Alentado por el antisemitismo que sufrían los judíos en Europa, a comienzos del siglo XX tomó fuerza el movimiento sionista fundado por Theodor Herzl que defendía el reagrupamiento de la población judía dispersa por el mundo, eligiendo Palestina como lugar de asentamiento de sus miembros, ya que había sido la tierra donde se fundó el judaísmo. La región de Palestina, entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, considerada sagrada para musulmanes, judíos y católicos, estaba controlado por el Imperio otomano desde 1517 y ocupada mayoritariamente por árabes. Pero una fuerte inmigración judía, fomentada por las aspiraciones sionistas, comenzó a establecerse en dicho territorio.
En 1917, durante la Primera Guerra Mundial, se firmó la llamada Declaración Balfour, en la que el gobierno británico se comprometía a respaldar la creación de un «hogar nacional para el pueblo judío» en la región de Palestina. Tras la desintegración del Imperio otomano en la Primera Guerra Mundial, Reino Unido recibió un mandato de la Liga de Naciones para administrar el territorio de Palestina, incumplió las promesas de independencia que se habían hecho a los árabes por levantarse contra los turcos y permitió que los judíos comenzaran a crear instituciones autónomas. Esto provocó un clima de tensión entre nacionalistas árabes y sionistas que desencadenó en enfrentamientos.
Con la llegada en Alemania de Adolf Hitler al poder, las migraciones de judíos hacia Palestina se multiplicaron, lo que fue agravando la convivencia con los árabes palestinos, dando lugar a fuertes disputas y revueltas entre ambos. Una vez acabada la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña decidió dejar en manos de la ONU el problema de convivencia de ambas religiones. En 1947, la ONU decidió que el Mandato Británico de Palestina debía ser dividido en dos estados, uno judío y otro árabe, y Jerusalén pasaría a estar bajo mandato internacional. Esta decisión fue aceptada por los israelíes (a los cuales se les otorgó el 55% del territorio) pero no por los palestinos. Tras abandonar oficialmente los ingleses el territorio palestino, el primer ministro israelí, David Ben-Gurión, declaró el Estado de Israel en 1948. Al día siguiente, una coalición de países árabes (integrada por Egipto, Siria, Transjordania, Líbano e Irak) que no aceptaban la resolución y apoyaban a Palestina, comenzaron una guerra contra los judíos. Y desde aquel día, 70 años salpicados de guerras, enfrentamientos callejeros, asentamientos, muros, atentados y acuerdos de paz demasiado breves.
Y si la creación del Estado de Israel fue la llama que prendió definitivamente la mecha, un hispano, el emperador Adriano, fue el que plantó la semilla del conflicto en el año 135 tras sofocar la revuelta del «Mesías judío«.
Simón bar Kojba (שמעון בן כוסבא), también llamado ben Koziba (בן כוזיבא) en otras fuentes, quien acaudilló la gran rebelión de los judíos contra el Imperio Romano. El nombre de este enemigo de Roma entró en la historia cuando el Taná Raví Akiva ben Iosef, sabio rabínico y persona influyente del Sanedrín, le concedió el nombre de Bar Kokeba (del arameo “Hijo de una Estrella”, en referencia al versículo bíblico Números 24:17, “Descenderá una estrella de Iacob”) De esta manera, Akiva señaló a Ben Kojba como el auténtico Mesías que liberaría al pueblo judío de sus opresores.
Pero, ¿por qué el tal Akiva avivó una rebelión en toda regla contra las autoridades romanas? La explicación es sencilla: tras la toma de Jerusalén por las tropas del hijo del emperador Vespasiano, Tito, en el año 70, el delicado equilibrio entre gobierno romano y tradición judía que se había iniciado con Herodes se rompió. La ciudad fue ferozmente saqueada, el Templo incendiado y destruido y muchos de los elementos sagrados del culto judío acabaron exhibidas como botín del Flavio durante su Triunfo por las calles de Roma. A la humillación religiosa se unió el casi un centenar de millar entre muertos y esclavos que originó aquella rebelión de los sicarios. El Sanedrín no volvió a reunirse nunca más en Jerusalén, fue desplazado a Yavne y una legión, la X Fretensis, quedó como custodia de la provincia de Judea, con un pretor y no un prefecto como su máxima autoridad. En equivalencia a nuestros días, Roma aplicó en la zona una especie de ley marcial.
Sesenta años después, el emperador Adriano decidió remodelar de nuevo la vieja ciudad, pero llamándola Aelia Capitolina (Aelia por su nombre, Publio Elio Adriano, Capitolina por el Gran Padre Júpiter). No contento con eso, en su línea de “civilizar” a los primitivos judíos, el emperador promulgó un decreto por el que prohibía expresamente la práctica de la circuncisión, así como el respeto del Sabbat y otras leyes religiosas. Hay que pensar que para un hombre tan “filo helénico” como fue Adriano, la circuncisión no era más que una aberrante mutilación. Nada sabían por entonces los médicos de estadísticas sobre el origen de las infecciones y su estrecha relación con la mortalidad infantil, verdadera razón por la que un prepucio limpio hacía llegar más niños a la madurez. Como último intento de llegar a un pacto, el Raví Akiva encabezó una delegación que se entrevistó con el pretor romano, Turno Rufo, pero éste desoyó la petición de los judíos. La chispa de la sedición estaba prendiendo con fuerza en la siempre díscola Judea…
Según Dión Casio, la revuelta estalló cuando Turno Rufo decidió mover la VI Ferrata a la capital de Judea para asegurarse una tranquila refundación de Jerusalén como Aelia Capitolina. Corría el año 132 cuando Akiva, indignado por la provocación romana, convocó al Sanedrín y a los elegidos para ejecutar la ansiada rebelión. En aquella reunión secreta, el Raví y sus afines decidieron como levantar la provincia entera sin caer en los errores que Simón Bar Giora cometiese en la revuelta del 60. El nuevo Simón, el presunto Mesías, fue el elegido para ejecutar los planes del Sanedrín: alzó con éxito la ciudad y la provincia contra Rufo, aniquilando de paso a la X Ferrata y a la XXII Deiotariana que pretendía auxiliar al pretor desde su base en Egipto. En muy poco tiempo, Simón bar Kojba controlaba toda la Judea romana ejerciendo de caudillo militar apoyado sin condiciones por la facción más dura del sector religioso.
