Tengamos en cuenta un matiz primordial a la hora de adentrarnos en la sexualidad de aquellos tiempos: nuestro actual pudor y rubor congénito por algunos temas, como el sexo, está imbuido en nuestras mentes por la educación judeo-cristiana que hemos recibido desde pequeños y que algunos de nuestros mayores aún profesan. De hecho, hasta 1990 la Organización Mundial de la Salud (OMS) no excluyó la homosexualidad de la Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades. Pero en la sociedad grecorromana el concepto de “pecado” y “homosexual” no existen, ni se contempla como un atentado moral la pederastia. Lo importante no era con quien te acostabas, sino que rol jugabas en la relación, activo o pasivo. En Roma el sexo no es una relación entre iguales, sino un juego de poder, en el que lo aceptable o inaceptable viene determinado por el puesto que uno ocupa en la jerarquía social. Séneca el Viejo decía…

el sexo pasivo en un hombre libre es un crimen; en el esclavo, una obligación; en el liberto, un servicio.

Habría que precisar que estamos hablando de homosexualidad masculina, porque dado el papel de las mujeres en estas sociedades el lesbianismo (de la isla griega Lesbos, hogar de la poetisa Safo) u homosexualidad femenina  no se admitía socialmente, algo inexplicable y prácticamente invisible en estas culturas, lo que no quiere decir que no existiese. Es más, en las ocasiones en que se hacía visible, como en algunos escritos de autores satíricos como Juvenal o Marcial, el comportamiento sexual de una de las mujeres es masculinizado, intentando con ello hacer comprensible ese comportamiento y no cuestionar el orden moral establecido.

En este texto de Luciano de Samósata, de su Diálogo de las Hetairas, descubrimos con toda claridad la realidad no sólo de la homosexualidad femenina o lesbianismo, sino también la realidad de una persona cuya identidad de género no se corresponde con el sexo que se les asignó al nacer (trans).

CLONARION.- Oímos cosas nuevas acerca de ti, Leena,… que Megila de Lesbos, la rica Lesbia, está enamorada de ti como si fuese un hombre y que vivís juntas, y no sé qué os hacéis una a la otra. ¿En qué consiste? ¿Has enrojecido? ¡Ea!, dime si esto es verdad.

LEENA.- Es verdad, Clonarion, y yo estoy avergonzada, porque es algo antinatural.

CLONARION.- Por Afrodita, ¿de qué se trata? ¿qué quiere esa mujer? ¿Y qué hacéis cuando estáis juntas? ¿Lo ves? No me quieres, pues de otro modo no me ocultarías tales secretos.

LEENA.- Te quiero más que a cualquier otra, pero ella es terriblemente varonil.

CLONARION.- No entiendo bien lo que dices, a no ser que sea “una cortesana de mujeres”, pues dicen que en Lesbos hay tal tipo de mujeres, con aspecto de hombres que no quieren tener experiencias con hombres, sino que se acercan a las mujeres como si fueran hombres.

LEENA.- Es algo así.

CLONARION.- Entonces, Leena, explícamelo con detalle, cómo se insinuó la primera vez, cómo te dejaste tú también convencer y lo que vino después de eso.

LEENA.- Ella y Demonasa, la corintia, rica como ella y de las mismas artes que Megila habían organizado juntas una fiesta, y me contrataron a mí para que les tocara la cítara. Cuando terminé de tocar y era ya una hora intempestiva y había que acostarse, y ellas estaban aún borrachas, me dijo Megila: ¡Ea, Leena! Ya es una buena hora de acostarse, duerme aquí con nosotras, en medio de las dos.

CLONARION.- ¿Y qué pasó luego?

LEENA.- Me besaban al principio como los hombres, no sólo juntando sus labios a los míos, sino entreabriendo la boca, y me abrazaban y me apretaban los pechos. Demonas también me daba mordiscos a la vez que me colmaba de besos. Yo no podía interpretar lo que era aquello. Después de un tiempo, Megila que ya estaba un poco caliente, se quitó la peluca de la cabeza –llevaba una muy bien imitada y perfectamente ajustada-, y se mostró pelada al cero, rapada como los atletas muy varoniles. Y yo al verla me quedé turbada. Pero ella me dice: ¿Has visto alguna vez, Leena, a un jovencito tan hermoso? Yo no veo aquí, Megila, a ningún jovencito, le dije. No me tomes por mujer, dijo, pues yo me llamo Megilo y ya hace tiempo que me casé con Demonasa, ésta presente, y ella es mi mujer. En esto Clonarión, me eché a reír y dije: ¿Entonces tú, Megilo, nos has estado ocultando que eras un hombre, igual que dicen que Aquiles se ocultaba entre las doncellas, y tienes la virilidad propia de hombres y haces a Demonasa lo que los hombres hacen? No la tengo, Leena, dijo, ni la necesito en absoluto; verás que yo hago el amor de una manera especial, mucho más agradable. ¿Entonces no serás un Hermafrodito, dije yo, de los que se dice que hay muchos, que tienen ambos sexos? Porque yo, Clonarion, todavía ignoraba el tema. No, me dijo, soy un hombre completo. Oí contar, dije yo, a la flautista beocia Ismenodora que relataba historias tradicionales de su país, que en Tebas alguien se convirtió de mujer en hombre y que éste había llegado a ser un magnífico adivino, Tiresias se llamaba, creo. ¿Acaso a ti te ha ocurrido algo semejante?
No, Leena, dijo ella, sino que nací igual que todas vosotras, pero mi pensamiento, mi deseo y todo lo demás lo tengo de hombre.
¿Y te basta con el deseo, dije yo? Dame una oportunidad, Leena, si no te fías de mí, me dijo, y te darás cuenta de que no me falta nada de lo que tienen los hombres, pues tengo algo a cambio de la virilidad. Pero dame una oportunidad y lo verás.
Se la di, Clonarión, porque ella me lo suplicó mucho y me regaló un collar de los de mucho precio y vestidos de los muy finos. Luego yo la abracé como a un hombre y ella actuaba y me besaba y jadeaba y me parecía que sentía un placer de una manera exagerada.

CLONARION.- ¿Y qué hacía, Leena, o de qué manera? Dime esto sobre todo.

LEENA.- No me preguntes con tanto detalle, pues son cosas vergonzosas; así que, por Afrodita, no te lo podría decir.