Si viajamos a Iraq y nos dirigimos hacia los Montes Zagros, en la frontera con Irán, a unos 40 km de Bagdad, y muy cerca del río Diyalah, nos encontraremos con un yacimiento arqueológico. Se trata de la antigua ciudad sumeria de Eshnunna. A primera vista el yacimiento no parece gran cosa. Las viejas ruinas sumerias se encuentran siempre revueltas. Cuando un edificio se hacía viejo o se deterioraba, los sumerios se limitaban a arrasarlo y construían uno nuevo encima de los cascotes. Por ello, a los arqueólogos les resulta muy difícil determinar si una pared pertenece a un palacio, un templo o a un simple patio.En el caso de la ciudad de Eshnunna, en los años 30 del siglo XX se limitaron a excavar una ancha trinchera de unos 5 metros de ancho que cruza la zona del yacimiento. Cada vez que se topaban con algo que parecía interesante, ampliaban la zona de búsqueda.De esa forma, se descubrió el palacio del gobernador y, junto a él, los restos de un templo que se piensa que estuvo dedicado al dios Ninazu, una divinidad infernal relacionada con la curación y protectora de la ciudad -entre los dos ríos, ni el infierno era un lugar de condena y castigo, ni los seres infernales eran necesariamente “malignos”-.

En una de las habitaciones de las ruinas del templo se encontraron varios objetos que llamaron la atención de los arqueólogos. Se trataba de figuras de animales fabricadas en terracota (corderos, gacelas, elefantes, perros, leones…). La primera tentación fue catalogarlos como exvotos, pero aquello no tenía sentido alguno, pues en Sumeria los exvotos solían ser figuras de avatares de dioses -un dragón en el caso de Ninazu- o de seres humanos. Debido a ello se las registró como “objetos de culto”. Por regla general, en el mundo de la arqueología, cuando algo es catalogado como objeto de culto, sin que parezca claramente que lo es, se puede traducir como: “No tengo ni repajolera idea de lo que es esto”.

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Hace unos años algunos investigadores observaron que, esos objetos de culto, eran aún más anómalos, pues algunos presentaban ruedas y/o argollas. Finalmente cayeron en la cuenta de que eran… ¡JUGUETES! ¿Y qué pintaban esos juguetes en el recinto de un templo? Pues la respuesta es sencilla: se trataba del recinto de la guardería, la más antigua identificada hasta el momento. Y es que los sumerios vivían obsesionados con la infancia. Siete de cada 10 niños no llegaban a alcanzar la pubertad por culpa de las fiebres, pues las ciudades sumerias, sobre todo las del sur, solían estar rodeadas de pantanos. Los retoños de la gente importante eran cuidados en guarderías de templos y palacios mientras sus progenitores se dedicaban a sus tareas. Hemos encontrado listas de personal en donde se comprueba que no solo había amas de cría, criados o esclavos a su servicio, sino incluso también personal sanitario. Los sumerios no eran ajenos, por tanto, al viejo arte del cambio de pañales.

Cuando miramos las viejas ruinas de ciudades desaparecidas tenemos tendencia a pensar en guerras, en ejércitos victoriosos o derrotados. Pocas veces se nos ofrece la oportunidad de vislumbrar a un grupo de niños tirando con cuerdas de sus animales de juguete. Es agradable saber que, después de 4000 años, los niños siguen siendo niños. Tal vez la humanidad no esté condenada, después de todo.

Colaboración de Joshua BedwyR autor de  En un mundo azul oscuro