Nuestro archienemigo de hoy fue uno de los líderes judíos que se rebelaron contra Roma a finales del principado de Nerón, provocando el mayor desastre físico, humano y espiritual que sufrió Jerusalén en toda la Antigüedad clásica. Su obstinación y fe ciega en su Dios llevó al pueblo de Israel a uno de los episodios más sangrientos de su agitada Historia.

Vigésimo novena entrega de “Archienemigos de Roma“. Colaboración de Gabriel Castelló 

En el año 66 de nuestra era, siendo por entonces emperador Nerón, Jerusalén, y toda Judea, se alzó contra Roma. Pero, ¿por qué una provincia hasta entonces anodina y tranquila osó desafiar al estado más poderoso de su época? Entendamos las causas: Judea entró en la órbita romana en una de las exitosas campañas de Pompeyo el Grande, en el 63 a.C. Tras la reordenación del Oriente romano, varios regentes títere al gusto de la República, estilo Herodes el Grande y su inoperante descendencia, gobernaron la provincia bajo la supervisión de un prefecto romano, dejando a los judíos un presunto autogobierno que mantuviese sus tradiciones, siempre y cuando se aportasen regularmente los tributos fijados para la provincia. Aquel tenso equilibrio entre tolerancia religiosa y aceptación política se truncó en la Pascua del año 66. Según nos ha dejado en sus crónicas Flavio Josefo, historiador judeo-romano partícipe en este relato, los motivos de la revuelta fueron la realización de un sacrificio a los dioses ante la Sinagoga de Cesárea, importante ciudad portuaria de Judea con numerosa población de origen griego, el latrocinio de diecisiete talentos de oro destinados al Templo por parte del procurador Gesio Floro y, quizá por ello, la decisión del mantenedor de éste, el hijo del Sumo Sacerdote llamado Eleazar ben Hanania, de no realizar ningún sacrificio más en él en honor al emperador.

Jerusalén en el siglo I

Ante la inminencia del estallido de la revuelta, el timorato Herodes Agripa II y su hermana Berenice huyeron de Judea, buscando refugio en Siria, bien pertrechada con los efectivos que Gayo Cestio Galo, legado del emperador en dicha provincia, estaba reuniendo en la costa dispuesto a atajar la sublevación. Tras unos tempranos éxitos militares de Galo en el valle de Jezreel, se vio incapacitado para tomar Jerusalén con solo la XII Fulminata. Mientras se retiraba para afianzar posiciones, fue sorprendido por Eleazar ben Simón en Beth-Horon. La matanza fue importante, pues prácticamente Galo perdió todos sus efectivos, unos 6.000 hombres más su impedimenta, teniendo que huir ignominiosamente entre cerros y barrancos hasta llegar a Antioquía. Los dioses le privaron de rendir cuentas a Nerón por aquel desastre, pues murió en Siria muy poco después, siendo sustituido en el cargo por Gayo Licinio Muciano.

Cuando las noticias de aquel descalabro llegaron a Roma, Nerón optó por encargarle el asunto a uno de sus más eficientes legados, Tito Flavio Vespasiano, el futuro emperador, quien aglutinó bajo su mando a los restos de la XII Fulminata más la V Macedonica, X Fretensis y la XV Apolinaris. Entre regulares y auxiliares, Vespasiano movilizó un montante de cerca de 60.000 hombres. Entrando en la provincia por el norte, pronto eliminó toda resistencia con semejante rodillo humano. Su avance arrollador forzó que dos hombres reñidos por asuntos internos judíos, Yohanan ben Levi, más conocido como Juan de Giscala, líder de los zelotes, y Simón bar Giora, líder de los sicarios, se replegaran hacia Jerusalén, confiando en resistir en su ciudad santa hasta el aliento final. Ambos eran unos auténticos fanáticos. Juan de Giscala encabezaba a los zelotes, enemigos acérrimos de todo lo extranjero y, por tanto, enemigos públicos del pretorio romano. Por su parte, Simón bar Giora lideraba a los sicarios junto a otros asesinos conjurados como Eleazar ben Jair, el posterior héroe de Masada, dispuestos a matar a todo judío que no se adhiriese voluntariamente a sur revuelta. Incluso el propio Talmud recoge como bloquearon los suministros de la ciudad para forzar a la población a sumarse a su revolución en vez de negociar la paz con los romanos.

