Seguimos analizando la Inquisición con los puntos 3 y 4 del artículo anterior: Todo lo que creíste de la Inquisición y no era verdad.

Se condenaba en procedimientos sumarísimos

A diferencia de la Inquisición episcopal, que dependía del buen juicio de los obispos, y de la medieval, sujeta a las bulas y directrices del papa, la española, que entre otras cosas obedece a su doble dependencia del papa y de los reyes, estaba delimitada por la legislación civil -reguladora también del delito de herejía, equiparado al de lesa majestad-, por la normativa canónica y por las Instrucciones (normativa interna emanada del Inquisidor General y del Consejo de la Suprema y General Inquisición). Las Instrucciones no tipifican delitos, sino que su papel era el de regular la organización inquisitorial y otros aspectos procedimentales (organización, estructura, procedimientos inquisitoriales, la composición o el ámbito de actuación de estos tribunales -porque no olvidemos que la Inquisición fue una institución esencialmente jurídica-). Las primeras Instrucciones fueron elaboradas en 1484 por Tomás de Torquemada y, las últimas, porque había que adaptarse al paso del tiempo y a las nuevas realidades, en 1561 por el Inquisidor general Fernando de Valdés.  Por tanto, el organigrama de la Inquisición quedaría así: Monarquía, Inquisidor general, el Consejo de la Suprema -presidido por le Inquisidor general- y los diferentes tribunales territoriales o provinciales con dos inquisidores y sus correspondientes «funcionarios». Así que, con tanta burocracia y legislación a la que atenerse es harto difícil pensar en juicios o procedimientos sumarísimos. De hecho, no era nada raro que estos procesos se alargasen durante meses… o años.

Procedimiento y organización

Después del Edicto de Gracia, donde los herejes o los que estaban con la mosca detrás de la oreja de poder ser acusados podían presentarse voluntariamente, confesar sus pecados y reconciliarse con la Iglesia con una multa económica y algunos padrenuestros, comenzaba el Edicto de Fe, en el que se informaba al pueblo de todas las prácticas, conductas o expresiones consideradas heréticas (se iban incorporando nuevas y se debía informar al populacho). De esta forma, ya no se podía decir aquello de «No lo sabía» y, además, el vecino de turno -¡Qué majos los vecinos!- tenía argumentos para denunciar al vecino de arriba que ponía a todo volumen música satánica. Como el Edicto de Gracia no tenía mucha demanda, se suprimió y se dejó únicamente el Edicto de Fe, porque la Inquisición podía iniciar un proceso por oficio o por denuncia. Y aunque es verdad que estas denuncias podían estar basadas en venganzas personales y temas terrenales ajenos a la fe (como que te molestase el volumen de la música), más te valía que hubiese algún matiz  herético (como que la música era satánica) y, lógicamente, fuesen ciertos, porque, en caso contrario, podías ser condenado por calumnias -Y los inquisidores no eran precisamente memos, eran gente preparada-. Y aquí comenzaba el proceso inquisitorial.

Ya fuese de oficio o por denuncia, con las pruebas obtenidas o las acusaciones recibidas, el calificador del tribunal provincial debía determinar «si había caso» (si existía delito contra la fe). De ser así, los alguaciles procedían a la detención del acusado y a la incautación de sus bienes (auditados por el receptor o notario de secuestros) para hacer frente a los gastos durante el tiempo que estuviese en la prisión de la Inquisición. Lógicamente, prisión incomunicada, ya que es fundamental en este proceso el secretismo, bien para que no se entorpezca la investigación, bien para garantizar la seguridad de los delatores. El fiscal informaba someramente de su acusación -sin especificar el delito concreto ni, lógicamente, los denunciantes- y, en caso de no disponer del Emilio Rodríguez Menéndez o Marcos García Montes de turno, se le asignaba un ¡¡¡abogado de oficio!!!

