No fue más que una simple barragana de Simón Bolívar, de las 27 que tuvo durante toda su vida.

Así se describe a la protagonista de esta historia o, en el mejor de los casos, como la “Libertadora del Libertador”. A lo largo de la historia ha sido una práctica recurrente desprestigiar o borrar del mapa a las mujeres que no aceptaban el papel que la sociedad les atribuía: el de esposas y madres, y eso se hizo en su momento con nuestra protagonista. Lo que ya no se entiende es que hoy en día, porque la frase que encabeza esta historia corresponde al siglo XXI, se siga haciendo. Bastaría decir, para echar por tierra a la corriente que defiende esa banal afirmación que, de haber sido una “simple barragana”, tras la muerte de Simón Bolívar no habría sido necesario desterrarla por miedo a que se levantase al pueblo, y no de uno… sino de tres países. Esta es la historia de Manuela Sáenz Aizpuru.

Manuela nació en 1795 en Quito, entonces Virreinato del Perú, de una relación extramatrimonial de su padre, el hacendado español Simón Sáenz, y la criolla María Joaquina de Aizpuru. Su madre falleció a los pocos días de su nacimiento y, por aquello de que era hija ilegítima, su padre la dejó en un convento, donde pasó sus primeros años de vida. Según los informes de la Madre Superiora era una niña excepcional, tanto por su educación como por su inteligencia, por lo que el padre, aunque con miedo y muchas dudas, se atrevió a presentarla en casa. Y, para sorpresa de Simón y de la propia Manuela, la reacción de su esposa, Juana del Campo, fue la de ejercer de madre. Una madre preocupada por su educación y su formación. Manuela siempre le agradeció que le inculcase la pasión por la lectura.

Leía a Tácito y a Plutarco; estudiaba la historia de la Península en el Padre Mariana y la de América en Solís y Garcilaso; era apasionada de Cervantes y para ella no había poetas más allá de Cienfuegos, Quintana y Olmedo. Se sabía de coro el Canto a Junín y parlamentos enteros de Pelayo, y sus ojos, un tanto abotagados ya por el peso de los años, chispeaban de entusiasmo al declamar los versos de sus vates predilectos (Ricardo Palma, escritor peruano quien la visitó en el destierro).

La llegada a la casa supone también conocer a José María, su hermanastro, con el que le unirá un vínculo especial y comenzará a abrirle los ojos de la realidad social de la época: una sociedad polarizada y cada vez más crispada. Además, con apenas 14 años, vio la crueldad con la que las fuerzas realistas sofocaban la  primera revolución independentista quiteña, hecho que le impacto sobremanera. A pesar del buen recibimiento dispensado en la casa de su padre, decidieron que completase su formación con las religiosas de Santa Catalina. Aquello ya no iba con ella, la semilla rebelde y revolucionaria había comenzado a brotar dentro de ella, y ya no haría más que crecer y crecer. Algo que chocaba de frente con el estricto régimen disciplinario de las religiosas, y que propicio que se fugase con un joven militar. Tras el desengaño amoroso, porque para el militar no fue más que un amor de verano, se centró en terminar los estudios y formarse, aparentemente, para ser una señorita de la alta sociedad. Como tal, el siguiente paso lógico era un matrimonio concertado que, lógicamente, arregló su padre. Con 22 años se trasladó a Lima, donde vivía su futuro marido, un comerciante inglés cuarentón llamado James Thorne. Se casan y fijan su residencia en la capital limeña. Aparentemente, ella es una esposa más que, dada su posición social, frecuenta y tiene contacto con los círculos de poder realistas; en la práctica, es una espía que pasa información a la causa independentista, que será de gran ayuda cuando José de San Martín, tras cruzar los Andes y liberar Chile, llegue a Lima. De hecho, José de San Martín la condecoró como Caballeresa de la Orden del Sol, un reconocimiento a su labor por la causa patriótica.

En 1821, junto a su hermanastro, ya oficial del ejército rebelde, regresan a Quito para reclamar la herencia de un familiar fallecido, que empleará para comprar mulas y armas para los soldados del general Antonio José de Sucre en la decisiva batalla de Pichincha, cerca de la ciudad de Quito. Las fuentes en este punto difieren, unas afirman que también participó en la batalla, e incluso que Sucre la ascendió a sargento, y otras que estuvo presente pero en la retaguardia, organizando y proporcionando avituallamiento de las tropas y atendiendo a los soldados heridos. De una forma u otra, el general alabó su trabajo: “se ha destacado particularmente por su valentía”. Y a todo esto, entra en Quito triunfante Simón Bolívar, el hombre que cambiará su vida. A pesar de estar los dos casados, surgió el amor a primera vista e iniciaron una relación que durará hasta la muerte del Libertador.

