La vida de Elena de Céspedes, que así se llamaba nuestra protagonista, se antojaba que iba a ser difícil desde el primer día. Me atrevería a decir que incluso desde el momento en que su madre, una esclava que servía en la casa del padre de la niña, los Céspedes, se enteró de que estaba embarazada. Nació en 1545 en el pueblo de Alhama de Granada, y siendo hija de una esclava, nació esclava. Estuvo sirviendo en la casa del que fue su padre biológico, que no ejerciendo de padre, hasta los 16 años. En aquel momento, quizás por remordimientos o por algún interés, su padre le dio la libertad, su apellido y la dote para casarse. Se casó y tuvo un hijo. Y todo parece indicar que aceptó el matrimonio para conseguir la libertad, porque nada más nacer su hijo lo dio en adopción y abandonó a su marido.

Elena de Céspedes

Durante unos años recorrió varios pueblos, ganándose la vida con lo que le salía: tejedora, zurcidora, calcetera… hasta que reaparece en 1568 en las Alpujarras, como soldado del rey enviado para sofocar la rebelión de los moriscos. Lógicamente, aquí ya no era Elena de Céspedes, sino Eleno de Céspedes, el mulato Céspedes o, simplemente, Céspedes. Elena no cambió su apariencia para incorporarse ejército, sino que lo hizo porque se sentía hombre. Era un transexual, un hombre atrapado en el cuerpo de una mujer. Y desde aquel momento, actuó como un hombre. Eso sí, un hombre imberbe y con voz afeminada que levantó muchas sospechas. Derrotados los moriscos, viajó hasta Madrid, recién nombrada capital de España y con muchas oportunidades, donde comenzó a ganarse la vida como sastre, un empleo muy relacionado con sus anteriores trabajos pero más masculino. Y no le fue mal, hasta que se cruzó en su camino un cirujano de la Corte, con el que trabó una gran amistad, que le abrió los ojos de su verdadera vocación: la cirugía. Visto el inusitado interés de Eleno, su nuevo amigo le prestó libros para leer, ejerció de profesor particular e incluso le permitió ayudarle en sus intervenciones. En pocos años, Eleno, aunque sin título, se veía como un cirujano profesional. Sabiendo que allí lo tendría difícil, se trasladó a El Escorial, una incipiente población tras poner Felipe II sus ojos en ella, para ejercer su nuevo oficio. Y las cosas se volverían a torcer: un vecino, que lo conocía de su época en Madrid, lo denunció por ejercer sin título. Sin problema, regresó a Madrid y consiguió el título, convirtiéndose en la primera cirujana de la historia de este país. Bueno, a ojos de todos era un hombre. Sobra decir que, como mujer, habría sido imposible, ya que estamos en una época en la que las mujeres no podían ejercer determinadas profesiones, y ésta era una de ellas.

¿Y cómo fue su vida privada?

Pues mantuvo varias relaciones con mujeres, nada serio, y se dice que las engañó porque llevaba una especie de consolador con el que sustituía sus carencias físicas en lo relativo a la carne. Hasta que encontró el amor. La afortunada o desafortunada, según se mire, fue María del Caño. Tras un breve pero intenso romance, le pidió matrimonio y ella dijo… sí, quiero. Pero antes, debía pasar la prueba del algodón: tenía que demostrar que tenía todos los atributos anatómicos necesarios para poder contraer matrimonio canónico, cuya finalidad básica no era otra que la de procrear. Su apariencia y su voz hacían dudar y se pensaba que podía ser “capón”, hecho que habría supuesto la denegación de la dispensa matrimonial. ¡¡¡Y pasó la prueba!!! El 11 de mayo de 1586 se casaron en Yepes (Toledo) y fueron felices y comieron perdices… apenas un año. Otro conocido de su época en las Alpujarras lo denunció por hacerse pasar por hombre, siendo mujer, y ejercer de cirujano -las sospechas lo acompañaron durante toda su vida-. Y no sólo eso, cuando se tiró del hilo se descubrió que había estado casado/casada anteriormente y, al ser acusado de bigamia, además de sodomia y de burlarse de la Iglesia, su caso pasó a la Inquisición de Toledo. Y aquí tuvo que volver a pasar un examen, esta vez mucho más exhaustivo, que dio como resultado que era una mujer.

Entonces, ¿cómo pasó la primera prueba de masculinidad? Pues hay tres versiones: primera, que sobornase a quien tenía que examinarle; segunda, que, siendo un excelente cirujano, porque lo era, se implantase ella misma los genitales masculinos de un muerto para pasar la prueba y luego deshacerse de ellos; y tercera, la versión de Elena: era hermafrodita. Según ella, tras dar a luz a su hijo le nació un pene que todavía tenía cuando se casó con María -por eso pasó la prueba de la masculinidad- y que, después del matrimonio, el miembro enfermó y, ante la posibilidad de extenderse la infección, se lo amputó. En su defensa de la acusación de bigamia argumentó que su marido había muerto, pero no se encontró partida de defunción. Para la Inquisición no había dudas…

Queda claro que Elena, aprovechando sus más que solventes conocimientos médicos, había preparado algún tipo de artilugio a través del cual convencer a los testigos sobre su condición masculina. En nuestra opinión, bien pudo haber usado los genitales de un cadáver recientemente fallecido, para poder exhibirlos en el lugar en donde se encontraban los suyos, femeninos. Estamos pensando en la posibilidad de llegárselos a coser durante el tiempo que duraran las exploraciones, para luego rápidamente quitárselos.

Y por eso le acusó de…

Usurpación del hábito masculino y de las prerrogativas del varón, el de burlarse del sacramento del matrimonio, pero sobre todo el delito de sodomía contra otra mujer, a la cual había desflorado con un instrumento que simulaba el miembro viril.

Elena fue condenada a recibir cien latigazos en la plaza de Toledo, otros cien ante la iglesia de Yepes, donde se había casado con María, y destinada a trabajar, como mujer lógicamente, durante diez años en un hospital y sin recibir salario alguno. Por cierto, su caso se había hecho tan popular que el director del hospital pidió a la Inquisición que lo trasladase a otro porque aquello se había convertido en un espectáculo de feria. Todos querían verla. De haber tenido móviles en el siglo XVI, todos le habrían pedido un selfie.

Elena demostró que una mujer podía ser una gran cirujana y, además, que era una mujer muy inteligente. Elena sabía que no podía confesar que se sentía un hombre atrapado en el cuerpo de una mujer -un transexual, de haber existido este término en la época-, un pecado que ni siquiera debía estar en el manual de los inquisidores pero que, seguramente, le habría supuesto la pena de muerte acusada de ser haber vendido su alma al diablo o algo por el estilo. Así que, siguiendo el guión de Elena, María, que consiguió salir libre, jugó el papel de la inocencia -dijo que se acostaban con la luz apagada y que, como buena cristiana, nunca le había visto el pene y, muchos menos, atrevido a tocar-, y Elena el de la ambigüedad, tirando de los clásicos y aprovechando cualquier texto que evidenciase otros casos de hermafroditismo a lo lardo de la historia.