Cuando ninguna persona se presentase a la defensa, los Inquisidores  deben proveer de defensor hábil ,y suficiente, y que no sea Del Santo Oficio, al que se le dará la orden que debe guardar secreto, comunicando sólo con el acusado [en presencia de un miembro de la Inquisición] y letrados del Oficio, y no con otras personas. (Instrucciones)

Tras un tiempo en prisión, que podía durar meses, en el que el acusado le daba una y mil vueltas a qué y quién le había llevado hasta allí, era conducido ante el tribunal propiamente dicho, donde el fiscal acusaba y los dos inquisidores (expertos teólogos) hacían su trabajo, inquirir, con la asesoramiento de los consultores (juristas). Ni siquiera llegados a este punto el reo sabía exactamente de qué se le acusaba exactamente, ya que la pretensión de los inquisidores era confesión espontánea de sus delitos, y podían llevarse la sorpresa -para ellos premio- de que se le soltase la lengua y se culpase hasta de la muerte de Manolete. Así que, tirando de la táctica del poli bueno y el poli malo, los inquisidores despliegan todo un arsenal de técnicas de interrogatorio. Y el abogado de oficio, más propio de la jurisdicción estadounidense que de la europea, lo defiende como buenamente puede y trata de llegar a un acuerdo del tipo: «si te declaras culpable, nos ofrecen…». Todo este proceso y las declaraciones se registran meticulosamente y al detalle por un secretario, el notario de secretos. Aún así, no todo está perdido. El acusado tiene la posibilidad de entregar un listado de testigos para su defensa y también, en el caso de proceso abierto por una denuncia, de enemigos que hubiesen podido presentar la denuncia contra él por temas ajenos a la fe -pero sin saber quién la ha presentado, ni el porqué-. Para la recusación de testigos se coteja la lista de enemigos con la de denunciantes, y se investiga. En caso de que las denuncias estén basadas en, por ejemplo, venganzas o temas personales, se desestima su testimonio y, llegado el caso, puede incluso acabar con el proceso, el acusado quedaba libre y recuperaba los bienes incautados (descontado los gastos). Además de jurar que no podía contar nada de lo ocurrido allí, debía denunciar…

Siempre que los Inquisidores sacaren de la cárcel algún preso, si no fuere relajado, mediante juramento le preguntarán por las cosas de la cárcel, si  ha visto comunicación entre presos u otras personas fuera de la cárcel, y si lleva aviso de algún preso. (Instrucciones).

Mismo procedimiento se aplicaría si después del procedimiento inquisitorial se encontraba que las pruebas no eran suficientes o sus explicaciones hubiesen satisfecho al tribunal. En caso de que las pruebas fueran suficientes para seguir con la acusación, pero no hubiese forma de que el reo cantase o se creyese que mentía, se podía recurrir, como caso extremo, a la búsqueda de la verdad a través del tormento -la tortura de toda vida que veremos en el siguiente punto-.

Después de este largo y meticuloso procedimiento y cuando se tiene la seguridad absoluta de la culpabilidad, por las pruebas o por la confesión del acusado, el proceso concluye con la reunión de los inquisidores a deliberar. Llegados a este punto, era harto difícil, por no decir imposible, que la sentencia no fuese de culpabilidad y, acarrease, participar en el correspondiente Auto de Fe. Eso sí, debía ser por unanimidad y, en caso contrario, sería el Consejo de la Suprema el que decidiese. Las penas, dependiendo del delito, eran espirituales (padrenuestros, retirarse a meditar, humillación pública…), económicas (multas o confiscación de bienes) o físicas (azotes, prisión, galeras o la muerte). Hasta aquí el proceso inquisitorial, que podía durar meses o años. Y cuando pensamos que todo está perdido, todavía podemos darnos una oportunidad -oportunidad que tenemos a lo largo de todo el proceso-. Nos queda el arrepentimiento, abjuración y la reconciliación con la Iglesia: abjuración de levi, para los acusados de prácticas heréticas, digamos menores, como blasfemos, bígamos, condenados por fornicación simple… (porque esto de las prácticas heréticas era muy relativo) o abjuración de vehementi, para prácticas heréticas mayores (judaizantes, protestantes…).

