Hoy, 23 de abril, se celebra el Día del Libro en recuerdo de la muerte de dos grandes de la literatura universal, Cervantes y Shakespeare, aquel 23 de abril de 1616 -aunque realmente murieron el mis día del calendario pero con 10 días de diferencia-. Así que, hoy toca hablar de libros, y no de libros cualquiera, sino de libros raros, peligrosos, curiosos, macabros… o una tregua para salvar libros.

UN LIBRO DE MÁS DE 8000 PALABRAS SIN SIGNOS DE PUNTUACIÓN

Timothy Dexter (1748 – 1806) fue un excéntrico hombre de negocios estadounidense al que la fortuna le acompañó en sus «descabellados» negocios. Era un hombre sin ninguna cultura que a los 8 años ya trabajaba en el campo y a los 16 era aprendiz de curtidor de pieles. Tuvo la suerte de enamorar a una rica viuda, Elizabeth Frothingham, que le permitió adentrarse en el mundo de los negocios. Sus «brillantes» ideas dieron lugar a las burlas de sus paisanos, pero la diosa Fortuna le hizo pegar varios pelotazos:

  • Lo que parecía un pésimo negocio a todas luces, enviar carbón a Newcastle siendo el principal productor de Gran Bretaña, resultó ser un negocio redondo al coincidir con una huelga de los mineros que provocó una espectacular subida de precios por la escasez de carbón.
  • Vendió calentadores de camas y guantes a las Indias Occidentales (clima tropical) y también fue rentable: los calentadores se utilizaron como recipientes para elaborar la melaza y los guantes se exportaron a Siberia.
  • Se hizo con cantidades ingentes de barbas de ballena que luego vendió a fábricas para elaborar los corsés de las mujeres…

Todos estos éxitos no le sirvieron para ganarse el favor de los más pudientes de la sociedad, para ellos era un advenedizo y le seguían despreciando. Así que, decidió escribir un libro autobiográfico titulado A Pickle for the Knowing Ones or Plain Truth in a Homespun Dress (Un pepino de los que amargan o la verdad vestida de estar por casa, más o menos) donde atacaba a los nobles, a los políticos, al clero… y a las mujeres. El libro tenía 8.847 palabras y 33.864 letras, carecía de cualquier signo de puntuación y las mayúsculas se insertaban aleatoriamente. Además, porque podía hacerlo, asumió todos los gastos de edición y los distribuyó gratuitamente. Tan popular se hizo que se publicaron hasta ocho ediciones. A pesar de ser casi imposible de comprender, los originales son ahora objeto de coleccionista.

EL MEJOR LIBRO DE MEDICINA DE LA HISTORIA

Herman Boerhaave (1668 – 1738), médico, botánico y humanista holandés, fue considerado como una de las figuras más notables de la medicina europea. Desde las diversas cátedras que ocupó en la Universidad de Leiden, su doctrina intentaba combinar las concepciones clásicas con las teorías patológicas aparecidas en el siglo XVII. Sus aportaciones se recogen en dos textos no demasiado extensos: las Institutiones medicae y los Aphorismi.

Pero lo que se desconocía era su sentido del humor, sobre todo, mortis causa. Tras su fallecimiento legó un libro sellado titulado Los secretos más exclusivos y más profundos del arte médico. Este libro, todavía sellado, se vendió en pública subasta y fue adquirido por 20.000 dólares en oro. El autor de la obra y su imponente título merecían la pena. Cuando el anónimo propietario rompió el sello se encontró con un libro completamente en blanco, salvo la primera página en la que se podía leer una nota:

Conserve la cabeza fresca, los pies calientes y hará empobrecer al mejor médico del mundo.

Y no es por nada, pero eso ya me lo decía mi abuela.