 

A lo largo de estos años junto a Simón Bolívar, su marido le pidió en varias ocasiones que regresase junto a él, pero Manuela, harta ya, le envió este carta.

No, no, no más hombre, ¡por Dios! ¿qué adelanta usted sino hacerme pasar por el dolor de decirle mil veces no?

Usted es excelente, es inimitable; jamás diré otra cosa sino lo que es usted. Pero, mi amigo, dejar a usted por el general Bolívar es algo; dejar a otro marido sin las cualidades de usted, sería nada.

Si algo siento es que no haya sido usted mejor para haberlo dejado. Yo sé muy bien que nada puede unirme a Bolívar bajo los auspicios de lo que usted llama honor. ¿Me cree usted menos honrada por ser él mi amante y no mi esposo? ¡Ah!, yo no vivo de las preocupaciones sociales, inventadas para atormentarse mutuamente.

Déjeme usted en paz, mi querido inglés. Hagamos otra cosa. En el cielo nos volveremos a casar, pero en la tierra no […] En la patria celestial pasaremos una vida angelical y toda espiritual (pues como hombre, usted es pesado); allá todo será a la inglesa, porque la vida monótona está reservada a su nación (en amores digo; pues en lo demás, ¿quiénes más hábiles para el comercio y la marina?). El amor les acomoda sin placeres; la conversación, sin gracia, y el caminar, despacio; el saludar, con reverencia; el levantarse y sentarse, con cuidado; la chanza, sin risa. Todas estas son formalidades divinas; pero a mí, miserable mortal, que me río de mí misma, de usted y de todas las seriedades inglesas, ¡Qué mal me iría en el cielo! Tan malo como si me fuera a vivir en Inglaterra o Constantinopla, pues me deben estos lugares el concepto de tiranos con las mujeres, aunque no lo fuese usted conmigo, pero sí más celoso que un portugués. Eso no lo quiero. ¿No tengo buen gusto?

Basta de chanzas. Formalmente y sin reírme, y con toda la seriedad, verdad y pureza de una inglesa, digo que no me juntaré jamás con usted. Usted anglicano y yo atea, es el más fuerte impedimento religioso; el que estoy amando a otro, es el mayor y más fuerte. ¿No ve usted con qué formalidad pienso?

Su invariable amiga, Manuela

Un carta que evidencia su arte en esto de juntar palabras, su ironía, su determinación y su despreció a los roles impuestos por la moral tradicional, religiosa y patriarcal.

Y aquí es donde, aquellos que menoscaban o ningunean su papel, aprovechan para argumentar que no fue más que la amante de Simón Bolívar. Primero, habría que precisar que tan amante fue él de ella como ella de él, porque ambos estaban casados; y, segundo, que, a pesar de estar junto a uno de las figuras más destacadas de la emancipación americana, Manuela brilló con luz propia.

Con Simón Bolívar como presidente de la recién creada Gran Colombia o República de Colombia (formada inicialmente por los actuales territorios de Colombia y Venezuela, a los que luego se unirían Ecuador y Panamá), el movimiento emancipador continuó luchando para liberar otros territorios y conformar el ideal bolivariano: una unidad territorial y política constituida por los territorios ocupados por el imperio español en todo el continente. Manuela abandona Quito junto al Libertador y se dirigen a Perú, donde tendrá lugar la batalla de Ayacucho (1824), el último gran enfrentamiento entre las fuerzas independentistas y las españolas. La derrota del contingente militar realista más importante que quedaba en el continente, conlleva la independencia del Perú. La Gran Colombia bolivariana estaba más cerca… ¿o no? Las disputas territoriales entre la Gran Colombia y Perú, así como movimientos independentistas dentro la propia Gran Colombia, precisan que Bolívar viaje aquí y allá para tratar de mantener en pie aquel coloso con pies de barro. Manuela se queda en Lima y se entera, gracias a un red de espías que ha puesto en marcha, de que los antibolivarianos han organizado una manifestación. Y vaya con la barragana [modo ironía], porque fue capaz, ella sola, de planificar y organizar una contramanifestación con soldados y simpatizantes que acalló a los opositores de Bolívar. Un año más tarde, en septiembre de 1828, Manuela y Bolívar vuelven a reunirse en Bogotá, donde tendrá lugar el episodio en el que se ganará el apelativo de “Libertadora del Libertador”. La relación de Manuela con el general Francisco de Paula Santander, vicepresidente de la Gran Colombia, era la de juntos por obligación pero no revueltos. La una no se fiaba de las intenciones del otro, y el otro no podía soportar que Bolívar hubiese nombrado miembro del Estado Mayor del Ejército Libertador a la otra. Así que, ordenó vigilar a Santander, y descubrió el pastel: una conjura para asesinar a su amado. Avisó a Bolívar, pero ya era tarde. Los 12 conjurados estaban a las puertas de su casa. Aunque Bolívar quiso hacerles frente, eran demasiados. Manuela lo encerró en una habitación y le dijo que ella los entretendría para que pudiese huir por la ventana. Y así lo hicieron. Manuela, jugándose la vida, consiguió un tiempo precioso que permitió huir al Libertador. Todos los conspiradores fueron apresados y ejecutados. Bueno, todos no. Al general Santander, el instigador, se le conmutó la pena de muerte por el exilio. Una placa en el Palacio de San Carlos de Bogotá recuerda aquel hecho…

