Continuaban los persas doblando a Sunio, cuando los atenienses marchaban ya a todo correr al socorro de la plaza, y habiendo llegado antes que los bárbaros, atrincheráronse cerca del templo de Hércules en Cinosarges…
Esas fueron algunas de las palabras que nos dejó el gran Heródoto de Halicarnaso hace unos 2500 años sobre el archiconocido final de la Batalla de Maratón. A grandes rasgos, recordemos que esta batalla se enmarca en una de las tantas que se sucedieron entre el Imperio Persa y las polis griegas de Esparta (au, au, au), Atenas, Corinto, Mileto… durante las tres Guerras Médicas.
Son muchas las pinceladas que nos ha dejado este encuentro bélico en nuestro ideario colectivo, aunque no todas están históricamente confirmadas. Quedó recogido por nuestro querido Heródoto, como ya tratamos en el artículo “Estrés postraumático hace 3000 años”, el caso del soldado que, sin motivo ni razón alguna, comenzó a padecer ceguera tras la batalla:
En aquel combate sucedió un raro prodigio: en lo más fuerte de la acción, Epicelo, ateniense, hijo de Cufágoras, peleando como buen soldado cegó de repente sin haber recibido ni golpe de cerca, ni tiro de lejos en todo su cuerpo; y desde aquel punto quedó ciego por todo el tiempo de su vida.
Gracias a este mítico combate, podemos hoy en día contemplar el Túmulo de Maratón. Se trata de una pequeña colina que se calcula muy cerca del verdadero campo de batalla en el que todos los caídos atenienses (unos 200) fueron incinerados y enterrados con algunas de sus armas como homenaje a su valentía y coraje. Tampoco nos son desconocidos los 42 km de distancia de la dura carrera de maratón. Esta prueba atlética tuvo su origen presumiblemente en la distancia recorrida por Filípides o Fidípides desde la batalla a Atenas. Allí, mujeres, ancianos y niños que no habían luchado, esperaban temerosos alguna noticia, pues sabían de la amenaza persa de llegar por mar y saquear y quemar la ciudad, violar a sus mujeres y matar a sus hijos. Cuenta la leyenda que el mensaje llegó a tiempo para proclamar la victoria y morir de cansancio tras ello.
Pero… ¿y si esto fuera solo una leyenda? ¿y si los atenienses no hubieran recibido noticia alguna del desenlace y estuvieran viendo la flota persa acercarse por el cabo Sunio como cuenta Heródoto? ¿y si estuvieran dispuestos a jugar una última baza antes de, como se ha dicho, matar ellos mismos a sus hijos y suicidarse después?
El buen historiador de Halicarnaso dejó escrito que los soldados atenienses volvieron de la batalla justo a tiempo para defender también la ciudad de Atenas y que por eso, o por algún chanchullo con parte del ejército persa que se dejó comprar, volvieron para Asia con sus naves.
Sin embargo hay quienes mantienen que, viendo la proximidad del enemigo, fueron las propias mujeres, ancianos y niños quienes se colocaron con escudos, armaduras y lanzas en un punto estratégico de la ciudad. Gracias a esta artimaña, los persas darían por hecho que el ejército había vuelto o, peor aún, que contaban con reservas de infantería que habían quedado en la ciudad. En cualquiera de los casos, otra derrota tan seguida no les vendría nada bien y fue así como “los bárbaros, pasando con su armada más allá del arsenal de los atenienses, dieron después la vuelta hacia el Asia.”
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