de Oriente. Aquellas muestras de exceso, caldearon los ánimos y, para suavizar la tensión y desviar la atención, dio un golpe de efecto convirtiendo los Carnavales en una fiesta multitudinaria y con nuevos espectáculos, como las carreras de asnos, de cojos, de jorobados… y de judíos. Pan y circo… pero sin pan.

Por otra parte, hizo algunos ajustes de la ingente cantidad de asalariados que tenía bajo sus órdenes, una especie de Expediente de Regulación de Empleo eclesiástico, que le supuso ganarse algunos enemigos dentro de la Iglesia. Seguro que, alguno de los que tuvo que hacer cola en la Oficina del paro, fue el responsable de hacer correr el rumor de que murió al sufrir un infarto mientras era sodomizado por su amante. Otras versiones hablan de que murió de una indigestión… Otra muerte más en, digamos, extrañas circunstancias.

Y ya terminando la Edad Media y comenzando el llamado Renacimiento, tenemos a Alejandro VI, un papado versión Sálvame.

Familia Borgia

En el año 1492 la Península Ibérica acaparó todos los titulares de los noticiarios internacionales: descubrimiento de América para la vieja Europa (porque los que estaban allí ya la conocían hacía tiempo), la expulsión de los judíos, la conquista del reino nazarí de Granada… y el nombramiento de Rodrigo de Borja como el papa Alejandro VI. La familia Borja, o Borgia como se les llamó en Italia, era originaria de Valencia y llegó a los Estados Pontificios de la mano de Alfonso de Borja, el que más tarde sería Calixto III. Ya nombrado papa, repitió lo que se hacía habitualmente por estos lares: rodearse de los suyos. Nombró cardenal a su sobrino Rodrigo y le facilitó los contactos entre la curia romana para ir posicionándose. Si, además, sabes moverte en estos terrenos pantanosos, tienes mucho ganado. Y llegamos al cónclave de 1492, cuando Rodrigo sería elegido papa, donde tenía dos rivales italianos muy poderosos: los della Rovere y los Sforza de Milán. Aquí es donde comenzó a despuntar como un gran inversor, porque uno a uno fue comprando a los cardenales o mercadeando con la mano de su hija Lucrecia, de la que luego hablaremos con más profundidad, hasta que consiguió el número de votos necesario. Nada nuevo en un cónclave, pero todo muy calculado. Si os dais cuenta, estamos hablando de la hija de un papa. Al contrario que otros muchos papas, que también tuvieron hijos y amantes, Alejandro VI convivió con su amante Vannozza Cattanei y reconoció a los cuatros hijos que le dio: Juan, César, Lucrecia y Jofre. Así que, podríamos decir que, en este aspecto, fue el más honesto o el que lo vivió con más naturalidad. Sus primeras decisiones al ocupar del trono de San Pedro fueron nombrar cardenal a su hijo César y entregar a su hija Lucrecia a Giovanni Sforza -uno de sus compromisos adquiridos si conseguía ceñirse la tiara-. Os decía lo de inversor, porque conseguido el objetivo comenzó a recuperar todo lo invertido y a poner a cada uno en sitio. Y la verdad es que tuvo que emplearse a fondo, porque sin linaje propio en tierras italianas, lo que suponía no contar con el apoyo de tierras y castillos, y después de que un papa hispano les hubiese mojado la oreja a las familias italianas más poderosas, lo tenía bastante difícil. Así que, no dudó en crearse su propio clan, su propia familia, al más puro estilo Cosa Nostra. Se cuenta que en Roma comenzó a utilizarse con demasiada frecuencia un complejo alimenticio llamado cantarella (un veneno inodoro, incoloro e insípido que se presentaba como un polvo blanco similar al azúcar y provocaba la muerte en 24 horas). Sea como fuere, el caso es que los territorios controlados por el Pontífice se fueron ampliando, e incluso el rey de Francia, siempre dispuesto a intervenir y más cuando se trataba de un papa español, tuvo que salir con el rabo entre las piernas de Italia. Con enemigos de ese calado, es normal que te conviertas en la diana de toda la rumorología y que si hiciese popular el dicho “El pontificado de Alejandro VI fue de sangre y sexo”.

