Ya conocíamos la historia de una (falsa) epidemia de tifus creada por los médicos de dos pueblos de Polonia para evitar las deportaciones a los campos nazis, pero también existió otra epidemia, en esta caso real, propagada intencionadamente por los rostros pálidos para acabar con los indios lenape (lenapes lenni, «gente de verdad»), también llamados indios de Delaware.
Fue a mediados del siglo XVIII, tras el fin de la Guerra de los Siete Años, un conflicto que enfrentó a las grandes potencias europeas de la época, encabezadas por Francia e Inglaterra, y que, en el frente americano, tuvo especial protagonismo el mariscal británico Jeffrey Amherst o Barón de Amherst, título nobiliario que creó para él Jorge III, el rey de Inglaterra. A este conflicto, por sus implicaciones, por los frentes abiertos y por los países beligerantes, se le podría considerar como el primer conato de guerra mundial.
Por su labor en el campo de batalla, nuestro barón fue nombrado comandante en jefe del Ejército británico en América en 1758, convirtiéndose en uno de los artífices de la derrota francesa en suelo americano. Pero la historia de este reconocido y vitoreado militar británico tiene, como la Luna, una cara oculta relacionada con la viruela. Tras derrotar a los franceses, en 1763 tuvo que hacer frente a la rebelión de Pontiac, el jefe de los ottawa, que lideró a los nativos amerindios descontentos con las políticas británicas, muy distintas a los acuerdos que tenían con los franceses. A estos nuevos rostros pálidos les gustaba que les llamasen de usted y mantener las distancias, y se levantaron en armas contra ellos. Al mariscal le pilló por sorpresa, porque en ningún momento se planteó que un “atajo de salvajes” pudiese rebelarse contra un imperio.
Pero sí, lo hicieron. Ante la imposibilidad de tomar por la fuerza el fuerte Pitt (hoy, Pittsburgh), en junio de 1763 la tribu de los lenape cercó la posición y montó un asedio. Y aquí empieza la controversia. En el interior del fuerte hubo un pequeño brote de viruela que mató a unos pocos colonos y en el exterior hubo una epidemia posterior que acabó con miles de indios. Se dice, se cuenta, se comenta, que el contagio de los indígenas se produjo cuando los británicos les dieron una mantas infectadas durante una tregua para parlamentar. Así que, aquella epidemia habría sido organizada. Los británicos argumentaron, y lo siguen haciendo, que nada tuvieron que ver con aquella epidemia de viruela, que se debieron contagiar con el asalto de otras posiciones europeas, y que sería imposible que con apenas unas mantas se pudiese generar tal mortandad. No se sabe exactamente qué ocurrió, pero creo que en un juicio el defensor británico lo tendría muy difícil cuando el fiscal indígena presentase su prueba acusatoria: la correspondencia entre Jeffrey Amherst y Henry Bouquet, el coronel que estaba preparando una expedición para liberar Fort Pitt. Entre las cartas que se cruzaron los militares, el barón escribió…
¿No se podría enviar la viruela a las tribus de indios rebeldes? Debemos, en esta ocasión, usar cualquier estrategia en nuestro poder para reducirlos […] Harás bien en tratar de inocular a los indios por medio de mantas, así como probar cualquier otro método que pueda servir para extirpar esa execrable raza.
Ante esto, no te salvan ni todos los abogados juntos de Suits, Damages, The Good Wife y Ally McBeal. Jeffrey debería haber sabido que “la esposa del César no solo debe ser honesta, sino parecerlo”, que se diría de Pompeya Sila, la segunda esposa de Julio César.
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