Son típicas y, sobre todo, muy cinematográficas las arengas de los adalides antes de entrar en batalla para enardecer los ánimos de los combatientes. En este caso el enfrentamiento se produjo en el año 61 entre Boudica, la reina de los icenos, y Cayo Suetonio Paulo, gobernador romano de Britania.

La mañana del combate Suetonio se levantó al alba, avisado por sus tribunos de que el ejército rebelde había formado frente a ellos. Una línea imprecisa formada en media luna se desplegaba ante él, cerrada por detrás por los propios carros de los britanos que servían de cobijo a mujeres y niños expectantes ante una presunta gran victoria. Suetonio, bien formado en las gestas bélicas de Mario y César, vio en aquello la forma de convertir un festín britano en un auténtico infierno. Formó a sus hombres con la clásica doble línea en forma de dientes de sierra.

Según Tácito, que narró estos hechos cincuenta años después de producirse, Boudica les soltó esta arenga a sus tropas:

Nada está a salvo de la arrogancia y del orgullo romano. Destruirán lo sagrado y desflorarán a nuestras vírgenes. Ganar la batalla o perecer, tal es mi decisión de mujer: allá los hombres si quieren vivir y ser esclavos.

Cayo Suetonio hizo lo propio con las suyas:

Ignorad los clamores de estos salvajes. Hay más mujeres que hombres en sus filas. No son soldados y no están debidamente equipados. Les hemos vencido antes y cuando vean nuestro hierro y sientan nuestro valor, cederán al momento. Aguantad hombro con hombro. Lanzad los venablos, y luego avanzad: derribadlos con vuestros escudos y acabad con ellos con las espadas. Olvidaos del botín. Tan sólo ganad y lo tendréis todo.

Así fue como ocurrió. Suetonio formó a las tropas y esperó acontecimientos. Los britanos, impacientes y desconocedores de las tretas romanas, después de horas de observar la perfecta formación inmóvil enemiga cargaron contra la primera línea. El desfiladero fue acortando la magnitud de la ruidosa carga britana, que se estrelló contra una lluvia de venablos de la primera línea romana. Una vez clavados dejaban los escudos inservibles, o traspasaban como un alfiler la mantequilla los cuerpos sin armadura de los indígenas. Tras la segunda lluvia de venablos un tapiz de cadáveres y moribundos se extendía frente al desfiladero. Fue el momento de avanzar. A paso firme y gladio en mano, las tropas romanas arrollaron a los britanos, acuchillándolos desde su seguro muro de escudos y empujándolos hacia sus carros con cargas de caballería por los flancos. Se supone que más de cuarenta mil britanos murieron pisoteados tras la desbandada del ejército insurgente al ver el avance implacable de las legiones y cerca de ochenta mil al final de aquella sangrienta jornada en la que no se respetó nada. La propia impedimenta britana hizo de dique y congestionó la huída. Las legiones masacraron a la masa indígena, hombres, mujeres y niños, en uno de los episodios más sangrientos de toda la historia de la Britania romana.