Lo que no podían imaginarse Simón bar Giora y los suyos era que el estallido de una guerra civil en Roma paralizaría la campaña de Vespasiano. Tras la muerte violenta de Nerón, se sucedieron disturbios importantes en la ciudad, llegando a ocupar brevemente la púrpura hombres oscuros y de pocos escrúpulos como Otón y Vitelio hasta que, en el 69, fue Vespasiano quien prevaleció entre todo aquel embrollo de intrigas e intereses. Por dicha causa, el nuevo emperador dejó a su hijo Tito en Judea a cargo de sofocar la revuelta. Una ardua tarea para un joven de veintinueve años…

Ante la imposibilidad de tomar al asalto una ciudad tan grande y bien defendida, Tito optó por cercarla, colocando sus cuatro legiones alrededor de ella e impidiendo a los centenares de peregrinos circunstanciales que se encontraban allí durante la Pascua poder salir de la ciudad. Pensó que así habría más bocas intramuros que forzasen una rendición pactada. No salió así. El dios vengativo de los judíos no entendía de misericordia. Miles de personas murieron en Jerusalén víctima del hambre y las enfermedades, mientras Simón Bar Giora y los suyos mantenían a raya tanto a los romanos como a sus paisanos que asistían petrificados a cada represalia de los zelotes, llegando a echar desde los muros a toda persona que se mostrase propensa de llegar a un acuerdo con los romanos. El terror se apoderó de la ciudad. Mataban tanto los fanáticos como la inanición, como le sucedió al codicioso sumo sacerdote Ananías, proclive a pactar un armisticio en el que no peligrase su fortuna. Sacándole de su escondrijo, fue ajusticiado por los zelotes sin el mayor miramiento. Tito seguía esperando; la guarnición de Jerusalén rondaba las 25.000 personas, una parte bajo la autoridad del zelote Eleazar ben Simón ocupando la Torre Antonia, otra parte bajo el sicario Simón bar Giora y una tercera parte de corte idumeo bajo el control directo de Juan de Giscala. Todo intento de asalto pasaría siempre por tomar primero la torre Antonia: era una fortaleza imponente, levantada por Herodes el Grande en honor de su benefactor, Marco Antonio, de ahí su nombre. Mientras los judíos se descomponían en sus cuitas internas, Tito sacaba a sus cuatro legiones a formar ante los muros, atemorizando con su poderío a los centinelas.

Tratando de buscar una solución incruenta a la situación, el joven legado recurrió a los servicios de Yosef bar Mattityahu, quien adoptó posteriormente el nombre de Flavio Josefo en honor al nomen de sus protectores. Era éste un judío pro-romano, muy odiado por los elementos más radicales de la revuelta por su colaboración con Vespasiano tras la toma de Galilea, donde salvó su vida al predecirle que sería emperador. El caso es que Josefo entró como parlamentario en Jerusalén y les dijo a Simón bar Giora y Eleazar bar Simón:

«Que se salven ellos y el pueblo, que salven a su patria y al templo» (Guerra de los judíos V, 362); «Dios, que hace pasar el imperio de una nación a otra, está ahora con Roma» (Guerra V, 367); «Nuestro pueblo no ha recibido nunca el don de las armas, y para él hacer la guerra acarreará forzosamente ser vencido en ella» (Guerra V, 399); «¿Creéis que Dios permanece aún entre los suyos convertidos en perversos?»

Un exaltado le disparó un flechazo como respuesta a su ofrecimiento de rendición, y tuvo que ser atendido de la herida de vuelta al campamento romano. Viendo lo inútil de tratar de llegar a un acuerdo con los judíos, y más después de un contraataque que por poco no le costó la vida a él mismo, Tito pasó a la acción. En el verano del 70 desplegó un asedio proactivo de tal magnitud que llegó a derrumbar la Torre Antonia mediante zapas. Simón bar Giora y sus acólitos defendieron como lobos calle a calle, palmo a palmo, en una lucha lenta y cruenta.

Maqueta del Templo Salomon

Primero cayó la ciudadela y, poco después, el Templo fue engullido por las llamas a causa de un tizón que un legionario echó allí por casualidad. El incendio del Templo de Salomón supuso el punto sin retorno del asalto. Era un tórrido día de finales de Agosto, fecha todavía recordada amargamente por todos los judíos. Las llamas se propagaron a otras barriadas de la ciudad y las legiones tuvieron paso expedito para eliminar los focos de resistencia encabezados por Eleazar ben Simón, quien murió matando, y controlar toda la ciudad. Se considera el 7 de Septiembre como fecha en la que Jerusalén quedó completamente pacificada.

El Senado quiso otorgarle al joven Tito una corona por su victoria, pero éste la rechazó diciendo: «no hay mérito en derrotar un pueblo abandonado por su propio Dios«. El resultado de la revuelta fue devastador. Según citó Josefo, cerca de 1.100.000 judíos murieron en los cuatro años de guerra, además de los 97.000 que acabaron como esclavos. Todos los elementos sagrados del judaísmo, como la Mesa de Salomón o el Candelabro de los Siete Brazos acabaron en el desfile triunfal del futuro emperador, comenzando una ruta legendaria cuya pista se perdió tras la conquista árabe de Hispania. No solo se exhibieron tesoros, Juan de Giscala y Simón bar Giora también desfilaron en el Triunfo; el primero murió en las mazmorras, mientras que su compañero de revuelta tuvo un final más rápido y sencillo. Al final del pasacalle, lo despeñaron desde la Roca Tarpeya, el lugar ancestral desde el que se ajusticiaba a los peores enemigos de Roma.