EL LIBRO QUE TE PUEDE MATAR… SÓLO CON HOJEARLO

Seguro que estáis pensado que hablo del libro Ambiciones y Reflexiones -«escrito» por Belén Esteban- o Una nueva vida es posible -«escrito» por su exsuegra Carmen Bazán-. Pues no, éstos, aún siendo patéticos, creo que lo único que te pueden producir es vergüenza ajena y bochorno. El libro al que me refiero, Shadows from the walls of death (Sombras de las paredes de la muerte), la versión literaria de The Ring (2002), un remake de la película de terror japonesa Ringu, donde los personajes que veían una cinta de video recibían una llamada telefónica en la que la voz de una chica anunciaba que morirían en siete días. Leer u hojear este libro te puede matar… literalmente

De los 100 copias del libro Shadows from the walls of death que el médico estadounidense Robert Kedzie distribuyó entre las bibliotecas de Michigan (EEUU) en 1874, hoy en día sólo se conservan dos ejemplares -uno en la Universidad de Michigan (Ann Arbor) y otro en la Universidad Estatal de Michigan (East Lansing)- que, además, siguen siendo potencialmente letales. De hecho, se conservan en un contenedor sellado y cada una de sus páginas está encapsulada individualmente. Lógicamente, su peligro está en su interior… pero no en el texto. Es más, las únicas palabras aparecen en el prólogo, las otras 86 páginas no tienen ni una letra y solo son trozos de tiras de papel pintado para paredes. La verdad es que si pudiésemos echarle un vistazo -algo que no recomiendo hacer sin guantes-, creeríamos tener entre nuestras manos un catálogo de papel pintado para adornar las paredes -seguro que todos vosotros os acordáis de algún diseño en concreto que en los años 70 «decoró» el salón de vuestra casa o, peor aún, de vuestra habitación-. Y en uno de los componentes del papel pintado está el peligro, en el arsénico.

Si al arsénico se le conoce como el “rey de los venenos” o el “veneno de reyes”, será por algo. Pero, ¿por qué ha sido el veneno más utilizado desde la Antigüedad? Por ser insípido, inodoro y soluble, lo que lo convertía en una sustancia ideal para mezclarla con otros alimentos sin levantar sospechas (se calcula que 0,15 gramos es la dosis mortal para una persona de 75 kilos). Además, los síntomas son muy parecidos a patologías gastrointestinales severas muy comunes, por lo que el envenenamiento por arsénico era fácil de camuflar (administrado en muy bajas dosis, actúa de forma lenta pero implacable). Sin embargo, también fue empleado en el pasado con fines médicos. Se tiene constancia de que Aristóteles e Hipócrates lo recetaban como remedio para úlceras de la piel y, siglos más tarde, la sífilis. Además de como pesticida, durante el siglo XIX el uso del arsénico se generalizó estando presente en cosméticos y, sobre todo, como pigmento o tinte para la ropa, etiquetas, naipes, juguetes, postales… todas las tonalidades del color verde se debían al tratamiento con arsénico. Lógicamente, también el papel pintado. De hecho, un estudio de finales del siglo XIX de la American Medical Association estimaba que el 60% del papel pintado vendido en los EEUU contenía arsénico, y de este porcentaje un tercio con niveles peligrosos para la salud.

Y aquí es donde intervino el médico Robert Kedzie. Como miembro del Consejo de Salud de Michigan había estudiado varios casos de intoxicaciones sin aparente causa y descubrió que el común denominador de todos ellos era el papel pintado. En 1873 publicó Poisonous Papers (Papeles venenosos), un informe que alertaba del peligro del uso generalizado del arsénico como pigmento del papel pintado. Lamentablemente, no se hizo caso de aquella denuncia porque la gente no era consciente de que no había que «chupar» o tocar las paredes para envenenarse, con el tiempo y la humedad el pigmento venenoso podía formar manchas o escamas, quedar suspendido en el aire o asentarse sobre los muebles. Así que, decidió dar un golpe de efecto para concienciar a la sociedad estadounidense que sus hogares eran potencialmente venenosos. Recogió varias muestras de papel pintado directamente de casas de conocidos, las corto en páginas, editó Shadows front the walls of death y lo envió a 100 bibliotecas de Michigan con un informe de sus estudios. Además, y para darle más impacto a la campaña de concienciación, se inventó que una mujer se había envenenado tras examinar el libro. Ante aquel inminente peligro, muchas bibliotecas directamente destruyeron el ejemplar que Robert les había enviado… y dieron la voz de alarma. Aunque poco a poco, desde aquel momento el uso de arsénico se fue sustituyendo y dejó de ser una amenaza silenciosa y letal disfrazada de elegantes y coloridos diseños.

