Estos días, ha sido noticia la petrolera saudita Aramco, ya que ha protagonizado la mayor salida a Bolsa de la historia, ha recaudado 23.300 millones de euros en la mayor OPV de la historia y se ha convertido en la empresa con mayor valoración bursátil del mundo, con algo más de 1,5 billones de euros. Siendo unas cifras mareantes, que lo son, en mi modesta opinión creo que todavía fueron más rentables los negocios que hizo Estados Unidos con la compra de la Luisiana y de Alaska en el siglo XIX.

Respecto a Luisiana, la compra fue firmada y sellada en 1803 por los Estados Unidos y Napoleón Bonaparte por 15 millones de dólares de la época (unos 240 millones actuales). Casualmente, y gracias a esta ganga francesa, se puede decir que los Estados Unidos son ahora lo que son, ya que el recién adquirido territorio les permitió desarrollarse primero como una gran nación agrícola y ganadera, y más tarde extenderse hacia el océano Pacífico conquistando el mítico y lejano Oeste. Para ilustrar un poco la magnitud de la buena suerte estadounidense, vamos a revisar unos datos. El territorio de Luisiana abarcaba una extensión de 2.200.000 km², casi 4 veces la península Ibérica, una inmensa llanura de miles de acres de tierra fértil, llena de grandes pastizales, apta para la agricultura y la ganadería, y atravesada de norte a sur por el río Misisipi, nace en la frontera canadiense y desemboca en el golfo de México, cerca de Nueva Orleans. Si tenemos en cuenta sus dos grandes afluentes, el Misuri y el Ohio, su cuenca es una de las más largas y caudalosas del mundo, y, desde la época precolombina hasta nuestros días, una vía de comunicación esencial y un medio fundamental para el transporte de mercancías. Todas estas características la convirtieron en el corazón del futuro Estados Unidos.

Luisiana española en 1803

La derrota francesa en la Guerra de los Siete Años terminó con el Tratado de París (1763), que obligaba a Francia a ceder la parte oriental del virreinato de Nueva Francia a los ingleses (Canadá y los territorios al este del río Misisipi, excepto Nueva Orleans), y la parte occidental del virreinato a España (Luisiana española), en este caso como compensación por la pérdida de Florida que quedó en manos de los ingleses. La Francia napoleónica recobró la soberanía de la Luisiana española en el Tratado secreto de San Ildefonso de 1800 y, olvidando el compromiso de que en caso de venta España tendría el derecho de adquisición preferente, Napoleón se la vendió a los estadounidenses. Con gran visión, el presidente estadounidense de ese momento, Tomás Jefferson, envió a sus emisarios a negociar con Napoleón que, por supuesto, ya sabía que era una necedad aferrarse a un enorme territorio escasamente poblado que no podía defender y, estratégicamente, prefería vendérselo a un país amigo a que cayera en manos de Inglaterra. Los mensajeros de Jefferson tenían que sondear la situación, y se presentan ante el Primer Cónsul francés con la propuesta de comprar solamente Nueva Orleans. Sorprendentemente, lo  que recibieron fue una contraoferta para llevarse toda la Luisiana francesa por $ 18 millones. Aunque los representantes estadounidenses no estaban facultados para tomar una decisión de ese calibre, tuvieron la entereza y valentía de aceptar porque, obviamente, sabían que una ganga así se presenta una sola vez en la vida. Con el correspondiente regateo y las copas, el precio quedó fijado en $ 15 millones. A pesar de que era un chollazo, Jefferson tuvo defender la decisión de sus negociadores ante la oposición que se negaba a aprobar tal desembolso. A los opositores les faltaba la visión del presidente y los negociadores: duplicaban su territorio y lo hacían sin derramar una gota de sangre.

¿Y cuánto se pagó por Alaska? El 30 de marzo de 1867 el gobierno de los Estados Unidos pagó 7,2 millones del dólares (unos 100 millones en la actualidad) al gobierno imperial de Rusia por el territorio de Alaska, una inmensidad desolada que no parecía tener mayor utilidad económica, y que hoy es el estado más extenso del país. Y si Jefferson tuvo que defender la compra de Luisiana, cuyo beneficio era más que evidente, qué decir de lo que tuvo que hacer el presidente Andrew Johnson para defender la compra de aquel inhóspito territorio de 1,5 millones de km² -los medios llegaron a publicar: «¿Para qué necesita América ese cofre de hielo y 50.000 esquimales salvajes que beben aceite de pescado para desayunar?«-. Concretamente, a su Secretario de Estado, William Seward, el personaje que estaba detrás de aquel negocio.

No habían pasado dos décadas de la compra cuando estalló la fiebre del oro en Alaska, y a mediados del siglo XX, las petroleras encontraron enormes yacimientos en el norte, que desde entonces han venido siendo explotados de manera intensiva. Alaska es mucho más que simple tierra, es un enorme depósito de recursos naturales y un importante enclave estratégico. Entonces, ¿por qué la vendieron los rusos? Pues por cuestiones económicas y estratégicas.

Por decisión del zar Pablo I, desde 1799 la Compañía Ruso-americana tenía el monopolio comercial sobre todas las posesiones rusas en América, incluida Alaska. Bajo la dirección del empresario Aleksander Baranov, la compañía estableció asentamientos, construyó fuertes y organizó un floreciente comercio marítimo basado en el carbón y el hielo extraídos en Alaska y, sobre todo, de marfil de morsa y pieles que obtenían gracias al trueque con los nativos. Cuando en 1818 Aleksander dejó la dirección por su avanzaba edad, todo cambió: primero fueron los militares los que se hicieron cargo de la compañía y, más tarde, para rematar la faena, directamente funcionarios gubernamentales que burocratizaron la gestión y aumentaron los «gastos de personal». Ni unos ni otros demostraron ser muy duchos en los negocios y lo que era una empresa enormemente rentable se convirtió en un lastre. En honor a la verdad, también influyó la caza desmedida que casi extermina las poblaciones de morsa y nutria, consiguiendo una drástica reducción de marfil y pieles para comerciar. Y como guinda del pastel, la guerra de Crimea de los años 50, en la que Rusia se enfrentó a Inglaterra, Francia y al Imperio otomano, que paralizó el comercio marítimo.

Al igual que le ocurrió a Napoleón, antes de que Alaska cayese en manos de Inglaterra, su enemigo y la gran potencia de la época, el zar Alejandro II prefirió vendérsela a los Estados Unidos, con quien mantenía relaciones cordiales… por aquel entonces. Así que, Rusia envió a Washington al barón Eduard de Stoeckl para entablar negociaciones con el secretario de Estado estadounidense William Seward.