Cuando Urbano II recibió la visita de un embajador del emperador bizantino Alejo I Comneno pidiéndole ayuda para derrotar a los turcos selyúcidas, el papa vio la oportunidad de unir bajo un mismo estandarte a toda la cristiandad. Así que, no solo prestaría ayuda al emperador, sino que, una vez recuperado el territorio perdido por los bizantinos, dirigiría -mejor dicho, ordenaría dirigir- sus ejércitos a Tierra Santa para recuperar Jerusalén. Por ello, en el Concilio de Clermont (1095), Urbano II hizo un llamamiento a toda cristiandad para luchar contra los infieles bajo el estandarte de la cruz (cruzada) al grito de…

Dios lo quiere

A la convocatoria de la que sería la Primera Cruzada, encabezada inicialmente por Francia y el Sacro Imperio Germánico, se unieron caballeros, soldados y numerosa población -unos fanáticos religiosos y otros gente sin oficio ni beneficio que veían la cruzada como una oportunidad de conseguir botín-, hasta transformarse en una migración masiva. En 1099 conquistaron Jerusalén. Aunque la cruzada fue todo un éxito, también fallecieron muchos cruzados durante las distintas batallas. El deseo de los caballeros de noble familia muertos en la cruzada era que sus cuerpos se devolviesen a Europa, pero ¿cómo?

En palabras del historiador italiano Boncompagno da Signa en el siglo XIII…

Los alemanes sacan las entrañas de los cadáveres de sus caballeros de alto rango, si mueren en el extranjero, y dejan el resto del cuerpo hervir mucho tiempo en las calderas. La carne, los tendones y los cartílagos los separan de los huesos. Lo huesos los lavan en vino perfumado y espolvorean con especias, y luego los llevan de vuelta a casa.

Así explica Boncompagno da Signa en qué consistía el Mos Teutonicus (Funeral Alemán). Esta práctica era habitual entre los cruzados cuando morían en Tierra Santa. Dada la imposibilidad de poder llevar el cuerpo incorrupto al lugar de origen del caballero, le extraían el corazón y lo enterraban en algún lugar sagrado, luego descuartizaban el resto del cuerpo y lo ponían a hervir durante varias horas para quedarse únicamente con los huesos. De esta forma, se podían transportar fácilmente y llevárselos a sus familiares para darles sepultura. Hasta que la Iglesia, en este caso el Papa Bonifacio VIII, dijo hasta aquí hemos llegado. En 1300, promulgó al bula De Sepulturis prohibiendo, bajo pena de excomunión, descuartizar y hervir cuerpos para separar los huesos y la carne.

¿Y qué hay de hacer al fuego a los musulmanes? Pues cosas del hambre que te pueden llevar a practicar el canibalismo.

El historiador británico Thomas Asbridge relata en su obra Las cruzadas. Una nueva historia de las guerras por Tierra Santa lo ocurrido en la población de Maarat (Siria) a finales de 1098 como «una de las atrocidades más infames cometidas por los ejércitos de la Primera Cruzada«.

La soterrada lucha de poderes por ver quién meaba más lejos o, dicho con otras palabras, quién se convertía en el paladín de la cristiandad, estalló por los aires en la toma de Antioquía, donde  Bohemundo de Tarento  y Raimundo de Tolosa se las tuvieron tiesas.  El hecho de no existir una hoja de ruta clara para llegar hasta Jerusalén ni un líder nombrado directamente por la autoridad papal retrasaron la marcha y, lo que es peor, descuidaron la intendencia y las rutas de aprovisionamiento, viéndose obligados a organizar algaradas contra poblaciones cercanas para conseguir víveres. Y una de poblaciones fue Maarat, uno de los asentamientos más importantes del oeste de Siria tanto a nivel estratégico como económico. El primer ataque fue repelido por los defensores y a los cruzados no les quedó más remedio que montar un asedio que los soliviantó, que provocó múltiples actos de indisciplina y una drástica reducción de las reservas de comida y agua. Un caldo de cultivo perfecto para que cuando consiguieron tomar la ciudad, en diciembre de 1098, se produjese una matanza salvaje e indiscriminada. Una vez agotado el exiguo botín obtenido durante el saqueo de la ciudad, el hambre volvió…

Me apena informar que en la hambruna resultante era posible ver a más de diez mil hombres dispersos por el campo como ganado, rascando y rebuscando con el propósito de encontrar algún grano de trigo o de cebada, una judía o cualquier hortaliza. […] despedazaban los cadáveres de los musulmanes, pues en las entrañas de estos se solían encontrar monedas de oro.

Y eso solo fue el principio. Poco tiempo después, los más desesperados y hambrientos recurrieron a actos de canibalismo.

Aquí nuestros hombres sufrieron una hambruna excesiva. Me estremezco al contar que muchos de ellos, atormentados hasta el extremo por la locura que les causaba la falta de alimentos, decidieron cortar trozos de carne de las nalgas de los sarracenos que yacían por allí, trozos que luego cocinaban y comían, y devoraban como salvajes sin esperar siquiera que la carne se acabara de asar.

Asbridge recoge otros tantos testimonios que se refieren a que «la escasez de comida se tornó tan grave que algunos cristianos se comieron con gusto los cadáveres podridos de los sarracenos que tres semanas antes habían arrojado a los pantanos«.

 

En le mismo sentido se pronuncia el escritor libanés Amin Maalouf en su libro Las cruzadas vistas por los árabes, donde recoge testimonios de cronistas cristianos de la época:

¡A los nuestros no les repugnaba comerse no sólo a los turcos y a los sarracenos que habían matado, sino tampoco a los perros!  (Alberto de Aquisgrán en su «Historia de las expediciones a Jerusalén»)

En Maarat, los nuestros cocían a paganos adultos en las cazuelas, ensartaban a los niños en espetones y se los comían asados.  (Raúl de Caen en «Los hechos de Tancredo en las cruzadas»)

¿Qué consecuencias tuvieron aquellos escalofriantes actos de barbarie? Aunque como era de esperar la reputación de los cruzados quedó muy tocada, también sirvió para inocular el miedo entre los musulmanes y de esta forma consiguieron que muchas plazas y ciudades se rendieran a fin de evitar hechos similares. Pero es en la ciudad de Arqa (1099) donde surge por primera vez el efecto contrario, una defensa férrea y tenaz de toda la población, consciente, como narra Amin Maalouf, de que si se abría una sola brecha, los degollarían a todos como habían hecho con sus hermanos de Maarat o de Antioquía. Esta dicotomía entre las ciudades temerosas de los cristianos y las que se resistieron ayudó a los cruzados a emerger como una potencia en la zona. No obstante, la balanza acabo inclinándose hacia la resistencia armada y con la unificación de los emiratos árabes de Oriente Próximo bajo gobernantes como Saladino conseguir convertir el miedo y el horror en rabia y ansias de guerra contra el invasor.