MARY LYNCH, LA MUJER CUYA PIEL SE UTILIZÓ PARA ENCUADERNAR LIBROS EN EL XIX

Aunque se sabe que se hacía desde mucho antes, encuadernar libros con piel humana, práctica conocida como bibliopegia antropodérmica, tuvo su época más prolífica durante el siglo XIX. Existen numerosos ejemplos de libros encuadernados con esta técnica que han llegado hasta nosotros, la mayor parte de estos ellos están en bibliotecas, museos y colecciones privadas, pero el caso de la irlandesa Mary Lynch es un tanto particular: se utilizó la piel de sus piernas para encuadernar tres libros.

Según la autopsia de Mary Lynch, publicada por el médico John Stockton Hough, fue hospitalizada en 1869 por una tuberculosis, pero su muerte nada tuvo que ver con esta enfermedad. Como la alimentación que se dispensaba en el hospital no era la más adecuada, por su cantidad y también por su calidad, su familia estuvo llevándole comida regularmente, sobre todo salchichas de cerdo. Con la mala suerte de que aquella carne estaba infectada con Trichinella spiralis, el parásito que produce la triquinelosis o triquinosis. Enfermedad que le produjo la muerte en apenas seis meses a la edad de 28 años. Supongo que amparándose en la Ley de Anatomía (1832) que permitía a los familiares donar los cuerpos a las escuelas o facultades de medicina para «investigar/practicar» con ellos a cambio de que éstas asumiesen los gastos de sepultura, el joven John Stockton Hough se hizo cargo del cuerpo antes de enterrar los restos en la fosa común del hospital. Pero el cuerpo de Mary se iba a destinar a otros menesteres. Antes de ser enterrada, el doctor Hough tiró de bisturí y le quitó la piel de los muslos. Durante meses la estuvo trabajando en el sótano del hospital, a escondidas de miradas indiscretas, hasta que tuvo curtida la piel -probablemente con orina-. Nada se volvió a saber de la piel de Mary, hasta casi 20 años después, concretamente en 1887, cuando el doctor la utilizó para encuadernar tres libros: Speculations on the Mode and Appearances of Impregnation in the Human Female, Le Nouvelles Decouvertes sur Toutes les Parties Principales de L’Homme et de la Femme y Recueil des Secrets de Louyse Bourgeois (publicados originalmente en 1789, 1680 y 1650 respectivamente); tres tratados de medicina relativos al parto, la concepción y la salud de la mujer en general.

El porqué lo hizo es un misterio, pero parece ser que los médicos que utilizaban esta técnica lo hacían en memoria de sus pacientes -recordemos que él fue quién descubrió la causa de su muerte cuando le hizo la autopsia-. Así que, podemos especular que ese fue el motivo. Además, el hecho de elegir aquellos tratados bien podría haber sido porque la primera esposa de John Hough falleció durante el parto seis años después de Mary. Hoy en día los libros se encuentran en el Museo Mütter (Filadelfia, EEUU), donde se reúnen las colecciones más extrañas relacionadas con la anatomía y la medicina. Cada uno de los libros tiene una nota manuscrita del médico indicando que la piel con la que están encuadernados es de los muslos de Mary Lynch.

EL DÍA QUE SE FIRMÓ UNA TREGUA PARA PONER A SALVO… LOS LIBROS

A veces tendemos a idealizar todo lo que viene de Oriente. Sin ir más lejos, a ojos occidentales la figura del samurái suele estar rodeada de un halo de misticismo que poco tiene que ver con la realidad. Nos pensamos que eran guerreros honorables, espirituales y de elevados principios morales, pero a la hora de la verdad tampoco eran tan distintos de los caballeros medievales europeos. Otro mito es el pintarlos como cultos, refinados y amantes de las bellas artes. Como si todo samurái, cuando no estaba en el campo de batalla, dedicara su tiempo libre a cultivar bonsáis y componer versos. Es cierto que el nivel cultural de los japoneses de la época, sobre todo entre la nobleza, era más bien elevado. Pero de ahí a pensar que todos eran gentilhombres doctos e instruidos va un trecho bastante largo. De hecho, como suele pasar con la gente de armas en todas las culturas, en general eran tipos bastante brutos. Pero sí que había honrosas excepciones. Samuráis que, además de guerreros, fueron auténticos humanistas. Almas sensibles y exquisitas, de gustos distinguidos, capaces de apreciar las cosas bellas y entender las verdades más elevadas de la vida. Uno de ellos fue Hosokawa Fujitaka, un verdadero hombre del Renacimiento que, además de aguerrido soldado, era maestro en ceremonia del té, experto calígrafo, historiador, poeta, pintor, filósofo, coleccionista de antigüedades y a saber cuántas cosas más. La perfecta encarnación del ideal de guerrero ilustrado que tanto se asocia con la figura del samurái.

