[…] La pequeña fullonica de Quinto Talpicio estaba situada a espaldas de la muralla de la necrópolis. Iónica, la esclava de máxima confianza de Aula Plautia —una de las matronas más admiradas y envidiadas de toda la colonia— había acudido aquella mañana a recoger las togas y túnicas de sus amos. Talpicio tenía muy mala fama en toda la colonia. Era caro y sus métodos muy controvertidos. De todos era sabido que en su pequeña balsa de lavado se hacinaba un grupo de esclavos viejos, malnutridos y macilentos que tardaban más de lo normal en enjuagar las prendas. Pero lo peor no era eso; los orines que usaba en el proceso le llegaban de cualquier forma, recolectados en letrinas y lupanares, además de emplear esencias baratas y aguadas para quitarle ese aroma ácido a las prendas después de prensarlas. Pero no había mucho más donde elegir. De los cinco establecimientos que hubo en la colonia antes del asalto de los francos, solo quedaban dos en funcionamiento: el de Voconio y el suyo.

Iónica no estaba sola. Otras esclavas domésticas como ella aguantaban aquella desagradable espera en el vestíbulo de la fullonica, aguardando pacientemente a que les entregaran sus encargos. A pesar de ser Ianuarius, la pestilencia que emanaba desde la sala de enjuague era insoportable. Se consolaba a sí misma pensando en la pobre gente condenada a pasar sus días remojando togas en un charco de orines; en verano aquella tarea todavía sería mucho peor. Tuvo que salir a inspirar una fría bocanada de aire matutino para evitar que una arcada prosperase y la hiciese arrojar las gachas del desayuno. Era un día desapacible y plomizo. Aún había pequeñas placas de hielo entre las losas más sombrías de la calle que se resistían a fundirse y deslizarse entre las hendiduras de la calzada hacia el arbellón.
—Iónica, ¿sabes que el praeses ya está aquí? —le preguntó una de sus compañeras de vestíbulo cuando entró de nuevo en la fullonica.
—Ya me he enterado; me lo dijo mi señora ayer. Severina, son malos tiempos para nuestra fe.
—Sí, tendremos que andar con mucho cuidado mientras esté el praeses en la ciudad. Lo que se escucha en las reuniones sobre él es espeluznante. Muchos hermanos son muy pesimistas al respecto.
—Tampoco hemos de amilanarnos. Dios lo ha dispuesto así, y así hemos de aceptarlo. Cada día rezo por esos dos pobres hombres.
—¿Les has visto? —le susurró la esclava al oído, evitando con ello alguna oreja interesada y delatora.
—No, pero sé que mi señor Antonio visita al más joven de los dos y… ¿Sabes una cosa, Severina? Desde que va a verle, le noto un poco más cambiado, más tolerante.
—Tu señor Antonio siempre ha sido un hombre prudente.
—Sí, pero ahora su mirada no muestra rencor y odio, diría incluso que apatía, como mostraba años atrás. Parece que, por fin, las heridas del pasado empiezan a cicatrizar.
—Iónica, no te veo buena cara, ¿te ha pasado algo con tu señora?
—No, solo es que no he dormido bien; ayer tuve sueños muy extraños. Había un cuervo graznando en medio de un vertedero y, de repente, alzó su vuelo hacia donde yo estaba y, al girarme, me desperté. Cuando volvía a dormirme vi una piedra de molino sobre una playa de guijarros; corrí hacia ella y, cuando estaba a punto de alcanzarla, caí sobre la grava. Al levantar la vista vi el mar, pero no el nuestro, sino una costa que también me resulta conocida, con una montaña y un islote cubiertos de brumas…
—Sí que es extraño… ¿Será un mensaje del Señor?
En aquel preciso instante apareció un joven y famélico esclavo con una cesta repleta de paños, túnicas, togas y demás telas de servicio. Se quedó mirando a la clientela y con voz potente dijo:
—¡Iónica! Aquí lo tienes; no te entretengas, ya has visto cómo está esto hoy de gente… […]

Fullonica de Stephanus

Colaboración de Gabriel Castelló

Sirva este sencillo pasaje extraído de mi novela Devotio para introducir el negocio que vamos a abordar hoy. Toda ciudad o colonia romana disponía de una o más fullonica, nuestra actual lavandería y tintorería. Se han hallado restos de estos negocios en Ostia, Barcino y Herculano, alguno de ellos como la de Stephanus en Pompeya en un excelente estado de conservación. Consistía en una tienda de lavado de ropa de hogar y vestimenta, algo nada relevante excepto por el modo en que se realizaba dicha limpieza antes del uso de sustancias químicas artificiales. El orín humano era la materia prima principal que se usaba en la balsa de enjuague (saltus fullonici), pues el amoniaco que contiene, conjugado con cal y cenizas como blanqueantes, conseguía extraer las manchas de las túnicas, togas y manteles de lana. Su obtención era curiosa, desde importado en ánforas de remotos lugares (el hispano era considerado como del mejor calidad) o recogido en las letrinas públicas e incluso, como en los actuales urinarios de un centro comercial, directamente desde las paredes de la fullonica donde había dispuestas medias ánforas perforadas en su base para que los transeúntes pudiesen aliviar sus vejigas paseando por el pórtico. En Pompeya pueden leerse letreros en las paredes que invitan a hacerlo. Estos orines se mezclaban en las ánforas con las cenizas y la cal y se vertían después en las balsas donde los esclavos se encargarían de enjuagar las telas como si de un lagar se tratase, pisando las prendas e impregnándolas con la pestilente pero detergente emulsión de soda y orines.

El proceso era muy sencillo: tras una breve inspección de las prendas y realizados los remiendos y composturas pertinentes, eran echadas a la balsa para el intenso pisoteo de los esclavos. Una vez las manchas habían desaparecido, las prendas eran llevadas a una balsa exterior más grande, llamada lacuna fullonica, donde se enjuagaban con agua de lluvia recogida en el impluvio, se escurrían y después se tendían al sol, perfumándolas con esencias herbales y florales una vez secas por unas pocas monedas más para los clientes más acomodados. En el afán de la administración pública de recaudar por todo, algo que hoy en día nos suena mucho, el emperador Vespasiano decretó un impuesto sobre los orines recogidos en las propias fullonicae a través de las donaciones gratuitas de la ciudadanía. Dice Suetonio que Tito, el hijo del emperador, le recriminó a su padre dicho impuesto y que aquel extrajo de su bolsa un áureo, se lo puso en la mano y le preguntó si le molestaba su olor. Tito lo negó, y su padre le respondió: “y sin embargo, procede de la orina”. PECVNIA NON OLET… El dinero no huele.

saltus fullonici