Como sé que no sabéis de qué va ese delito de la «fornicación simple«, os lo explico. Estás con la novia y crees que ha llegado el momento, pero ella te dice que no porque sin estar casados es pecado y debe llegar virgen al matrimonio. Tú, cargado de razones, le dices que está equivocada, que eso no puede ser pecado, porque le vas a hacer ver el cielo. Al final, tu novia cede y… la has cagado. El remordimiento no le deja dormir y, a la mañana siguiente, tu novia le cuenta a su madre que la has engatusado y la has convencido de que las relaciones prematrimoniales no son pecado. Y su madre, a la que no le gustas un pelo, te denuncia a la Inquisición… y te detienen. No por lujurioso o por fornicar sin estar casados, sino por argumentar que la fornicación fuera del matrimonio no es pecado. Toma ya… Lo mejor es abjurar y la cosa se quedará en una multa económica, que te obligará a hacer horas extras en Telepizza, y en la humillación pública. Eso sí, con esa suegra no creo que tu relación llegue muy lejos.

Así que, la abjuración conlleva la disminución de la pena (quedando en espirituales y algunas económicas para la mayoría de prácticas heréticas), e incluso salvarse de la relajación, la entrega al brazo secular para que dicte sentencia de muerte y ejecute -como ya hemos dicho, la Inquisición no podía matar- para los casos más graves, como judaizantes.  Sólo, y digo solo por las cifras tan infladas que se atribuyen a la Inquisición española, los que después de todo el proceso eran condenados por acusaciones de herejía más graves y no abjuraban y se reconciliaban con la Iglesia (impenitentes), así como los reincidentes (relapsos), condenados anteriormente por herejes y que habían evitado la relajación al arrepentirse y abjurar -si ya te has librado una vez, no sigas mareando la perdiz-, eran ejecutados y se les confiscaban todos sus bienes. Los relajados directamente en la hoguera y los relapsos, gracias al segundo arrepentimiento, estrangulados previamente a ser quemados.

Caso aparte, en este complejo funcionariado inquisitorial, merecen los familiares, los oídos y los ojos de la Inquisición. A pesar de su nombre, no tení­an ví­nculos de sangre con los miembros de la Inquisición, sino que eran un conjunto de cristianos laicos que ayudaban a los tribunales en cuestiones menores e informaban. No todo el mundo serví­a para estos menesteres; debí­an estar «limpios de sangre» y, a cambio, estaban exentos de ciertos impuestos y disfrutaban de ciertas prebendas sociales. Así que, al ser un puesto de privilegio, hubo que limitar en su número en las poblaciones por el número de habitantes.

Y, para terminar, el fin de fiesta: el Auto de Fe General, «la lectura pública y solemne de los sumarios de los procesos del Santo Oficio, y de las sentencias que los inquisidores pronuncian estando presentes los reos o efigies (en ausencia de reo) que los representen concurriendo todas las autoridades y corporaciones respetables del pueblo, particularmente el juez real ordinario a quien se entregan allí mismo las personas y las estatuas condenadas a relajación, para que luego pronuncie sentencias de muerte y fuego, conforme a las leyes del reino, contra los herejes, y enseguida las haga ejecutar, teniendo a este fin preparados el quemadero, la leña, los suplicios de garrote y verdugos necesarios a cuyo fin se le anticipan avisos oportunos por parte de los inquisidores”. Aunque este era el espectacular, rodeado de boato y parafernalia, también los había menos formales e incluso realizados en la intimidad de las instalaciones del Santo Oficio. El Auto de Fe comenzaba con una procesión,  donde las fuerzas vivas, las órdenes religiosas, todos los notables de la ciudad se disputaban el honor de escoltar la bandera del Santo Oficio, y donde los ciudadanos acudían como espectadores. Tras ellos, los acusados con los diferentes «sambenitos» (prenda tipo poncho) y «corozas» (gorro tipo capirote) que indicaban su condena: abjurados de levi, de vehementi, los relapsos y los impenitentes.  Los miembros del tribunal de la Inquisición cerraban la marcha. Para terminar, la correspondiente misa y todos a casa a pensar en lo que han visto, en lo buenos cristianos que van a ser y en lo bien que se van a llevar con sus vecinos. Eso sí, aunque te librases de la muerte, el hecho de portar el sambenito te marcaba…

Si no te queman, te chamuscan…

Sambenitos

Dejando claro que una sola ejecución por pensar diferente o profesar otra religión ya es mucho, un pequeño apunte de las cifras. Los últimos datos hablan de unos 150.000 procesos inquisitoriales (el 25% por blasfemia) y alrededor de 5.000 víctimas mortales, de los que casi 2/3 lo fueron por judaizantes. Por ejemplo, en el marco de las guerras religiosas, se estima que en París murieron más de 2.000 hugonotes (protestantes franceses) sólo en un noche (la matanza de San Bartolomé, el 23 de agosto de 1572) y, en los meses posteriores, más de 10.000 en toda Francia.