Hosokawa Yusai, el samurái poeta

Hosokawa Fujitaka nació en 1534, en plena era de las guerras civiles, una época de caos y luchas intestinas en las que Japón entero se desangraba sin remisión en conflictos interminables. Buenos tiempos para los samuráis, cuyo oficio principal es la batalla. Pero nuestro protagonista, además de un señor de la guerra, caudillo de mesnadas y jefe de uno de los clanes más poderosos del país, era también un hombre de letras de renombre en todo el imperio. Como buen poeta, era más conocido por su nombre artístico, Yusai. Para él, la pluma era tan poderosa como la espada, y ambas las manejaba con igual soltura. Su fama de hombre sabio, culto y árbitro del buen gusto venía de lejos. Yusai había servido en la corte de los últimos shogunes de la dinastía Ashikaga, antes de que las guerras civiles acabaran por hundir del todo al país en el caos. Cuando el shogunato cayó, los nuevos amos de Japón también quisieron contar con el talento y experiencia de Yusai. Así, el docto general pasó por la corte de Oda Nobunaga y después por la de su sucesor, Toyotomi Hideyoshi. Su reputación de erudito no hizo sino crecer en todo el imperio.

A finales del XVI, el bueno de Yusai se iba haciendo viejo. Decidió retirarse a sus dominios al norte de Kyoto y dejar los asuntos de la familia en manos de su hijo y heredero, Tadaoki. Pero, por desgracia, no iba a poder disfrutar de la tranquilidad de sus fincas mucho tiempo. Tras un breve intervalo de paz, en 1600 Japón entero volvía a estar en pie de guerra. Hideyoshi, amo y señor del país, había muerto dejando como heredero a su hijo aún niño, y el recién unificado imperio amenazaba con hacerse pedazos de nuevo. El país se dividió en dos bandos: los partidarios del poderoso Tokugawa Ieyasu, en el Este, y los del heredero de Hideyoshi, en el Oeste. Ambas facciones acabarían chocando en la madre de todas las batallas, Sekigahara, donde se decidiría el destino de la nación. Si se nos permite el spoiler, diremos que la cosa acabó con victoria total de los Tokugawa.

Todos los grandes clanes se vieron obligados a tomar partido. La familia Hosokawa se declaró del lado Tokugawa. Tadaoki, el joven líder del clan, partió a la batalla con el grueso de sus legiones, y su padre Yusai quedó cuidando del feudo familiar. Pero en los prolegómenos del choque final entre ambos ejércitos, un contingente de 15.000 hombres de las fuerzas Toyotomi se adentró en Tango y puso sitio al castillo de Tanabe, donde el anciano Yusai residía. La guarnición que le quedaba era de apenas 500 hombres, pero no estaban dispuestos a rendirse. Por mucha fama de hombre de letras que tuviera, Yusai era ante todo un samurái, y como tal debía de comportarse. A sus 66 años, superado en número por prácticamente 30 hombres a 1, Hosokawa Yusai se aprestó para la batalla. El viejo poeta iba a vender cara su vida. Con una superioridad tan aplastante, el asedio debería haber sido pan comido para el ejército del Oeste. Sin embargo, las cosas no se desarrollaron a la manera habitual. El prestigio de Yusai le precedía, y el aprecio que se le tenía en todo el imperio a este sabio venerable era inmenso. El respeto que inspiraba en los propios soldados enemigos era tal, que no pusieron demasiado empeño en ganar la batalla. Muchos de aquellos samuráis habían sido pupilos de Yusai años antes. Llegaron a «olvidarse» convenientemente de cargar los cañones con balas a la hora de bombardear el castillo. Los disparos de los artilleros Toyotomi eran simples salvas de fogueo. No querían acabar con una gloria nacional. Entre unos atacantes sin excesivas ganas de combatir y un defensor amante de la poesía y la porcelana fina, aquel debió de ser el asedio más pacífico de la historia de Japón. Pero tampoco era todo sake y rosas. Yusai se enfrentaba a una situación límite, y en esa batalla se arriesgaba a perder algo más que su honor y sus tierras. A lo largo de los años, el anciano esteta había ido acumulando en su castillo una exquisita colección de pinturas, manuscritos y obras de arte de valor incalculable. Piezas únicas en todo Japón. Para que no se dañaran en el asedio, quiso ponerlas a salvo, y la mejor solución era enviárselas al mismísimo emperador para dejarlas bajo su custodia. La corte de Kyoto era el único destino digno para la colección de Yusai. Sin tiempo que perder, mandó un emisario a palacio y el hijo del cielo atendió a sus ruegos. Ambos bandos acordaron un alto al fuego (aunque fuego, precisamente, no había mucho) para que se pudieran evacuar los libros.

