Décimo octava entrega de “Archienemigos de Roma“. Colaboración de Gabriel Castelló.

Nuestro archienemigo de hoy fue uno de los últimos reyes helenísticos que se enfrentaron al incipiente poder de una república de pastores y labradores que se estaba convirtiendo inexorablemente en el estado hegemónico del Mediterráneo.

Filipo

Filipo V nació en el 238 a.C. Su padre fue Demetrio II, nieto del legendario Demetrio Poliorcetes, uno de los más destacados soberanos de la Macedonia antigónida. Cuando Filipo tenía sólo nueve años, su padre falleció, quedando como regente del reino su tío Antígono. A la temprana edad de diecisiete años, Filipo heredó el reino de su tío, convirtiéndose así en el monarca más joven de su época. Según las crónicas, era un hombre osado y apuesto, un guerrero de probada valentía durante las guerras en Grecia que llegó a ser comparado inevitablemente con el gran Alejandro.

Tras participar activamente en el conflicto de la Liga Helénica, sus aspiraciones hegemónicas le hicieron mirar hacia la vecina Roma y sus posesiones en Epiro e Iliria. La situación de ésta incitaba a ello. Aníbal campaba a sus anchas por una Italia devastada, contexto ideal para lanzar una serie de ofensivas orientadas a expandirse por el Adriático oriental sin excesiva resistencia. Se equivocó. Sus campañas en Iliria fueron infructuosas, perdiendo su flota en el intento, salvo por la toma de la ciudad de Lissus.

Ante tanto infortunio, Filipo creyó conveniente firmar un tratado de mutuo apoyo con el mayor enemigo de Roma de todos los tiempos, Aníbal Barca, quien, tras el desastre de Cannae, era por entonces dueño y señor del sur de Italia. Este “eje del mal” para República romana no fue en la práctica tan letal como pretendían urdir sus promotores, pues la tenaza que ambos líderes pactaron fue neutralizada poco después cuando la Liga Etolia se declaró amiga de Roma, entrando en juego el insidioso rival de Filipo como paladín del mundo heleno, Atalo de Pérgamo.

La confusión que imperaba en el Mediterráneo oriental por aquellos tiempos hizo que tanto Filipo como los cónsules romanos de turno y sus aliados griegos buscasen una solución pactada al conflicto. Así concluyó la Primera Guerra Macedónica, más como una tregua que como una paz. La fijación de Roma sobre Cartago, dispuesta a resarcirse en territorio púnico de la afrenta de Cannae, hizo que su pacto con Antíoco III Megas no llamase en exceso la atención del Senado, siendo fructífero para las ambiciones de ambos soberanos al arrebatarle los dominios egipcios de Anatolia al inexperto Ptolomeo V.

Tras la aplastante victoria de Zama, batalla que marcó el final de la Segunda Guerra Púnica, el Senado de Roma alargó su sombra hacia Grecia. El pacto de Filipo con Antíoco, así como la solicitud de ayuda de Rodas y Pérgamo, aliados de Roma y enemigos de Antíoco, provocaron la declaración de la Segunda Guerra Macedónica en el 200 a.C.

Después de tres años de campañas sin éxitos contundentes por parte de nadie, las falanges macedonias y las legiones romanas comandas por el cónsul Tito Quincio Flaminino se encontraron en la sierra de Cinoscéfalos (Tesalia). Con fuerzas igualadas, salvo los veinte elefantes que llevaba Flaminino, ambas formaciones se enfrentaron con el saldo de cinco mil macedonios muertos y mil cautivos. Las tácticas de acoso y fuga al estilo ibero, sumada a la carga de elefantes que partió en dos la falange, supusieron a la postre la primera derrota de la, hasta la fecha, invencible y estática falange frente a una forma de luchar más ágil e igual de disciplinada, la legión romana.

La derrota de Cinoscéfalos supuso un duro revés para el impetuoso Filipo; además de desmantelar su flota y pagarle a Roma una indemnización de mil talentos de plata (extrapolando a importes actuales, sobre cinco millones de Euros), tuvo que entregar como rehén a su propio hijo Demetrio. Desde la arrolladora campaña de Falminino, Filipo se comportó como un aliado ejemplar para Roma, ayudándola contra Nabis de Esparta y su antiguo socio Antíoco III, acción que le valió la condonación de parte de la deuda y la devolución de su hijo.

La cooperación macedonia no fue suficiente para que muchos de los miembros más escépticos del Senado desistiesen en sus recelos sobre las veladas intenciones de Filipo. El rey dedicó sus esfuerzos a afianzar su poder en los Balcanes, acción que alteró al vecindario, en especial a Pérgamo. La intriga se adueñó de la corte macedonia. Perseo, segundo hijo de Filipo y celoso de su hermano mayor, instigó a su padre sobre las intenciones de Demetrio de pactar con Roma su abdicación para ser coronado él después como rey cliente de la República. Aquel infundio propagado por Perseo llevó a su hermano al cadalso en el 180 a.C.

Batalla de Pidna

La orden de ejecución de su propio hijo minó irremisiblemente la salud del rey, conocedor en sus últimos días de la verdad y de la injusta muerte de su primogénito. Filipo murió en Amphípolis un año después de aquellos terribles sucesos, quizá apenado por ser testigo y cómplice de la muerte de su hijo… y la de su reino. Perseo fue el último rey de macedonia. Poco tiempo después, el cónsul Lucio Emilio Paulo le derrotó en Pidna. Desfiló por las calles de Roma como parte del botín de la Tercera Guerra Macedónica y acabó sus días dos años después recluido en una villa de Alba Fucens. Así concluyó la estirpe de Antígono el tuerto, diádoco del gran Alejandro, y la independencia del reino del Sol de Vergina.