¿Os podéis imaginar a un cerdo, una vaca o un animal salvaje llevados a juicio? Y no hablo de una pantomima, sino de un juicio con todas las garantías procesales, incluso con su abogado defensor, lógicamente de oficio. Pues sí, hasta prácticamente el siglo XIX era práctica común acusar a un animal de un delito cualquiera y someterlo a juicio. El conjunto de normas, en teoría inspiradas en ideas de justicia y orden, que regulan las relaciones humanas en toda sociedad han variado a lo largo de la historia, y si ahora a nadie le cabría en la cabeza juzgar a un animal, hubo momentos y lugares en los que lo fundamental era castigar al culpable, fuese quien fuese, y por muy irracional que fuera el bicho, había que juzgarle, condenarle y, llegado el caso, excomulgarle y ejecutarle. Para colmo, el pueblo acogía de buen grado este tipo de juicios absurdos e histriónicos.

Como os he dicho, había que cumplir todas las garantías procesales, así que había que emplazar y trasladar al acusado ante el tribunal, donde se le asignaba un abogado defensor que juraba cumplir sus funciones “con celo y propiedad”, y, por tanto, podría utilizar toda clase de procedimientos y recursos jurídicos: sobreseimientos, prórrogas, vicios de nulidad… Y hubo algunos letrados que lo hicieron de forma brillante, como el joven abogado francés del siglo XIV, Bartolomeo Chassané en su magistral defensa de las ratas de la diócesis de Autun (Francia).

Una plaga de ratas asolaba la región haciendo de las suyas, y ante la imposibilidad de controlarlas, a alguien se le ocurrió denunciarlas antes el tribunal eclesiástico local. Lógicamente, se las emplazó para que se presentasen ante el tribunal, y lo hicieron colgando un auto de emplazamiento en la puerta de la iglesia local. Como las ratas no comparecieron, la fiscalía exigió al tribunal una sentencia inmediata, pero Chassané argumentó que eran tan numerosas que la citación tenía un defecto de forma. El tribunal admitió su protesta, y se ordenó a los curas de cada parroquia que recorriesen el pueblo y los campos y leyesen en voz alta la citación. Aún así, no se presentaron. Y el fiscal añadió el delito de desacato, además de volver a pedir una sentencia. Pero Chassané no iba a dejar a sus clientes tirados, sacó otro as de la manga y esta vez argumentó que muchas eran demasiado viejas y otras demasiado jóvenes para hacer un viaje hasta el juzgado; y el resto de sus clientes, aunque estaban dispuestos a asistir, tenía miedo de salir de sus agujeros “por los malvados gatos de los denunciantes”. Así que, el letrado exigió que las autoridades asumiesen la protección para que sus clientes pudiesen asistir, lo que habría supuesto un gasto brutal y, además, al tener que asumir las autoridades locales la custodia, se exponían a tener que hacer frente a cuantiosas indemnizaciones si alguno de sus clientes sufría algún daño. Chassané consiguió llevar el proceso a un punto de no retorno y el juicio fue aplazado sine die… y hasta la fecha. Así que, podemos decir que ganó la defensa.

Este caso le sirvió al joven abogado para iniciar una fulgurante carrera que le llevó a ser presidente del parlamento de Provenza. Más tarde, enfrentándose a una fuerte oposición social, defendió a un grupo de herejes con el fino argumento de que “si hasta las ratas de Autun han tenido un juicio justo, ¿por qué negárselo a alguien por considerarlo hereje?”. Pero aquí no le sirvió para ganar, y lo que sí se ganó fueron muchos enemigos por defender herejes. Poco tiempo después, recibió un ramo de flores perfumado con un potente veneno y cayó fulminado en cuanto las olió.