Preocupado por el destino del anciano Yusai, en su regio mensaje el emperador también lo conminaba a rendirse. En aquellos tiempos el emperador de Japón era una figura meramente decorativa que apenas pintaba nada en la política del país. Vivía apartado del mundo en su corte de Kyoto, por encima del bien y del mal, y cumplía un papel puramente ceremonial. Pero el respeto que inspiraba su figura era absoluto. Pocas veces abría la boca pero, cuando lo hacía, su palabra era ley. Lamentaba profundamente que la valiosa vida de un humanista de la talla de Yusai se pusiera tontamente en riesgo en aquella estúpida batalla. Con apenas 500 efectivos, no tenía ninguna oportunidad de resistir un asalto serio. Seguir luchando era a todas luces un suicidio. Pero Yusai era samurái antes que sabio, y estaba empeñado en demostrarlo. No se iba a rendir a los Toyotomi. Por desgracia para el empecinado anciano, el emperador tampoco estaba dispuesto a dejarlo morir. Su siguiente mensaje ya no fue ningún ruego, sino una orden directa: su vida era demasiado preciosa para el imperio, y no podía tirarla a la basura alegremente. Debía claudicar y evacuar el castillo de inmediato. Ante tal ultimátum, Yusai no pudo negarse: el 19 de octubre de 1600 rindió el castillo al ejército del Oeste. Los asaltantes lo dejaron salir con sus hombres y Yusai, harto de batallas, se retiró a Kyoto para dedicarse a las artes a tiempo completo. En cualquier caso, su terca resistencia había rendido un buen servicio a la causa de su señor Tokugawa: había tenido ocupado durante casi dos meses a un contingente entero de tropas enemigas, soldados que ya no llegarían a tiempo de participar en la gran batalla decisiva.

Yusai vivió hasta la venerable edad de 76 años, esta vez sin guerras que le amargaran la existencia. Dedicado por entero a sus versos y sus cerámicas, pasó sus últimos días tal y como siempre quiso. Pero nadie dudaba de que, cuando la ocasión lo requería, aquel abuelete sibarita y refinado sabía luchar y morir como un verdadero samurái. Así era Hosokawa Yusai, el epítome del ideal caballeresco de su época. El guerrero que blandía con igual destreza la pluma que la espada.

¿POR QUÉ SE PIENSA QUE “LOS VIAJES DE GULLIVER” ES UN LIBRO PARA NIÑOS?

Desde siempre se ha asociado la novela Viajes a varios lugares remotos del mundo ( Los viajes de Gulliver), y todas sus versiones para el cine y la TV, con un público infantil y, a lo sumo, juvenil. Cuando, en realidad, es una crítica a la barbarie colonial, una denuncia de la vanidad y la hipocresía de los partidos políticos, una sátira de la sociedad inglesa y, por extensión, de la condición humana. La reflexión del cuarto, y último viaje, es que la mejor compañía para un hombre es… un animal.