Los reos eran sometidos a múltiples y variadas torturas especialmente sangrientas

¿Existía la tortura en los procesos inquisitoriales? Sí, pero nada que ver con cómo nos lo han contado. Primero, como método para arrancar la confesión de un sospechoso la tortura se ha utilizado desde tiempos  inmemorables hasta, teóricamente, el XVIII, en la práctica… -que cada uno le ponga fecha-; y, segundo, en la Inquisición estaba perfectamente regulada y delimitada.

En muchas ocasiones, era suficiente con llevar al reo a la sala de tortura, mostrarle los instrumentos  y explicarle su funcionamiento, para que se le soltase la lengua y confesase hasta las sisas en la compra del pan cuando era pequeño. En caso contrario, el tribunal daba la orden al profesional de estos menesteres (profesional de la justicia civil contratado por obra y servicio por el Santo Oficio) y, siempre, ante la presencia del médico de la Inquisición, cuyo papel era «controlar» el tormento para que el acusado no se les quedase en la mesa de «operaciones» y, muy importante, para que no hubiese sangre -estaba prohibido-, con la potestad de parar el tormento si el lo estimaba oportuno. Así que, todos esos aparatos y artilugios de tortura especialmente cruentos y sangrientos que se atribuyen a la Inquisición, nada de nada. Los únicas tres torturas admitidas por la Inquisición, que no digo que fuesen pocas, ya que la tortura es injustificable en nuestro mundo y con nuestra mentalidad, eran: la garrucha (provoca la dislocación de las extremidades superiores), el agua (también llamada toca, que provoca la sensación de ahogo) y el potro (descoyuntar huesos) -ninguna de ellas original del Santo Oficio (utilizadas ya en la justicia civil) y ninguna de ella es sangrienta-. Cuando el reo canta, se devuelve a su celda y, tras un tiempo para que se recupere, debe ratificar su confesión fuera de la sala de tormento para que sea válida. De no hacerlo o si se retracta, podían volver a torturarlo.

Garrucha

Tortura del agua (toca)

Potro

Potro

Como os he explicado antes, la labor del secretario era registrar todo, hasta los «¡Ay, ay, ay! ¡Para, para! Yo maté a Kennedy«. Bueno, siempre que no fuesen palabras gruesas que se sustituían por los recurrentes «…» -en caso de haber tenido grabadoras habría sonado un piiiiiiiiiiiii-.

Y terminaré este punto con las cárceles de la Inquisición, que se dividían en dos: en las que se retenía a los acusados en espera de sentencia, como las de la justicia civil, y las casas de penitencia, donde se cumplían las penas de prisión. De las primeras sólo se puede decir que eran propias de su tiempo y de las segundas… menos terribles de la imagen que  se ha vendido. De hecho, se conocen casos en los que, ante la justicia civil, se confesaba una blasfemia para que el caso pasase a la Inquisición y cumplir la condena en sus cárceles. Incluso, dependiendo del delito herético, se permitía el «régimen abierto», en el que sólo acudían a pernoctar. Y, como ha  existido desde siempre, desde que el primer hombre de las cavernas encerrasen a algún congénere en una cueva con barrotes, si eras de familia de posibles todo era más benévolo -con un pequeño donativo al sindicato de carceleros, se permitía que te trajesen la comida de casa y podías amueblar la celda a tu gusto-. También el caso opuesto, condenados  pobres de solemnidad, que eran puestos en libertad o enviados a galeras para ahorrarse la manutención. Eso sí, a pesar de todo esto seguían sin tener televisión, aire acondicionado, gimnasio, salas de lectura, talleres y tres comidas al día. Tampoco menús saludables, pero seguro que, por fastidiar a falsos conversos -judaizantes o moriscos-, había cerdo todos los domingos.

Así que, podemos concluir, que la Inquisición torturó menos que los tribunales civiles y, siempre, tras agotar otros medios de obtener la confesión. En 1533 la Suprema dispuso que la tortura se aplicase solamente en casos extremos y nunca cuando el delito juzgado merecía una pena inferior a la propia tortura.

Tercera parte