Antes de entrar en materia, me gustaría aclarar el concepto de «memoria histórica«. Por cercanía temporal y proximidad geográfica, en España es fácil relacionar «memoria histórica» con la Ley de Memoria Histórica aprobaba en diciembre de 2007, en la que se reconocían y ampliaban derechos y se establecían medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil española, pero este concepto ideológico e historiográfico es mucho más amplio y complejo. La memoria histórica es el poso o recuerdo que queda grabado en la memoria de un colectivo, normalmente grandes injusticias o gestas, y que puntualmente se recupera para rendir homenaje o basar reivindicaciones. De esta forma, la memoria histórica se convierte en los cimientos de una sociedad, la base de identidad de un territorio, un compendio de costumbres… el nexo de unión de una vida en común. El problema es cuando ese poso o ese recuerdo se distorsiona o se fragmenta por el paso del tiempo o, peor aún, por el interés de algunos. Además, y sabedores de que la memoria histórica se arraiga en el campo de las emociones y de los sentimientos, se preocupan y ocupan de recurrir a estos para que la realidad histórica no destape la verdad. Y como lo emocional no atiende a razones, es harto difícil, por no decir imposible, que pruebas evidentes puedan hacer cambiar ideas preconcebidas y grabadas como verdades absolutas.

Cuando escribes sobre historia, hay que tratar de hacerlo de forma aséptica y desde una distancia prudente que te permita narrar lo ocurrido sin implicarse, sin tomar partido y, sobre todo, sin juzgar. A pesar de intentarlo, sé que en ocasiones, más de la que me gustaría, cometo alguno de estos pecados. Por eso, me es más cómodo escribir, por ejemplo, de la antigua Roma porque la distancia temporal me permite ser más objetivo. Como todos sabéis no soy historiador, sólo un simple aficionado a la historia y, como tal, no soy quien para dar lecciones, pero sí me gustaría que estuviésemos dispuestos a creer que algunas verdades dadas por absolutas pueden ser, como mínimo, relativas.

Y para terminar esta parrafada, me gustaría acordarme de «esos» que utilizan la historia… los manipuladores. Excepto los investigadores, como por ejemplo los arqueólogos, que tratan directamente con la historia, el resto de los que la tratamos no somos originales, bebemos en fuentes que otros nos dejaron; como mucho, y es lo que yo trato de hacer, se puede ser original en la forma de contarlo y en dónde pones el foco y la lupa. El problema es que en algunas ocasiones estas fuentes son contradictorias, parciales o escasas, y aquí es de donde sacan provecho los manipuladores: quitan de aquí, ponen de allá, lo agitan y siempre, y digo siempre, extraen las conclusiones que de antemano se habían propuesto. Ellos serán todo lo originales que quieran ser.

Foto manipulada - Mussolini

Lo ideal, que la memoria histórica fuese fiel reflejo de la realidad histórica. Pero mientras el objetivo de los que tratan con la historia no sea otro que el mero hecho de contarla estando dispuestos a encontrarse cualquier cosa, la historia no será más que un arma arrojadiza y motivo de conflictos. Así relataba Voltaire el origen de las guerras:

Un genealogista prueba a un príncipe que desciende en línea directa de un conde cuyos padres celebraron un pacto de familia hace tres o cuatrocientos años con una noble casa de la que ni siquiera existe el recuerdo.
Esta casa tenía vagas pretensiones sobre una provincia cuyo último poseedor murió de apoplejía. Esta provincia protesta inútilmente contra los supuestos derechos del príncipe; dice que no desea que la gobiernen y expone que para dictar leyes a vasallos, éstos tienen que consentirlo; pero el príncipe no hace caso de estas protestas porque cree su derecho incontestable. Reúne a multitud de hombres, los viste de grueso paño azul, les manda marchar a derecha e izquierda y se dirige con ellos a la gloria.
Otros príncipes oyen hablar de ese gran número de hombres puestos en armas y toman también parte en la empresa, cada uno según su poder, y llenan una extensión del territorio de asesinos mercenarios. Acuden multitudes que se encarnizan unas contra otras, no sólo sin tener interés alguno en la guerra sino sin saber por qué se promueve.
Lo maravilloso de esta empresa infernal es que cada jefe de los asesinos hace bendecir sus banderas e invoca a Dios solemnemente antes de ir a exterminar a su prójimo. Cuando un jefe sólo tiene la fortuna de poder degollar a dos o tres mil hombres, no da las gracias a Dios; pero cuando consigue exterminar a diez mil y destruir alguna ciudad, entonces manda cantar el tedéum.