Esta obra fue escrita por el reverendo irlandés Jonathan Swift (1667 – 1745) y publicada en 1726. Y como dicen que «por sus hechos los conoceréis», pues conozcamos al rey de la sátira. Fue tutor de varias jovencitas de la sociedad inglesa, pero hubo dos por las que tuvo especial cariño: Esther Johnson (con la que incluso se pudo haber casado en secreto) a la que le dedicó sus Cartas a Stella Esther Vanhomright, para la que inventó el nombre de Vanessa (Van de su apellido y «Essa» apelativo cariñoso de Esther).

En cierta ocasión «enterró en vida a un astrólogo charlatán», y me explico. El astrólogo John Partridge vivía de publicar panfletos astrológicos más falsos que Judas, hasta que «el bueno» de Swift se cansó de tantos bulos y publicó, bajo el seudónimo de Isaac Bickerstaff, Predicciones para el año 1708, entre las que se predecía la muerte del astrólogo el 29 de marzo. Ese mismo día publicó otro panfleto con la muerte de Partridge, incluso se presentó un enterrador en la puerta de su casa. Aunque al final se supo la verdad, el astrólogo ya no levantó cabeza.

Y, para rematar la faena, en 1729 publicó Una humilde propuesta, en la que incluye una especialmente irónica, que los niños irlandeses pobres pudiesen ser vendidos como carne para mejorar la dieta de los ricos, pues con ello se beneficiarían todos los sectores sociales. Con extractos como éste:

Me ha asegurado un americano muy entendido que conocí en Londres, que un niño sano y joven de un año de edad es el alimento más delicioso, nutritivo y saludable, ya sea estofado, asado, al horno o hervido…

Satírico, irónico, mordaz, reivindicativo… No creo que sea lo más apropiado para niños.

¿QUÉ LIBRO REPRESENTARÍA A TU PAÍS?

Si tuvieseis que elegir un libro, y sólo uno, que representase a vuestro país, ¿cuál sería? Supongo que la mayoría se decantarían por sus propios gustos, algunos tirarían de estadísticas para elegir el más leído, otros tendrían claro que su elección sería el libro patrio más conocido… pero estamos hablando del libro más representativo de cada uno de los países. Así que, si cada país fuese un libro, así sería el mapa literario del mundo.

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Lista con los títulos:

