Si buscamos en la RAE el adjetivo numantino, la tercera de sus acepciones dice «que resiste con tenacidad hasta el límite, a menudo en condiciones precarias«. Hoy, a la vez que buscamos el origen de esta acepción, rendiremos tributo a los dos mil quinientos numantinos que, todos a una como la posterior Fuenteovejuna, no dieron su brazo a torcer ante el invasor romano.

Solo mentar Numancia, aquella pequeña y terca ciudad, provocaba sarpullidos en el Foro de Roma. Los hijos de los grandes hombres, en vez de alistarse para ganar fama y prestigio en su cursus honorum, trataban de eludir sus compromisos militares con tal de no acabar enrolados en el siguiente ejército que partiría hacia la indómita frontera hispana. Durante casi veinte años, las tribus celtíberas y arévacas se mantuvieron en clara hostilidad frente a Roma, desafiándola y ocasionándoles a los cónsules Metelo, Quinto Pompeyo y Pompilio Lenas derrotas y humillaciones, aunque ninguna como la sufrida por Hostilio Mancino. En 137 a.C. el cónsul ordenó, como todos, asediar la ciudad, pero ante la imposibilidad de tomarla y las noticias de la llegada de tropas de otros pueblos celtí­beros y de tribus cántabras, levantaron el sitio y se retiraron. Los numantinos, crecidos, salieron tras ellos y los derrotaron. Hartos de lucha y de sangre ofrecieron a Hostilio Mancino un tratado de paz. El cónsul, lógicamente, aceptó y salvó su vida. Como el tratado debí­a ser ratificado por el Senado, Hostilio partió a Roma. Los senadores se indignaron por aquel humillante tratado y obligaron al cónsul a pesentarse desnudo ante las puertas de Numancia y permanecer así­ durante un dí­a. Allí­ se presentó, a las puertas de Numancia, el pobre Hostilio en pelotas a la vista de todos los defensores de la ciudad. Los numantinos lo dejaron en paz, ya tení­a bastante.

Ilustración de Numanguerrix

Aquel cúmulo de desastres perduró hasta que el Senado se hartó de aquella situación estancada y decidió encargarle al más prestigioso militar del momento, el flamante conquistador de Cartago, que atajase el problema hispano definitivamente. En el 134 a.C., Publio Cornelio Escipión Emiliano, nieto adoptivo del Escipión el Africano que tan bien nos ha recreado Santiago Posteguillo, tomó las riendas del asunto. Una vez ratificado en su cargo, y modificado el calendario para poder acometer el proyecto dentro del año que duraba el mismo, equipó 4.000 voluntarios con su propio peculio, formando su “cohorte de amigos” con los más afines de ellos. El Senado le negó fondos para tan arriesgado proyecto, pero Escipión, con desprecio según nos dejó Plutarco, les dijo que “le bastaba el suyo y el de sus amigos”. Cuando llegó a Numancia no entró de inmediato en combate con los obstinados numantinos. Tenía mucho trabajo por delante que hacer con sus propios hombres, cuya disciplina brillaba por su ausencia tras años y años de falta de liderazgo. Empezando por expulsar del campamento a las concubinas, rameras, adivinos, buhoneros y demás parásitos del ejército que convivían con los legionarios, les aplicó marchas y maniobras con severidad, devolviéndoles a las legiones su condición de ejército. Uno de los tribunos destinados en Hispania mostró tanta entrega en recuperar la moral de las tropas que Escipión le condecoró. Se llamaba Gayo Mario. Estando en aquellas cuitas, llegó su aliado númida, el rey Yugurta, con 15.000 hombres y 20 elefantes. Aun así, sabía que no era suficiente.

Siempre he sostenido que el arma letal del ejército romano no fue el pilum, sino la pala, así como que sus mejores generales fueron verdaderos artistas en el diseño de fortificaciones y asedios, como demostró Escipión en Numancia y replicaría un siglo después César en Alesia. Escipión, contando ya con cerca de 60.000 hombres frente a los 2.500 insurgentes, decidió no probar fortuna en un asalto de incierto resultado y cercar férreamente Numancia y reducirla por hambre y sed. Para ello se valió de una alta empalizada, fosos, un dique en el Duero y siete campamentos fortificados alrededor del collado en el que se levantaba la ciudad, muchos de ellos descubiertos por el hispanista alemán Adolf Schulten durante sus campañas arqueológicas realizadas entre 1905 y 1914.

Durante el largo sitio de Numancia es cuando un joven arévaco, llamado Retógenes, aparece en la Historia. Según nos dejó Apiano, el hambre ya apretaba y, quizá por orden del Consejo, un pequeño grupo de cinco guerreros capitaneado por el tal Retógenes burló el cerco romano valiéndose de unas ingeniosas escalas y buscó entre las ciudades vecinas apoyos para poder mantener las espadas en alto. Apiano habla de que huyeron a caballo, pero dudo que cinco jinetes hubiesen saltado la empalizada romana, y menos que no se los hubiesen comido tras muchos meses de cerco a base de una jugosa dieta de pan de bellotas y cuero hervido.

Los Consejos de Termes (Montejo de Tiermes) y Uxama (Burgo de Osma) le dieron calabazas y solo la juventud guerrera de Lutia (quizá Luzaga) les acogió como héroes y les prometió ayuda. Uno de los errores más comunes heredados de la educación de otros tiempos, y que sobrevive en algunos esperpentos televisivos ambientados en los nuestros, es pensar en una Iberia unida frente al invasor romano. Esa imagen idealizada del indígena confederado ante la potencia extranjera es completamente falsa. Ninguna ciudad apoyaba a la vecina per se, pues cada etnia o ciudad de la vieja Iberia velaba por sus propios intereses, con o contra Roma. Sirva este macabro ejemplo como prueba de ello: el propio Consejo de los Ancianos de Lutia, temeroso de las represalias del inflexible Escipión en cuanto se supiese la insurrección de los jóvenes, decidió anticiparse a los hechos y avisar a los romanos de las intenciones de sus impetuosos guerreros. La reacción de Escipión fue implacable. Las tropas romanas entraron en Lutia por sorpresa, antes de que la leva se movilizase, capturando a los jóvenes numantinos y sus nuevos aliados lutiakos. El castigo fue tan explícito como ignominioso: 400 jóvenes guerreros perdieron aquel día su mano derecha, inhabilitándolos para levantar su espada contra Roma… y poder morir en un combate honroso. No se sabe si Retógenes fue uno de aquellos 400 mutilados, pero es muy probable de que así fuese. Nada más se supo de él.

Numancia (1881) – Alejo Vera

Numancia cayó el 133 a.C. Tras la infructuosa y postrera embajada del consejero Avaros, en la que Escipión no aceptó ningún trato de favor en caso de pactar la rendición, sus indómitos habitantes prefirieron el efecto del tejo (veneno), el fuego o el hierro antes de acabar comiéndose unos a otros o cargados de cadenas arrodillados frente a aquel arrogante legado romano. Solo unos pocos desfilaron en el triunfo de Escipión Emiliano por las calles de Roma, desde entonces también llamado Numantino, y el resto fueron vendidos como esclavos. Tras la caída de Numancia, toda la Celtiberia se mantuvo en paz hasta que, setenta años después, un caballero tuerto e idealista incendiase Hispania en su rebelión contra la tiranía de Sila: hablamos de Quinto Sertorio.

Sobre este tema, os recomiendo el cómic «El destino de Numancia. Aius» de mis amigos de Numanguerrix.