En 1914 la aviación todavía estaba dando sus primeros pasos y se la consideraba como una especie de «caballería volante» que apoyaba a las fuerzas de tierra. Los aeroplanos entran en la Gran Guerra desarmados y se les destina sobre todo a tareas de reconocimiento y observación: movimientos de tropas, preparativos de batalla, cambios en las estructuras de las trincheras… El avión proporcionaba una excelente «vista de pájaro» para espiar al enemigo y fotografiar lo que estaba sucediendo detrás de las líneas del frente. En marzo de 1915, en la batalla de Neuve Chapelle, las fotografías tomadas por un piloto británico cambiaron los planes de ataque después de que las imágenes revelasen una nueva trinchera alemana. Después de esto, los británicos tomaron frecuentemente fotografías aéreas -más de 19.000 solo en la batalla del Somme-.

Cámara montada en un FE2 británico (Farman Experimental 2)

El uso para bombardeos era relativamente raro y muy experimental: el piloto tenía que coger la bomba con la mano y lanzarla hacia el objetivo. Esta rudimentaria práctica tenía sus complicaciones y peligros: si volaba alto, la precisión dejaba mucho que desear; por el contrario, volando bajo aumenta la probabilidad de acertar en el blanco pero se ponían a tiro del enemigo y podían ser derribados.

Conforme pasaba el tiempo, pilotos y observadores comenzaron a llevar armas pequeñas durante los vuelos de observación, por si se encontraban al enemigo dedicado a la misma tarea. Y así fue como nacieron los primeros combates aéreos. En aquellos primeros meses de la guerra podían verse esporádicamente sobre los cielos de Europa aviones de observación disparándose unos a otros con pistolas y rifles o lanzándose cualquier otro objeto que tuvieran a mano -incluso cuerdas para que se enrollasen en la hélice enemiga-, como ocurrió en agosto de 1914, cuando el Teniente W.R. Read lanzaba una pistola descargada contra la hélice de su oponente, tal y como él mismo y su observador —Jackson— detallaron en su diario de vuelo.

Un día, después de nuestro reconocimiento sobre Mons y Charleroi, Jackson vio una máquina Taube alemana. Yo también la había visto, habíamos hecho nuestro trabajo y no quería pelear, pero Jackson consiguió convencerme. Cambié el rumbo y, al pasar el Taube, Jackson hizo dos disparos con el rifle. Nos dimos la vuelta y pasamos otra vez, sin resultado. Esto sucedió tres o cuatro veces.
Entonces Jackson me preguntó:
-¿Tienes un revólver?, mi munición se ha agotado.
-Sí —contesté— pero ninguna munición.
Jackson me apremió:
-Dámelo, amigo, y esta vez vuela tan cerca de él como sea posible.
Así lo hice y, para mi sorpresa, cuando llegamos frente al Taube, Jackson, con mi revólver cogido por el cañón, lo lanzó hacia su hélice. Por supuesto falló, pero con el honor satisfecho nos volvimos a casa.

Los pilotos se las arreglaban como podían. Algunos lanzaban piedras, ladrillos e incluso granadas de mano cuando volaban sobre sus adversarios. Otros, como el ruso Alexander Kazakov, llegó a equipar su avión con un garfio con el que intentaba arponear a sus rivales.

Alexander Kazakov y su garfio

El intercambio de insultos y gestos con las manos y las maniobras de vuelo intimidatorias también eran muy frecuentes

El paso definitivo en la transformación del aeroplano en máquina de guerra se produce con la instalación de la ametralladora. En los biplazas es el observador el que la maneja. En los monoplazas el arma se monta, o bien en las alas de la aeronave, obligando al piloto a la difícil tarea de gobernar el avión al mismo tiempo que tira de unos hilos para disparar la ametralladora, o bien sobre el piloto, con un ángulo de inclinación de 45 grados para que los disparos no interfieran en la hélice. El piloto francés Roland Garros montó unas planchas dobladas de acero sobre las hélices para así poder disparar de frente, desviando los impactos que golpean en la hélice. Más tarde, este sistema fue mejorado para los aviones alemanes por el ingeniero holandés Anthony Fokker, cuando montó en el morro de sus «Fokker» una ametralladora fija con un sincronizador, de tal modo que se pueda disparar a través del arco de la hélice en movimiento sin que las balas impacten en sus palas. Además del problema de la sincronización, que debía ser perfecta, tenía otro añadido al  tener que apuntar dirigiendo al morro del avión hacia el blanco, en lugar de apuntar el arma de forma independiente.

A partir de este momento, la supremacía aérea fue oscilando de uno a otro bando hasta el final del conflicto a medida que cada uno desarrollaba sus propios avances tecnológicos, dando paso a nuevos y mejor equipados modelos de aviones. El avión ya no era sólo un observador de la guerra; ahora participaba en ella de pleno derecho.

Fuente: ¡Fuego a discreción!