Cuenta Elio Esparciano en Historia Augusta (siglo IV) respecto del emperador Adriano que «Se bañaba frecuentemente en público y mezclándose con todo el mundo. Por ello, se hizo célebre aquella broma de los baños: en una ocasión en que vio a un veterano al que había conocido en el ejército restregarse en la pared la espalda y el resto del cuerpo, le preguntó el motivo por el que se rascaba en el mármol y, cuando oyó que actuaba así porque no tenía esclavo, le regaló esclavos y dinero para que los mantuviera. En cambio, otro día, cuando una multitud de ancianos se restregaban en la pared con el fin de provocar su generosidad, ordenó que los hicieran acudir ante él y que luego se rascaran los unos a los otros mutuamente».

Hay mucho tópico en los baños públicos de la Antigua Roma. Como muchos otros logros culturales, la idea no es propiamente romana, sino griega. Sí que es cierto que en la Grecia clásica no existieron termas al uso, pero sí espacios dedicados al culto del cuerpo y su correcto moldeo e higiene, como estadios, palestras para ejercicios y centros de culto asociados a las propiedades terapéuticas del agua. Los baños no toman su dimensión pública y popular hasta que una nación mucho más pragmática que los dispersos griegos asume la hegemonía en el Mare Nostrum. Las primeras termas fueron mucho más austeras y sencillas que las imágenes de las grandes termas imperiales que tenemos muchos de nosotros en mente. En principio constaban de un pequeño vestíbulo donde los esclavos encargados de la recaudación y el mantenimiento atendían a los clientes. Aquel pequeño recibidor daba paso a un vestuario, una salita rectangular repleta de hornacinas en sus paredes y un banco corrido bajo ellas para que los clientes se desnudasen y dejasen sus pertenencias a buen recaudo. Un baño completo en tiempos de César podía costar entre un par de ases o un sestercio (dependiendo del lugar y de las atenciones). Del vestuario se pasaba a la sala caliente (caldarium), donde una pequeña bañera rectangular con escalones de acceso en uno de sus lados largos servía para la primera inmersión. Cerca de dicha bañera se encontraba la pila (patena) en la que un chorro de agua fresca servía para beber y refrescarse. El ambiente en esta sala era bastante sofocante al encontrarse cerca del horno que mantenía caliente el agua del recinto. Este tipo de termas primitivas podemos verlas aún en Pompeya y Valentia (Valencia).

Termas Pompeya

Las termas clásicas republicanas y altoimperiales aportaron un cambio sustancial al recinto anterior. El suelo no es de mosaico en escama, sino que es de barro cocido y se sustenta sobre pilares de ladrillo, entre los cuales circula aire caliente procedente del cuartito del horno (praefurnium) Este sistema de distribución de aire caliente entre las paredes y suelos de las termas a través de tuberías, diseñado por el brillante ingeniero Cayo Sergio Orata, se hizo muy popular entre los arquitectos romanos y se conoce como hipocausto (la gloria de mi pueblo). El horno calienta por igual el agua de la bañera del caldarium, la «sauna» llamada entonces laconicum, y actúa como calefacción central en todo el edificio. Tal era el calor que desprendía el suelo que muchos alquilaban sandalias de madera para evitar pisar descalzos y quemarse.

Hipocausto

En las grandes ciudades se incluía una gran bañera (natatio) en la sala fría (frigidarium), el equivalente a nuestras piscinas exteriores, donde se realizaba el último baño frío reconstituyente después de sudar, exfoliar la piel con un instrumento afilado en forma de hoz (estrígilo) y masajearla con aceites aromáticos -esta es la parte que debería hacer el esclavo que no tenía el veterano-.

Como no, ya en tiempos del Imperio, el grado de atención popular a estos recintos se multiplicó y los arquitectos y diseñadores de estos espacios públicos tan demandados comenzaron a explotar los recursos termales de la madre naturaleza y vestirlos de mármol y pórfido. Es el caso de las termas de Bath, donde el manantial termal es utilizado para suministrar agua caliente y medicinal a la natatio. La gran crisis del mundo clásico también afectó a las termas. Cuando el erario imperial de provincias se vació a causa de los graves problemas económicos que sacudieron el Imperio a partir de la segunda mitad del siglo III, muchos edificios públicos fueron abandonados. Es el caso de las termas de Caesaraugusta (Zaragoza), otras fueron arrasadas durante las invasiones germánicas y no se reconstruyeron (Valentia), o sencillamente se consumieron tras el abandono total de la ciudad (Lucentum, Alicante). Con los grandes megalómanos llegaron los grandes recintos. Trajano, Caracalla o Diocleciano levantaron verdaderos monumentos. Las termas pasaron de ser un pequeño baño de barrio para lavarse y conversar plácidamente entre conciudadanos a palacios fastuosos de piedras nobles, repletos de lujos, estatuaria, pasillos, cientos de esclavos, diferentes salas con todo tipo de baños, además de negocios anexos y complementarios para satisfacer todos los apetitos de los clientes; bibliotecas, tabernas y lupanares confluían en armonía en estos «spas» de la antigua Roma.