Detente un momento espectador
y mira el lugar por donde se salvó
el padre y libertador de la patria
Simón Bolívar
en la nefanda noche septembrina
1828

Cansado y enfermo, en enero de 1830, Bolívar presentó su renuncia a la presidencia y se retiró de la vida pública. El Libertador moriría en diciembre de ese mismo año. ¿Y qué fue de Manuela? Manuela siguió a lo suyo, tratando de mantener vivo el ideal bolivariano y convirtiéndose en un problema para los gobiernos, alejados ya de ese ideal, que se conformaron tras el desmoronamiento de la Gran Colombia. Los ataques contra Manuela se multiplicaron y, ante el temor de que pudiese levantar a los militares afectos a la causa, fue encarcelada  por propagar los ideales bolivarianos. El miedo que Manuela inspiraba a sus enemigos es una medida precisa de su liderazgo. Para los bolivarianos era una verdadera líder y para los enemigos del ideal bolivariano era una amenaza por el poder político y personal que tenía –¡Vaya con la barragana!-. Cada muestra de apoyo que recibía, inclinaba más la balanza hacia el lado de la condena. Aunque la idea de Francisco de Paula Santander, su gran enemigo y ahora presidente de Colombia, era la de eliminarla, entendió que sería contraproducente crear una mártir y optó por la vía del destierro.

La señora Sáenz seguirá de inmediato hacia el exterior del país que ella escoja por la vía de Cartagena. Se previene a las autoridades por donde pase para que la vigilen estrechamente dada su extrema peligrosidad y atrevimiento. No podrá ser visitada ni por cortesía de oficial alguno del Ejercito.

Con este aviso a navegantes, no le quedó más remedio que refugiarse en Jamaica. Tras un año en el exilio, consiguió permiso de Juan José Flores, presidente de la República de Ecuador, para viajar Quito y recuperar sus bienes. En 1835, cuando emprendió el viaje, se produjo un cambio de gobierno en Ecuador y el nuevo presidente, Vicente Rocafuerte, revocó el permiso y no le permitió la entrada.

Ella es la llamada a reanimar la llama revolucionaria; en favor de la tranquilidad pública, me he visto en la dura necesidad de mandarle un edecán para hacerla salir de nuestro territorio, hasta que la paz esté bien consolidada (carta de Rocafuerte enviada a Flores).

Sin saber dónde ir, sus amigos intercedieron por ella ante el gobierno peruano para permitirle la entrada. Aquí tampoco fue bien recibida, pero se le permitió viajar y quedar confinada en Paita, un puerto en el desierto peruano al que sólo llegaban balleneros de Estados Unidos, convertido en refugio de desterrados ideológicos. Y aquí recuperó todo lo que había aprendido con las religiosas, porque se dedicó a bordar y a hacer dulces que vendía a los marinos que llegaban a puerto. También hacía las veces de intérprete, ya que muy poca gente por allí conocía la lengua de Shakespeare. Cuando en 1839 su amigo Flores recuperó la presidencia de Ecuador, le mandó una carta invitándole a viajar a Quito, pero ella ya había pasado página y declinó amablemente la invitación. Eso sí, mantuvieron correspondencia con cierta asiduidad en la que Manuela le informaba de todas las noticias que llegaban a puerto con los movimientos de tropas peruanas hacia la frontera de Ecuador. Mientras el tiempo fue aplacando los odios, a su casa empezaron a llegar ilustres visitantes, como el libertador y revolucionario italiano Giuseppe Garibaldi, el escritor peruano Ricardo Palma o el estadounidense Herman Melville, que en 1851 publicaría Moby Dick -quién sabe si inspirado en las historias que le contó Manuela de los balleneros-.

Manuela murió el 23 de noviembre de 1856, a los 60 años de edad, durante una epidemia de difteria que azotó la región. Su cuerpo fue sepultado en una fosa común del cementerio local y todas sus posesiones, para evitar el contagio, fueron incineradas, incluidas una parte importante de las cartas de amor de Bolívar y documentos de la Gran Colombia que aún mantenía bajo su custodia.

Le sobraba genio, sólo faltaban hombres que la secundaran (Alfonso Rumazo, historiador)

Solo quedaría añadir: ¡Vaya con la barragana!

Fuente: Vuelve ni tontas ni locas

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