  • Afganistán: Cometas en el cielo, de Khaled Hosseini
  • Albania: El general del ejército muerto, de Ismaíl Kadaré
  • Alemania: Los Buddenbrook, de Thomas Mann
  • Angola: A Gloriosa Familia, de Pepetela
  • Antillas Menores: El ancho mar de los Sargazos, de Jean Rhys
  • Arabia Saudí: Ciudades de sal, de Abderrahmán Munif
  • Argelia: El extranjero, de Albert Camus
  • Argentina: Ficciones, de Jorge Luis Borges
  • Armenia: El visionario, de Raffi
  • Australia: Cloudstreet, de Tim Winton
  • Austria: El hombre sin atributos, de Robert Musil
  • Azerbaiyán: Blue Angels, de Chingiz Abdullayev
  • Bahamas: The Measure of a Man, de Sidney Poitier
  • Bangladés: Días de amor y guerra, de Tahmima Amam
  • Bélgica: La pena de Bélgica, de Hugo Claus
  • Belice: Beka Lamb, de Zee Edgell
  • Bielorrusia: Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexievich
  • Bolivia: Raza de bronce, de Alcides Arguedas
  • Bosnia y Herzegovina: Diario de Zlata, de Zlata Filipovic
  • Botswana: La primera agencia de mujeres detectives, de Alexander McCall Smith
  • Brasil: Don Casmurro, de Machado de Assis
  • Brunei: Some Girls: My Life in a Harem, de Jillian Lauren
  • Bulgaria: Bajo el yugo, de Ivan Vazov
  • Bután: The Circle of Karma, de Kunzang Choden
  • Camboya: Se lo llevaron, de Loung Ung
  • Camerún: El viejo y la medalla, de Ferdinand Oyono
  • Canadá: Ana de las tejas verdes, de L. M. Montgomery
  • Chad: Las raíces del cielo, de Romain Gary
  • Chile: La casa de los espíritus, de Isabel Allende
  • China: Sueño en el pabellón rojo, de Cao Xueqin
  • Colombia: Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez
  • Corea del Norte: Los acuarios de Pyongyang, de Kang Chol Hwan
  • Corea del Sur: La vegetariana, de Han Kang
  • Costa Rica: La isla de los hombres solos, de José León Sánchez
  • Croacia: Café Europa, de Slavenka Drakulik
  • Cuba: Havana Bay, de Martin Cruz Smith
  • Dinamarca: La señorita Smila y su especial percepción de la nieve, de Peter Høeg
  • Ecuador: Huasipungo, de Jorge Icaza
  • Egipto: Entre dos palacios, de Naguib Mahfuz
  • El Salvador: Bitter Grounds, de Sandra Benítez
  • Emiratos Árabes Unidos: The Sand Fish, de Maha Gargash
  • Eslovaquia: Los ríos de Babilonia, de Peter Pišťanek,
  • Eslovenia: Alamut, de Vladimir Bartol
  • España: Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes
  • Estados Unidos: Matar un ruiseñor, de Harper Lee
  • Estonia: Verdad y justicia, de A. H. Tammsaare
  • Etiopía: Beneath the Lion’s Gaze, de Maaza Mengiste
  • Filipinas: Noli Me Tangere, de José Rizal
  • Finlandia: Soldados desconocidos, de Väinö Linna
  • Fiyi: Tales of the Tikongs, de Epeli Hau’ofa
  • Francia: El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas
  • Georgia: The Knight in the Panther’s Skin, de Shota Rustaveli
  • Grecia: La Ilíada, de Homero
  • Groenlandia: Islands, the Universe, Home, de Gretel Ehrlich
  • Guatemala: Hombres de Maíz, de Miguel Ángel Asturias
  • Guayana Francesa: Papillon, de Henri Charrière
  • Guyana: El palacio del pavo real, de Margarita Mateo Palmer
  • Haití: Breath, Eyes, Memory, de Edwige Danticat
  • Honduras: Cipotes, de Ramón Amaya Amador
  • Hungría: Eclipse of the Crescent Moon, de Géza Gárdonyi
  • Islandia: La voz, de Arnaldur Indriðason
  • India: El dios de las pequeñas cosas, de Arundhati Roy
  • Indonesia: Hijo de todos los pueblos, de Pramoedya Ananta Toer
  • Irán: Shahnameh, el Libro de los Reyes, de Ferdousí
  • Iraq: El loco de la plaza Libertad, de Hassan Blasim
  • Irlanda: Ulises, de James Joyce
  • Islas Salomón: Suremada, de Rexford T. Orotaloa
  • Israel: Amaneceres en Jenin, de Susan Abulhawa
  • Italia: La divina comedia, de Dante Alighieri
  • Jamaica: Breve historia de siete asesinatos, de Marlon James
  • Japón: Kokoro, de Natsume Soseki
  • Kazajistán: The Book of Words, de Abay Qunanbayuli
  • Kenia: Pétalos de sangre, de Ngũgĩ wa Thiong’o
  • Kirguistán: Jamilia, de Chingiz Aitmatov
  • Kuwait: A Map of Home, de Randa Jarrar
  • Laos: In the Other Side of the Eye, de Bryan Thao Worra