Un buen ejemplo de la evolución de las termas lo tenemos en una carta enviada por el cordobés Séneca a Lucilio, donde compara las de los tiempos de Escipión el Africano (siglo III a. C.) con las de su tiempo en el siglo I a. C.

[…] Me llamó la atención el contraste con el local destinado a los baños. Era pequeño, estrecho, oscuro, según la costumbre antigua: tenía que ser un local oscuro; si no, a nuestros antepasados no les parecía que era suficientemente caliente. Se me ocurrió pensar en la gran diferencia de costumbres que existe entre las nuestras y las de la época de Escipión. […] A la gente las termas les parecen pobres y destartaladas si no brillan sus paredes con grandes y espléndidos espejos; pretenden que las paredes estén decoradas con mármoles de Alejandría y que tengan incrustaciones de piedras de Numidia; por todas partes ha de aparecer un trabajado y variado entretejido de barnices a modo de pintura; toda la cámara ha de estar recubierta de vidrio; nuestras piscinas tienen que tener una rica decoración en toda su extensión con piedras preciosas de Thasio. Y eso en unos lugares, como las piscinas, en las que dejamos todos los malos humores de nuestro cuerpo después de haber sudado mucho. Otro de los caprichos en la decoración es el que el agua se derrame encima de la gente desde jarrones de plata. ¡Cuántas estatuas, cuántas columnas que no sostienen nada, sino que están puestas solo como decoración, solo para que la gente sepa lo ricos que son! ¡Cuánta agua cae ruidosamente como en cascada de escalón en escalón! Nos estamos acostumbrando a una serie de lujos y derroches y ya no nos conformamos con cualquier cosa. En este baño de Escipión apenas hay huecos en las paredes. Solo unas pequeñas ventanas que están recortadas en el muro de piedra de manera que admiten la luz sin ningún problema ni protección. Los baños actuales tienen que tener grandes ventanales por los que pueda entrar la luz del sol durante todo el día; de esa forma, la gente hará dos cosas al mismo tiempo: bañarse y broncearse. También se podrán dedicar a otros placeres, como son el admirar el paisaje. Desde el sitio donde estén sentados, verán a la vez los campos y el mar. Según la gente, si no cumplen estos requisitos, son baños más propios de cucarachas que de personas. […]

Antiguamente los baños públicos eran pocos y no tenían ninguna decoración: ¿por qué habría de decorarse un lugar en el que apenas costaba un as la entrada y que se dedicaba al uso necesario y no a la diversión? No se derramaba el agua por debajo ni corría siempre renovada como si saliera de una fuente caliente, ni creían que tenían que preocuparse por la transparencia de un agua que iban a ensuciar. Pero, oh dioses, ¿cuánto ayudaría entrar en aquellos baños oscuros, decorados con estucos vulgares, si supieras que te había calentado el agua con su propia mano Catón, o Fabio Máximo, o alguno de los Cornelios cuando eran ediles? Pues estos nobilísimos ediles cumplían con su obligación de entrar en estos lugares que acogían al pueblo, y exigían limpieza y una temperatura del agua y del ambiente útil y saludable, no como la de ahora que es semejante a un incendio, de tal forma que parece la más apropiada para lavar vivo a un esclavo convicto de algún delito. Me parece que ya no se ve la diferencia entre un baño ardiente o caliente. […] Hay algunos que dicen: «No envidio a Escipión, porque si se lavaba así, es como si viviera en el destierro». No sé qué opinarán si se enteran que, además, no se bañaban todos los días: según lo que nos han legado las antiguas costumbres de la ciudad, cada día se lavaban los brazos y las piernas, que se habían manchado y habían cogido mucha suciedad en el trabajo del campo; el baño completo lo hacían los días de mercado. Después de haber oído esto a alguien se le ocurrirá decir: «Me parece que eran unos guarros». Pero, ¿a qué piensas que olían? Su olor era el propio de los soldados, de los trabajos del campo, de los hombres. Después de que se han conseguido unos baños limpios y espléndidos, la gente es más sucia…

Las termas recogen el sabor del Mundo Antiguo. Abiertas desde mediodía hasta el anochecer, establecían turnos femeninos y masculinos (solo se conocen algunas termas mixtas en la propia Roma). Se hacía más política en la quietud de aquellas bañeras que en las sillas de la Curia, y las damas se enteraban de todo que ocurría en su ciudad solo asistiendo frecuentemente a los baños. A la salida de las termas siempre había alguna taberna donde brindar por los negocios cerrados o por las conspiraciones emprendidas.