El primer imperio conocido de la humanidad fue el acadio, fundado por Sargón de Akhad. Naram-Sin, su nieto, fue un digno sucesor en cuanto a conquistas, pues habiendo perdido todo el imperio al comienzo de su reinado, por culpa de una guerra civil, logró recuperarlo y aumentar las fronteras a costa, eso sí, de pasar a la posteridad como un gran conquistador pero un pésimo gobernante, pues hizo que el imperio acabase sumido en la ruina económica, social y demográfica. Uno de los recuerdos que nos quedan de él es un objeto conservado en el Museo del Louvre, en concreto, la Estela de Naram-Sin. Esta bella talla en piedra arenisca se ha hecho famosa en los últimos años gracias a que en muchos medios ufológicos la exponen como ejemplo de que hubo ovnis en la Antigüedad. El monarca estaría, según estos medios, observando dos ovnis en lo alto.

Estela de Naram-Sin

No deja de ser curioso que esos medios no hayan caído en el inocente detalle de que hay dos textos cuneiformes en la estela. En uno de ellos se explica que el objeto conmemora la victoria del rey acadio sobre los montañeses lullubis. Los dos “ovnis” son, simplemente, representaciones de los dioses a los que estaba dedicada la campaña militar, pues los templos de turno corrían con los gastos de intendencia. La mejor conservada es, claramente, la estrella de Shamash (el dios sol) y la dañada parece ser la de Ishtar (diosa de la guerra, del sexo y el amor). A lo largo de los años la estela ha personificado el poderío militar acadio, pero en los últimos tiempos varios historiadores han comenzado a ver que hay algo raro en ella. Damos por supuesto que es una obra de autobombo típica de un monarca de la Antigüedad. El rey es más alto, más guapo, más valiente que nadie, y no sabía la lista de los reyes godos al derecho y al revés porque aún no se había inventado. Pero definitivamente algo no cuadra del todo. El primer elemento anómalo sería la duración de la campaña: unas versiones apuntan cinco años; otras algo más. Naram-Sin conquistó toda Ebla (Siria y parte del sur de Turquía), con 17 ciudades incluida una con triple muralla (Armanum), en menos tiempo. Arrasó desde la actual Siria hasta Gaza en menos aún. Sometió el Elam en una sola batalla. Los lullubis eran montañeses que vivían en lo que hoy son los Montes Zagros, en la frontera entre Irán e Iraq. ¿Cinco años para conquistar ese pedacito de terreno? Por si fuera poco, no mató Satuni, el rey lullubi. Firmó un tratado de amistad con él, lo que también es increíble porque al acadio le encantaba cortar gargantas. Dejó un rastro de más de 40 gobernantes muertos. Y más increíble es que, al parecer, los acadios no conocieran el nombre de la capital lullubi, ni su localización, al contrario que en los demás casos. Hoy en día, por culpa de ello, no tenemos ni idea de dónde estaba situada. Sabemos que Naram-Sin era algo mentirosillo. En su estela del Monte Taurus asegura haber matado a 17 reyes eblaítas, pero gracias a la biblioteca real de Ebla sabemos que, salvo dos, el resto eran simples gobernadores… o incluso menos. Al acadio le gustaba exagerar.

Zagros

Todo esto nos hace imaginar un panorama distinto al que el monarca nos quiere hacer ver en la estela. Los Montes Zagros son muy escarpados, y en tiempos de de los acadios, además, estaban cubiertos por grandes y espesos bosques de cedros y coníferas. Imaginemos a un ejército triunfante que avanza por un terreno desconocido, del que no sabe ni dónde están las ciudades, ni los puntos de vaguada. Soldados entrenados para utilizar dos armas fulminantes, la falange de infantería y el arco compuesto, pero que ven que son inútiles en un terreno escarpado, boscoso y abrupto. Guerreros que pasan hambre porque no saben dónde está la comida,  y que son emboscados día y noche por enemigos armados con hachas arrojadizas que conocen el terreno a la perfección ¿Qué nos recuerda esto? Un nombre viene a nuestra mente: Vietnam. Todos los grandes imperios tuvieron un mal día, un talón de Aquiles. Por lo visto, los lullubis fueron el hueso que se le atragantó a la maquinaria bélica acadia. Después de años de bajas, de sufrimiento, de gastos, y de no saber ni la distancia a la que estaba la capital enemiga, el rey acadio optó por hacer el paripé: firmar un tratado inexistente o mero papel mojado, darle unas palmaditas al colega Satuni y largarse silbando mientras se alega que París es bonito en primavera. No es el primer caso de la Antigüedad en que un monarca absoluto levanta un monumento para disimular un dolor de callos.

Esto nos indica varias cosas: que no hay enemigo pequeño y los kurdos son gente dura de pelar, pues se piensa que son los descendientes de los lullubis; que incluso de los fracasos puede salir una bellísima obra de arte; que no hay que creerse todo lo que diga un monarca absoluto y, menos aún, si se nos muestra con un marcado amor por las proporciones exageradas (dime de qué presumes…); y, por supuesto, que aunque tengas a dos ovnis de tu parte puedes sufrir, a fin de cuentas, un mal día.

Colaboración de Joshua BedwyR