No seré yo el que ponga la mano en el fuego por Alejandro VI, pero siempre me he preguntado qué tiene de especial este papa para ser tratado con tanta inquina cuando no hizo nada, y digo nada, que no se hubiese hecho antes y que después repitiesen otros: simonía, nepotismo, matrimonios de conveniencia, hijos, amantes… Y la respuesta es tan fácil como que la leyenda negra de los Borgia nació de sus enemigos espirituales, los familias italianas de los Sforza y los della Rovere, y sus enemigos políticos, los franceses. De hecho, los primeros referentes literarios de consideración nacen en Francia: Lucrecia Borgia, escrito por Víctor Hugo en 1833, y Los Borgias, de Alejandro Dumas, publicado en 1839. Está claro que, a lo largo de la historia, otros han sabido venderse mejor y, además, han tenido el arte de crear leyendas negras relativas a nuestro pasado que, de alguna forma, conseguían desviar el objetivo de sus propias miserias y crueldades. Aun así, y para que no se me tache de patrioterismo barato, os voy a contar cómo se las gastaba nuestro paisano, que santo, lo que se dice santo, no era.

Los reyes a lo largo de la Historia, y también algunos papas, han utilizado los matrimonios de sus hijos para afianzar alianzas y establecer pactos, pero el caso de Lucrecia Borgia, la hija de Alejandro VI, fue un caso excepcional de estrategia política. Algo así como la falsa moneda, que de mano en mano va y ninguno se la queda.

Siendo cardenal, Rodrigo Borgia pactó la boda de Lucrecia, de 10 años, con un aragonés de la casa de los Condes de Oliva. En 1492, cuando fue nombrado papa, decidió que aquel matrimonio ya no interesaba a la familia y, alegando que no se había consumado, lo rompió. Según lo pactado en las negociaciones previas a la fumata blanca, Alejandro VI y César Borgia, que ya empezaba a tomar decisiones junto a su padre, desposaron a Lucrecia, de 13 años, con Giovanni Sforza de 26 años. Esta boda les proporcionaba un poderoso aliado, ya que, desde Milán, los Sforza controlaban el Norte de Italia. Esta unión, al contrario de lo que pensaba el papa, no impidió que los Sforza tonteasen con Francia, uno de los enemigos de Alejandro VI, y cuatro años más tarde, se decidió romper aquella unión acusando a Giovanni Sforza de impotente y homosexual. Se anuló el matrimonio y la familia milanesa juró odio eterno a los Borgia -como veréis, los valencianos hacían amigos allá por donde iban-. Como era de esperar, los Sforza iniciaron una campaña de desprestigio contra el papa y contra su hija. De hecho, se hizo correr el rumor de que Lucrecia se acostaba con su padre y con su hermano César. Lucrecia, humillada, se retiró a un convento donde, por arte de birlibirloque, aparece un bebé. No podía ser hijo de Giovanni Sforza porque lo habían acusado de impotente, entonces ¿quién era el padre? Solo os diré que en el Tíber apareció flotando el cuerpo de un tal Perotto, un criado de los Borgia. Y para acallar las habladurías, el papa asumió su paternidad y sacó a su hija de esta partida confesando que era fruto de su relación con otra amante llamada Giulia, de quien se decía que era “la más amable de contemplar”

En 1500, Alejandro echó la vista al Sur para buscar un nuevo aliado. Esta vez, en la figura de Alfonso de Aragón, hijo del rey de Nápoles. Se cuenta que, en esta ocasión, Lucrecia sí estaba enamorada y, a pesar de todo, cuando Alfonso comenzó a molestar para la intereses familiares, unos sicarios acabaron con él. Los mentideros de la época dijeron que César había ordenado la muerte de su cuñado por celos, porque estaba enamorado de su hermana. También los Borgia vieron cómo uno de sus miembros aparecía muerto en el Tíber, en este caso el hermano mayor Juan. ¿Y Lucrecia? Triste, enfadada y rabiosa con los suyos, volvió a retirase de la vida pública… hasta que su padre volvió a necesitarla. A pesar de que sabía lo que estaban haciendo con ella, su padre tenía sobre ella un poder, casi hipnótico, que le hacía regresar una y otra vez a cumplir los designios pontificios. Esta vez, el elegido fue Alfonso d’Este, hijo del duque de Ferrara, otra de las poderosas familias italianas. Y será el último, pero sólo porque en 1502 moría el papa. A pesar de la pesada mochila de su pasado y de los sapos y culebras que tuvo que tragar, ahora alejada de las garras de su familia, pudo ser ella misma y se ganó el afecto de sus súbditos. Fomentó las artes y la letras, se rodeó de los mayores artistas e intelectuales de la época y se convirtió en la gran embajadora de Ferrara…

me atrevería a decir que ni antes ni ahora se puede encontrar una princesa más triunfante, pues es bella, buena, dulce y amable hacia todo el mundo.

