El Vaticano, lugar de culto y peregrinación, siempre ha sido un mundo de hombres, pero a lo largo de la historia cuatro mujeres lograron hacerse hueco en él. Las reinas Carlota de Chipre y Cristina de Suecia, la princesa polaca María Clementina Sobieska, y la protagonista de nuestra historia, Matilde de Canossa, son las únicas cuatro mujeres enterradas en el Vaticano.

¿Qué méritos hizo Matilde para ser digna de este privilegio? -si se puede considerar un privilegio-.

Matilde o Matilda nació en Mantua (Italia) en 1046. Fue la hija de Bonifacio III, uno de los nobles más ricos y poderosos de Italia que poseía varios castillos y controlaba amplios territorios en Lombardía, Emilia y a ambos lados de los Apeninos, los más importantes por sus posición estratégica. Cuando su padre murió -otras versiones hablan de que fue asesinado-, ella era sólo una niña y su madre, Beatriz de Lotaringia, para asegurar las posesiones familiares y la herencia de su hijo Federico se casó con Godofredo el Barbudo, enemigo acérrimo del emperador Enrique III. La familia era una ferviente seguidora de los preceptos de la Iglesia y las cartas que se cruzaban madre e hija con el Papa Gregorio VII eran muy cariñosas -del estilo de cuelga tú, no cuelga tú, venga los dos a la vez…-. Una serie de desgracias familiares (la muerte de su madre, su padrastro y su hermano Federico) llevaron a Matilda a ponerse al frente de los negocios de la familia y, al igual que había hecho su madre, también se casó. Además, con alguien muy cercano:  Godofredo el Jorobado, hijo de su padrastro Godofredo el Barbudo. Aquel matrimonio de conveniencia hizo aguas muy pronto, y Matilda abandonó a su marido y regresó al castillo de Canossa.

Los territorios que separaban los Estados Pontificios y el Sacro Imperio Germánico, controlados por Matilda, eran de especial importancia en el enfrentamiento entre Gregorio VII y el nuevo emperador Enrique IV, y Matilda, como era de esperar, se puso al lado del Papa. Aprovechando que aquel matrimonio había terminado como el rosario de la aurora, Enrique IV movió fichó: se ganó la amistad del marido abandonado, Godofredo el Jorobado, y convocó el sínodo de Worms (1076). Los 26 obispos alemanes allí reunidos, bajo la supervisión del emperador, decidieron destituir a Gregorio VII por mantener relaciones sexuales con Matilda. El Papa no se dio por enterado y excomulgó a los obispos y al emperador –Godofredo corrió peor suerte, apareció muerto en extrañas circunstancias-. El emperador entendió que había ido demasiado lejos y se arrepintió por perder el favor del vicario de Dios. Se dirigió al castillo de Canossa, donde le esperaban Matilda y el Papa, para pedir perdón…

Enrique IV tuvo que permanecer tres días y tres noches a las puertas del castillo, nevando, vestido como un monje con una túnica de lana y descalzo hasta que consiguió el perdón papal. Poco duró la paz, porque años más tarde Enrique IV entró en Roma y depuso a Gregorio que, con mucha suerte, logró refugiarse en el castillo de Sant’Angelo. Nombró Papa a Clemente III y cometió un error: abandonar Roma con Matilda libre. Ésta, con su poderoso ejército, derrotó a las fuerzas del emperador y volvió a poner a Gregorio en el trono de San Pedro. A la muerte de su amigo en 1085 -algunos dirán amante-, siguió apoyando con su ejército a los Papas legítimos (Víctor III y Urbano II) y luchando contra las huestes del emperador y los correspondientes antipapas nombrados por éste.

Y si esto no fuera suficiente para ser enterrada en el Vaticano, con Gregorio VII todavía vivito y coleando hizo testamento: todas sus posesiones, que no eran pocas ni insignificantes, pasarían a manos de la Iglesia cuando ella falleciese. Durante varios años los emperadores y la Iglesia mantuvieron disputas por dichas posesiones y la validez de aquel testamento, hasta que en 1213 el emperador Federico II reconoció el derecho de la Iglesia sobre las posesiones de Matilda. Matilda falleció en 1115 y en 1645 sus restos fueron trasladados y sepultados a la Basílica de San Pedro a una suntuosa tumba esculpida por Bernini.