  • Latvia: Nāvas Ena, de Rūdolfs Blaumanis
  • Líbano: The Hakawati, de Rabih Alameddine
  • Libia: Solo en el mundo, de Hisham Matar
  • Lituania: White Field, Black Sheep: A Lithuanian American Life, de Daiva Markelis
  • Luxemburgo: In Reality: Selected Poems, de Jean Portante
  • Macedonia: La hermana de Freud, de Goce Smilevski
  • Malasia: El jardín de las brumas, de Tan Twan Eng
  • Mali: Sundiata: An Epic of Old Mali, de Mamadou Kouyaté
  • Marruecos: El niño de arena, de Tahar Ben Jelloun
  • Mauritania: Silent Terror: A Journey into Contemporary African Slavery, de Samuel Cotton
  • México: Pedro Páramo, de Juan Rulfo
  • Moldavia: Siberian Education, de Nivolai Lilin
  • Mongolia: Cielo azul, de Galsan Tschinag
  • Montenegro: Montenegro, de Starling Lawrence
  • Mozambique: Tierra sonámbula, de Mia Couto
  • Myanmar: Smile as they Bow, de Nu Nu Yi
  • Namibia: Born of the Sun, de Gillian Cross
  • Nepal: Palpasa Café, de Narayan Wagle
  • Nicaragua: El país bajo mi piel, de Gioconda Belli
  • Níger: Sarraounia, de Abdoulaye Mamani
  • Nigeria: Todo se desmorona, de Chinua Achebe
  • Noruega: Hambre, de Knut Hamsun
  • Nueva Zelanda: The Bone People, de Keri Hulme
  • Omán: The Turtle of Oman, de Naomi Shihab Nye
  • Países Bajos: El descubrimiento del cielo, de Harry Mulisch
  • Pakistán: El fundamentalista reticente, de Mohsin Hamid
  • Panamá: Plenilunio, de Rogelio Sinán
  • Papúa Nueva Guinea: Death of a Muruk, de Bernard Narokobi
  • Paraguay: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos
  • Perú: Lituma en los Andes, de Mario Vargas Llosa
  • Polonia: Pan Tadeusz, de Adam Mickiewicz
  • Portugal: Baltasar y Blimunda, de José Saramago
  • Puerto Rico: Cuando era puertorriqueña, de Esmeralda Santiago
  • Qatar: The Emergence of Qatar, de Habibur Rahman
  • Reino Unido: Grandes Esperanzas, de Charles Dickens
  • República Centroafricana: Batouala, de René Maran
  • República Checa: Las aventuras del valeroso soldado Schwejk, de Jaroslav Hašek
  • República Democrática del Congo: El antipueblo, de Sony Labou Tansi
  • República Dominicana: La maravillosa vida breve de Oscar Wao, de Junot Díaz
  • Rumanía: El bosque de los ahorcados, de Liviu Rebreanu
  • Rusia: Guerra y paz, de León Tolstoi
  • Serbia: Diccionario Jázaro, de Milorad Pavić
  • Siria: El lado oscuro del amor, de Rafik Scahmi
  • Somalia: The Orchard of Lost Souls, de Nadifa Mohamed
  • Sri Lanka: El fantasma de añil, de Michael Ondaatje
  • Sudáfrica: Desgracia, de J. M. Coetzee
  • Sudán Sur: They Poured Fire on Us from the Sky, de Benson Deng, Alephonsion Deng, Benjamin Ajak y Judy A. Bernstein
  • Sudán: Lyrics Alley, de Leila Aboulela
  • Suecia: La saga de Gosta Berling, de Selma Lagerlöf
  • Suiza: Heidi, de Johanna Spyri
  • Surinam: The Cost of Sugar, de Cynthia McLeod
  • Tailandia: Four Reigns, de Kukrit Pramoj
  • Taiwán: Green Island, de Shawna Yang Ryan
  • Tanzania: Desertion, de Abdulrazak Gurnah
  • Tayikistán: Hurramabad, de Andrei Volos
  • Timor Este: La redundancia del valor, de Timothy Mo
  • Turkmenistán: The Tale of Aypi, de Ak Welsapar
  • Turquía: Me llamo Rojo, de Orhan Pamuk
  • Ucrania: Muerte con pingüino, de Andrei Kurkov
  • Uganda: Crónicas abisinias, de Moses Isegawa
  • Uruguay: Fútbol a sol y sombra, de Eduardo Galeano
  • Uzbekistán: Chasing the Sea, de Tom Bissell
  • Vanuatu: Black Stone, de Grace Mera Molisa
  • Venezuela: Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos
  • Vietnam: El dolor de la guerra, de Bao Ninh
  • Yemen: The Hostage, de Zaid Mutiee Damaj
  • Zambia: Scribbling the Cat: Travels with an African Soldier, de Alexandra Fuller
  • Zimbabue: La casa del hambre, de Dambudzo Marechera

Seguro que estamos de acuerdo con muchas de las elecciones, e igualmente con otras en desacuerdo, me jugaría algo a que nadie, o muy pocos, conocen todos los libros que aparecen en el mapa y también a que muchos fallaríamos al localizar geográficamente alguno de los países, pero creo que todos estaremos de acuerdo en que es un trabajo espectacular y que merece la pena conocer.