Esto escribió el humanista francés Pierre Bayard, al frente de una embajada que envió el rey francés Luis XII a Ferrara.

Al poco tiempo, moría Lucrecia con apenas 39 años tras dar a luz a su décimo hijo. Una vida desdichada de, según dicen, la mujer más bella de Italia, que fue utilizada como moneda de cambio, peón de las intrigas palaciegas y a la que persigue la leyenda negra. Menos mal, que el tiempo pone a cada uno en su sitio y, en los últimos tiempos, se ha empezado a hacer justicia con Lucrecia y a contar su verdadera historia. Darío Fo, premio Nobel y autor de la novela La hija del Papa, sentenció:

Fue una mujer espléndida, culta, gentil, delicada y casi tímida. Y también valiente y fuerte. Pero esa Lucrecia Borgia no vende. Se vende muchísimo mejor pintarla como una gigantesca puta.

Y según el escritor y antropólogo Joan Francesc Mira..

La verdad histórica ha sido restaurada, pero la leyenda morbosa de sangre y sexo sobre Lucrecia se mantiene, alimentada por numerosos libros y series de TV que le atribuyen cantidad de monstruosidades que, no solo son falsas, sino en muchas casos imposibles. Pero eso vende, da audiencia y la gente además quiere seguir oyéndolo.

Y para cerrar el turbulento papado de Alejandro VI, su muerte, que seguro que fue el remedio para muchos males y regocijo para sus muchos enemigos. Unas versiones hablan de que fue envenenado junto a su hijo César, que pudo sobrevivir gracias a su juventud y fortaleza; y otras, hablan de que la causante de su fallecimiento fue la malaria. Independientemente de la causa, todas las versiones coinciden en que hubo dificultades para introducir su cadáver en el féretro. Pongámonos en situación: era un hombre obeso, su cuerpo estuvo expuesto al sol en pleno mes de agosto durante mucho tiempo, por lo que comenzó a hincharse. El resultado, pues que tuvieron que quitarle varios accesorios papales que lo adornaban y empujar para meterlo en el féretro. Por lo menos no llegó a estallar y desparramarse, como le ocurrió a Guillermo el Conquistador cuando presionaron su cuerpo para meterlo en el ataúd.

Y terminaremos este repaso con Julio II, Giuliano della Rovere. Entenderéis que con este apellido era uno de los grandes enemigos de los Borgia y que se ocupó y preocupó por echar más leña al fuego de su leyenda negra. Era un papa muy particular, de hecho le llamaban el Papa Guerrero, más que un líder de la Iglesia se le podía considerar un monarca. Y, como tal, necesitaba un ejército privado. El 22 enero de 1506, un grupo de 150 suizos, con el capitán Kaspar von Silenen, del Cantón de Uri, entraban en el Vaticano donde fueron recibidos y bendecidos por el papa. Nacía oficialmente la Guardia Suiza. Julio gustaba vestir la armadura y beber con sus soldados, y, sobre todo, luchar: se enfrentó a los Borgia y sus aliados, a Venecia y también a los franceses. Estas guerras implicaban un preciado botín, que en buena parte irían destinados a financiar las obras arquitectónicas y contratar a los mejores artistas de la época (como al gran Miguel Ángel para que decorase la bóveda de la Capilla Sixtina, ordenada construir por su tío Sixto IV). Además, y siguiendo los pasos de su pariente, también obtuvo importantes ingresos con el impuesto que cobraba a las prostitutas por ejercer la profesión, pero añadiendo otra fuente de ingresos: su propio burdel. E incluso parece que Julio era el que hacía los castings para contratar a los o las profesionales, porque fue el primer papa que contrajo la sífilis. En 1508, el día de Viernes Santo, no se permitió besar los pies del papa por las ulceraciones que los cubrían, propias de esta enfermedad de transmisión sexual.

Ahora, que Dios me perdone… porque a ellos es harto difícil.

Fuente: Historia Criminal (Podimo)

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