La idea de la irrigación del desierto del Sahara y los desiertos australianos, como idea, me parece brillante, otra cosa muy distinta es la posibilidad de llevar a la práctica estos megaproyectos, aunque no en la mente del inventor británico Arthur Paul Pedrick. Este británico, que entre 1962 y 1976 patentó 162 inventos, registró en 1976, poco antes de morir, la patente número GB 1047735 «Transferencia de agua dulce desde un lugar en la superficie de la tierra a otro en una latitud diferente, con el propósito de irrigación, con energía de bombeo derivada del efecto de la Rotación de la tierra sobre el eje polar”. Algo así como irrigar los desiertos del Sahara y Australia mediante unas tuberías semiflotantes que llevarían el agua dulce desde el Amazonas al Sahara y el hielo de la Antártida a los desiertos australianos. Estos son algunos bocetos del proyecto que pretendía acabar con el hambre en el mundo.

Pues por muy descabellados que parezcan estos proyectos, que lo son, Arthur Paul Pedrick no fue el primero en plantearlos. El arquitecto alemán Herman Sörgel ya lo había hecho 40 años antes, aunque en esta ocasión con fines geopolíticos más que humanitarios.

Ante el poderío del continente americano y los países asiáticos, el arquitecto alemán Herman Sörgel pensaba que la vieja Europa quedaría relegada a un segundo plano si seguía dependiendo de la energía y las materias primas de terceros, así que ideó un megalómano proyecto Atlantropa para recuperar el papel protagonista que había tenido a lo largo de la historia. Después de elaborar durante varios años su proyecto, en 1932 montó un exposición itinerante en la que lo presentó al público. La base de su plan era la construcción de una presa en el estrecho de Gibraltar y otra en el estrecho de los Dardanelos, de tal forma que el Mediterráneo se convertiría en una descomunal central de enegría hidroeléctrica (Europa dejaría de depender de la importación de petróleo, gas o carbón).

De este modo, y debido a la evaporación de las aguas del Mediterráneo, el nivel del mar iría disminuyendo y los países costeros ganarían ricas tierras de cultivo. La unión terrestre de Europa y África, junto a la también proyectada irrigación del Sahara, convertiría al continente africano en el suministrador directo de alimentos y materias primas. Europa y África se convertirían en el supercontinente Atlantropa. Aunque su proyecto era, siendo generoso, descabellado, en él se detallaba todo al milímetro y se daba solución a varios problemas que pudieran surgir: la presa se debía construir no en la parte más estrecha (catorce kilómetros), sino algunos kilómetros mar adentro; la base habría de tener una anchura de dos kilómetros y medio, una altura de trescientos metros y para su construcción -sólo de la presa de Gibraltar- se emplearían diez años y unos doscientos mil trabajadores en turnos continuos; la mayoría de los puertos tendrían que volver a construirse al bajar las aguas del Mediterráneo, la ciudad de Venecia contaría con una presa propia para conservar sus canales… la totalidad de las obras del proyecto tardarían en construirse un siglo, por lo que Herman estimaba que acabaría con el paro. Eso sí, en ningún momento se pensó en los daños medioambientales que provocaría el proyecto. Eran años en los que el medioambiente era simplemente un regalo de los dioses del que podíamos disponer y explotar a nuestra conveniencia.

Lo que parece raro es que, conociendo la mente megalómana de Hitler, la Alemania nazi no se interesase por este proyecto -era más barato y rápido conquistar Europa a sangre y fuego que con la ingeniería y la arquitectura-. Sörgel siguió defendiendo su proyecto hasta que en 1952 fue atropellado por un coche mientras circulaba en bicicleta, y Atlantropa quedó para las novelas de ciencia-ficción.