La noticia de la rebelión llegó pronto a Antioquía, donde se encontraba el emperador Adriano. Incapaz de reaccionar con rapidez ante aquella inesperada sedición, necesitó cerca de dos años y medio para movilizar las doce legiones que llegaron desde todo Oriente, incluso desde el Danubio, y ponerlas bajo el mando de un hombre de gran reputación en asuntos militares, Sexto Julio Severo, hasta entonces gobernador de Britania. Mientras tanto, Simón bar Kobja fue proclamado oficialmente “Nasí”, Príncipe de Israel, gobernó como un soberano toda Judea, llegando a acuñar monedas con el lema “Era de la Redención de Israel”. Con la ayuda de su aliado Akiva como líder indiscutible del Sanedrín, quien había reanudado los sacrificios y oficios del judaísmo proscritos por el gobierno de Roma, según pasaban los meses se sentía más fuerte, además de convertirse en un imán para el resto de judíos diseminados por todo el Imperio que volvían a su tierra llamados por la ilusión de su mensaje libertador.
Pero Roma nunca fue un enemigo cómodo, es más, Adriano heredó de su antecesor Trajano la mayor extensión territorial que tuvo el Imperio, por lo que no podía consentir que un sedicioso pueblo sometido desestabilizase la siempre insegura frontera oriental. Severo hizo enseña de su cognomen. Evitando siempre una batalla campal de incierto resultado, en el verano del 135 entraba a sangre y fuego en Jerusalén, con mayor crudeza y brutalidad que en el asalto de las tropas de Tito. El Raví Akiva fue apresado durante la contienda y conducido a Cesárea, base romana desde tiempos de Herodes, donde fue acusado de violar el decreto de Adriano que prohibía expresamente la enseñanza de la Torá. Los carceleros romanos en Oriente nunca se caracterizaron por su indulgencia: Akiva ben Iosef fue torturado con peines de hierro incandescentes que arrancaban la piel a tiras, llamados “uñas de gato”, hasta morir. Es uno de los diez mártires del judaísmo que se sigue venerando hoy en día.
Tras la caída de Jerusalén, el “Nasí” y sus más fieles huyeron a la fortaleza de Bethar (Beitar) Por órdenes directas de Adriano, Julio Severo les siguió, les rodeó y tomó Bethar al asalto sin ninguna piedad, propiciando la muerte de todos quienes allí resistían. Así lo recoge el Talmud. Además, tuvieron que pasar diecisiete años para que las autoridades romanas permitiesen enterrar los restos apilados de los rebeldes que quedaron allí como banquete para los buitres. Bar Kobja murió en Bethar, defendiendo su credo y país hasta su último aliento. Como tributo a su coraje, el primer presidente del moderno estado de Israel cambió su nombre auténtico, David Grün, por David Ben Gurion en homenaje a uno de los aguerridos generales que acompañaron hasta la muerte a Simón bar Kobja. No todos los judíos secundaron aquella rebelión. Sus detractores, tanto judíos como “filo romanos”, le llamaron Simón bar Koceba (“el hijo de la mentira”), en burla a su mesiánica obstinación.
Según Dión Casio, la revuelta de Simón bar Kojba se saldó con 580.000 judíos muertos, así como el asalto de cincuenta ciudades y 985 aldeas. Como hemos visto, en el otro bando tampoco fueron pocas las bajas. Cuando el emperador envió notificación al Senado de su victoria, excluyó la frase protocolaria “Yo y las legiones estamos bien” en consideración a las defenestradas X y XXII. Además, no hubo triunfo por la gesta de Severo, siendo este el único caso conocido en el que un legado victorioso no reclamase su momento de gloria en las calles de Roma.
Para evitar nuevas tentaciones, Adriano ordenó la quema de los libros sagrados de los judíos en la colina del Templo, se prohibió la Torá y el calendario judío. En el solar del Templo se erigieron dos estatuas, una de Júpiter y otra suya. La provincia romana de Judea desapareció, integrándose en Syria Palaestina, nombre inspirado en los filisteos, enemigos seculares del pueblo judío -¡Que ya es tener mala leche!-. Como humillación final, se prohibió a todo judío entrar en Aelia Capitolina.
Así que, podemos concluir que aquel sangriento verano del 135, provocado por Adriano, inició la diáspora de los judíos y, además, borró del mapa su territorio, la provincia de Judea, integrándolo en Palestina.
Un poco cafres los romanos; su represión sería el caldo para nuevas revueltas.
Dede entoces los judíos odian a Roma. Y ahora piense en la frase «Roma ordena que…» ¿A que nos estamos refiriendo? Obviamente no a una ciudad capital de Italia sino a …