Aunque el genial escritor francés Alejandro Dumas ya tenía dos hijos de relaciones anteriores (Alejandro, fruto de su pasión con la costurera Marie-Catherine Lebay, y Marie-Alexandrine, con la actriz Belle Krebsamer), en 1840 se casó con la también actriz Ida Ferrer. Aquella boda no fue por amor, sino por la dote que aportaba Ida y con la que podría saldar las múltiples deudas que el escritor tenía. A pesar de amasar una enorme fortuna, el bueno de Alejandro la dilapidó de forma inmisericorde. Es lo que tiene mantener a numerosas amantes, y sus correspondientes vástagos, organizar fiestas a todo trapo, construirse un castillo o pasarse de generoso (abría las puertas de su casa para que los que quisiesen entrasen a comer). Así que, aquella fue una boda de conveniencia. De hecho, vivían juntos pero no revueltos: Ida en la planta baja de la casa y Dumas en el primer piso.

Una noche muy fría de invierno, volviendo tarde a su casa (cosa nada extraña), Dumas pensó que tal vez en el apartamento de Ida habría fuego en la chimenea y llamó. La esposa le abrió en camisón porque, en teoría, ya se había ido a la cama, pero el fuego de la chimenea seguía encendido y Dumas se sentó. Las prisas de su mujer, para que se fuera, hicieron sospechar que algo pasaba. Echó un vistazo por la estancia y encontró en el balcón a su amigo Roger de Beauvoir tiritando de frío. Lejos de montar una escena, Dumas le dijo a su amigo:

-Oye, Roger, has turbado la paz de mi familia. Quiero perdonarte. Seamos magnánimos como lo eran los antiguos romanos, que cuando querían hacer las paces se reconciliaban en la plaza pública.

Y cogiéndole la mano la colocó entre las piernas de su mujer añadiendo:

-Ésta será nuestra plaza pública.

Fuente: Intimidades de la Historia – Carlos Fisas