Mis muchas limitaciones científicas me impiden discernir si a Dios le gusta jugar a los dados con el universo, pero tengo claro que a la Muerte le encanta jugar a los dados con todos nosotros en demasiadas ocasiones. Los protagonistas de hoy, a pesar de hacer una tirada nefasta, consiguieron derrotarla y esquivar su guadaña. Igual tuvo algo que ver la diosa Fortuna…

Grahame Donald

Hasta 1918 los pilotos de combate alemanes y aliados de la Primera Guerra Mundial no comenzaron a llevar paracaídas en sus aparatos. Por un lado, muchos de estos pilotos eran jóvenes temerarios que se negaban a usarlos por temor a ser considerados cobardes. Y por otro lado, los altos mandos también opinaban que utilizarlos era una mala idea, porque con ello se menoscababa el espíritu de lucha. Ante esta situación, fueron muchos los pilotos que perdieron la vida por no usar paracaídas. Pero también se cuentan sorprendentes casos de pilotos que se vieron arrojados fuera de su avión en pleno vuelo y otros que, también en pleno vuelo, lograron volver a subir en él. Una tarde de verano de 1917, el piloto de la RAF, Grahame Donald, volaba con su Sopwith Camel a una altura de 6.000 pies cuando en una brusca maniobra puso el avión boca abajo, con tan mala fortuna que en ese instante se rompió la correa de seguridad que le sujetaba al aeroplano, precipitándose al vacío. Pero mientras Grahame caía, el avión también comenzó a descender y, extrañamente, el aparato realizó un amplio rizo o «loop». Según el propio Grahame explicó, los primeros 2.000 pies pasaron muy rápido, y mientras caía empezó a oír a su pequeño y fiel Sopwith Camel en algún lugar cercano. De repente cayó de nuevo en él. Efectivamente, el piloto cayó sobre el ala del avión, a la que se agarró con ambas manos. Después consiguió enganchar un pie en la cabina de mando hasta que consiguió entrar en ella y hacerse con el control del aparato.

Grahame Donald (1947)

 

Louis Strange

Otro extraño caso, donde el piloto quedó colgado de la ametralladora de su avión, sucedió el 10 de mayo de 1915. Louis Strange volaba en un Martinsyde S1, un tipo de avión que contaba con una ametralladora Lewis montada en el ala superior. En pleno combate la ametralladora se quedó sin munición. Strange se desató el arnés y se puso de pie para recargar el arma, sujetando por un momento los mandos del aeroplano con sus rodillas, y así poder usar ambas manos para sacar el tambor. Debido a la complicada posición Strange perdió el control del avión, que hizo un extraño giro y se dio la vuelta, dejando a nuestro piloto colgado de la ametralladora que estaba tratando de recargar. A sus pies, casi dos kilómetros de caída libre. Strange comenzó a patalear hasta que consiguió enganchar un pie en la cabina… y después el otro, logrando tras varios agónicos minutos volver a meterse en ella para intentar tomar de nuevo el control del avión. El panel de control y el asiento estaban destrozados a causa de las patadas y esfuerzos por volver a entrar en la cabina. Tan solo a unos pocos cientos de metros del suelo logró enderezar el avión. Sorprendentemente, tras el susto, y nada más regresar a la base, lo primero con lo que nuestro piloto se encontró fue con la reprimenda de sus superiores, que le criticaron por «provocar un daño innecesario al panel de instrumentos y al asiento del avión«. La historia de Strange fue confirmada después de la guerra por el informe de un artillero alemán de la misma zona, que afirmaba que había visto darse la vuelta en el aire a un Martinsyde británico, y que le pareció ver que el piloto había caído. Las tropas alemanas pasaron cerca de doce horas buscando los restos de ese avión, pero, obviamente, no lo encontraron.

Louis Strange

Leonard G. Fuller

El 29 de septiembre de 1940 dos aviones bimotor de hélice Avro Anson de la Escuela de Formación de Pilotos de las Fuerzas Aéreas Australianas realizaban un vuelo de entrenamiento en Nueva Gales del Sur. Alrededor de las 10:45 de la mañana ambos aviones chocaron en el aire debido a un giro inesperado. Pero los aviones no cayeron, sino que afortunada y extrañamente se entrelazaron entre sí, quedando «pegados» uno debajo del otro. La cabina del Anson inferior quedó aplastada y encajada en la base del ala del otro avión, pero sus motores continuaban funcionando. Mientras, la cabina del avión superior estaba sin tocar, al igual que sus alerones y flaps. Sin embargo, los motores del avión superior estaban bloqueados por la colisión. Por suerte, los controles del avión inferior también quedaron bloqueados tras el impacto, lo que impidió que los dos aviones unidos descendieran en una espiral incontrolable. En cuestión de segundos la tripulación del Anson inferior saltó en paracaídas tras conseguir escapar de la maraña de cables, tubos y vidrios de su aplastada cabina. También saltaron los tripulantes del avión que quedó arriba. Bueno, todos menos su piloto, el cadete Leonard G. Fuller.

Sargento Fuller

Fuller pensó que él era capaz de controlar y aterrizar ambas aeronaves desde su puesto en la cabina del avión superior. Para ello se dejaría llevar por el impulso de los motores del avión inferior (que seguían funcionando) y dirigiría la maniobra con los alerones y flaps del avión superior. Y así logró volar con los dos aviones unidos durante ocho kilómetros hasta que encontró un gran claro cerca de la localidad de Brocklesby, donde realizó con éxito un aterrizaje de emergencia después de deslizar la panza del avión inferior unos 180 metros a través de la hierba. Fue un acto de gran fortuna, audacia y habilidad, y un acontecimiento único en la historia de la aviación. Fuller fue ascendido a sargento al evitar que ambos aviones hubieran caído en una zona habitada. También se le reconoció el ahorro que había supuesto para las Fuerzas Aéreas Australianas salvar los dos aviones; cerca de 40.000 dólares. De hecho, ambos aviones pudieron ser reparados y volvieron al servicio de vuelo.

Fuente: ¡Fuego a discreción!