Dante Alighieri, además del mayor poeta italiano, fue un hombre de acción, comprometido con su ciudad, Florencia, a la que amaba sobre todas las cosas y a la que terminó perdiendo para siempre. El destino ha querido que, ni después de muerto, haya podido retornar al abrigo de su patria.

A inicios del siglo XIII, la península italiana bullía en plena lucha por la hegemonía entre papado e imperio. Dante, que ocupó importantes cargos políticos en Florencia, se inclinaba por la facción “güelfa”, más cercana a los intereses pontificios, frente a los “gibelinos” que apoyaban al emperador. Las ansias expansionistas del papa Bonifacio VIII, un déspota ajeno a las tradiciones de autonomía de las ciudades italianas, acabaron por partir su propio partido, lanzando a muchos al exilio.

Dante

Dante Alighieri fue uno de ellos. Expulsado en 1302, fue condenado a muerte en rebeldía. Recorrió toda Italia, apoyando cualquier iniciativa que le permitiera regresar a su patria y cuando perdió definitivamente esa esperanza, peregrinó por las cortes que le ofrecieron hospitalidad, comprobando “cuan amargo sabe el pan que se recibe de otros”. Su última morada fue Rávena, al amparo de Guido Novello da Polenta, amigo y admirador de su obra, a quien sirvió en misiones diplomáticas hasta su muerte, en 1321. Dante fue enterrado, con los honores negados en su ciudad, en la Iglesia de San Francisco, al cuidado de los Hermanos Menores. Ni así cesaron sus enemigos de perseguirle. Su obra “De Monarchia”, apoyo de los imperiales, sostenía que la autoridad imperial era independiente del sucesor de Pedro. Sentó tan mal que el cardenal Bertrando di Poggetto prendió una hoguera en Bolonia, apenas ocho años después del fallecimiento de Dante, en la que arrojó el libro y, no contento con aquel acto simbólico, trató de conseguir similar venganza para los despojos del poeta. Afortunadamente, no lo consiguió y con el pasar del tiempo surgió un nuevo orgullo florentino que intentó reclamar, repetidas veces, los restos del poeta. Rávena, celosa de sus tesoros –y éste quizás era el más preciado-, respondió siempre con una frase que hería como zarzas los oídos de los florentinos: “No supisteis tenerlo vivo, no os lo daremos muerto”.

Estuvieron a punto de conseguirlo a principios del siglo XVI cuando un grupo de ciudadanos florentinos, capitaneados por el escultor Miguel Ángel, solicitaron ese favor del papa León X. El poderoso Médici, a quien rehusaban enfrentarse hasta los más valientes, fue derrotado por los más humildes, los Hermanos de Francisco, que ocultaron los despojos dentro de un hueco excavado en el muro. Cuando la comisión papal abrió la tumba, ésta estaba vacía y nada había para transportar al suntuoso monumento que esperaba en Florencia. Salvo tres huesos de un pie que debían haber olvidado los frailes. Las astutas autoridades ravenesas aseguraron que, indudablemente, Dante Alighieri, por sus muchos méritos, había sido autorizado por Dios mismo para reencarnarse anticipadamente. Ni eso explicaba que se hubiera dejado tres huesos del pie, ni, por supuesto, León X se tragó la historia, aunque nadie replicó la veracidad de una teoría que la Iglesia misma propugnaba.

Hubo que esperar más de un siglo, hasta 1677, para que, durante unas obras en el convento, se descubriera el esqueleto en una caja de madera con la inscripción, “Dantes ossa”. Después, el espíritu errante del poeta debió intervenir de nuevo, porque la caja volvió a ser escondida ante el temor al empuje de las tropas napoleónicas. El 27 de mayo de 1864 la caja reapareció. Dante Alighieri sigue reposando en Rávena y Florencia sigue reclamando los restos del poeta, penando por no tener muerto, lo que no supieron conservar en vida.

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