A finales del siglo XIX el científico J. Alexander estudiaba los nutrientes y las propiedades de las espinacas y en sus anotaciones hizo constar que 100 gr. contenían 0’003 gr (3 miligramos) de hierro. Cuando su secretaría transcribió las notas cometió un error al colocar la coma y el estudio se publicó con el dato de que contenían 0’03 gr (30 miligramos) de hierro. El consumo de espinacas se incrementó un 30% -lógicamente, los productores estaban encantados-. En 1930 un grupo de científicos alemanes publicó un estudio desmintiendo esos datos y haciendo constar el error de transcripción. Por lo visto, hay mentiras, en este caso errores, que tienen más vidas que un gato porque si preguntáis la gente todavía sigue creyendo que las espinacas son uno de los alimentos que más hierro contiene. Pues lo mismo ocurre con la Gran Muralla China, que se sigue creyendo que es la única construcción hecha por el hombre que se ve desde el espacio y que también es el mayor cementerio del mundo. Y la verdad, ni lo uno ni lo otro.

La costumbre de rodearse de murallas existía en China desde hacía muchos siglos, cuando el actual territorio no era más que un puñado de reinos que se peleaban entre ellos por conseguir la hegemonía sobre el resto. Hasta que en el 221 a.C. Qin Shi Huang, el rey de Qin y primer emperador, consiguió imponerse y unificar todos los territorios bajo un único reino: China. Se derribaron todas las murallas interiores que separaban los diferentes reinos, y el emperador ordenó la conexión entre las murallas septentrionales preexistentes y la construcción de otros tramos que formarían una primera línea continua, y que sería la precursora de la actual Gran Muralla, aunque la mayor parte de esta barrera defensiva data de la dinastía Ming (1368-1644). Los Ming construyeron una nueva Gran Muralla -más de 6.000 kilómetros de nuevos tramos defensivos- de características más avanzadas que las anteriores -anteriormente se levantaron empleando tierra compactada como materia primera y se intercalaban capas de cañas para drenar el agua, y durante la dinastía Ming se empleaba en la mayoría de los tramos una combinación de piedra en la base y alzado de ladrillo-.

¿Y de quién se defendían? De los nómadas de las estepas del norte. Desde los tiempos del emperador Qin Shi Huang las relaciones con los nómadas venían determinadas por el comercio. El modo de vida de los nómadas, basado principalmente en el pastoreo y la caza, precisaba del grano chino, productos textiles o herramientas. Los chinos, a su vez, obtenían pieles y, sobre todo, caballos. Mientras el comercio fluía las relaciones eran amistosas, pero cada cierto tiempo, dependiendo de la ambición de sus vecinos del norte y de la cohesión entre las diferentes tribus, asaltaban China, arrasaban con todo lo que podían y regresaban a la estepa con el botín. Para que los bárbaros tuviesen cubiertas sus necesidades con la vía comercial y no con la rapiña, los chinos aplicaban tres medidas para aplacar a los belicosos nómadas: una política de regalos, sobre todo en forma de grandes rollos de seda,  la Heqin, entrega de princesas imperiales en matrimonio con los jefes de las tribus, y la construcción de una muralla defensiva para evitar incursiones que, además, delimitaba el mundo civilizado -China viene a significar «el centro del mundo»- del bárbaro. Estas políticas no eran excluyentes, y cada emperador, dependiendo del momento y las circunstancias, aplicaban unas u otras o directamente las tres.

¿Se ve desde el espacio? Pues no. La Gran Muralla China no es visible desde el espacio, al menos para el ojo humano, y mucho menos desde la Luna –la propia NASA lo desmiente en su web-. Incluso el primer astronauta chino de la historia, Yang Liwe, lo confirmó en 2003…

La vista desde la cápsula era extraordinaria, pero en ningún momento pude ver la Gran Muralla.

¿Y qué hay de ser el mayor cementerio del mundo? Pues que tampoco. Para levantar esta megaconstrucción se emplearon trabajadores cualificados (maestros de obra, albañiles, canteros, los de la fábrica de ladrillos…), y también prisioneros de guerra y convictos cuya condena era trabajar en la muralla. Además, para los delitos más graves, si el convicto fallecía antes de cumplir la totalidad de los años de condena uno de sus familiares debía cumplir por él. Pero la mayor fuerza de trabajo estuvo formada por soldados y campesinos que, entendiendo que debían sacrificarse por una obra que beneficiaba a todos, se presentaban voluntarios para trabajar cuando sus obligaciones se lo permitían -digamos que se esa «voluntariedad» tenía mucho que ver con las órdenes de los emperadores de turno-. Es difícil cuantificar la mortandad de esta mano de obra, a caballo entre profesional, esclava y voluntaria, pero lo que está claro es que sus cuerpos no se enterraban dentro de la muralla por una simple cuestión de lógica: la estructura se debilitaría cuando los cuerpos se descompusiesen y, además, al crear un hueco en el interior serían puntos factibles de posible ruptura y colapso.

Entonces, ¿dónde nació esta leyenda? Tiene que ver con el cuento de las lágrimas de Meng Jiangnu, que forma parte del folclore y la historia de China. Cuenta la leyenda que, en tiempos del emperador Qin Shi Huang, los funcionarios imperiales recorrían los pueblos reclutando obreros para trabajar en la Gran Muralla. Ante la falta de voluntarios, ya que debían abandonar sus tierras y a sus familias, comenzaron a llevárselos por la fuerza. Y eso hicieron con Fan Xiliang, un joven campesino que acababa de casarse con su amada Meng Jiangnu. Tras un año de angustia, lágrimas y preocupación al no tener noticias de su marido, Meng Jiangnu decidió ir en su busca. Emprendió un largo y arduo camino, y a pesar del hambre, la fatiga y el frío consiguió llegar a la Gran Muralla. A todos los trabajadores que encontraba les preguntaba por su marido, hasta que llegó a la zona donde había trabajado. Allí le contaron que había muerto hacía poco más de un mes como consecuencia del agotamiento y las penosas condiciones de trabajo. Sus restos yacían en la muralla. Meng Jiangnu lloró desconsolada durante tres días y sus tres noches, y tan desgarrador fue su llanto que provocó el hundimiento de un tramo de la muralla. Entre los escombros descubrió los restos de Fan Xiliang y Meng Jiangnu pudo ver a su marido una última vez. El emperador, enfurecido por el derrumbe de la muralla, ordenó ejecutarla, hasta que la vio en persona. La hermosura de la joven cautivó al emperador y quiso convertirla en su concubina. Al principio ella se negó, pero después de pensarlo detenidamente aceptó con la condición de que se le diese sepultura a Fan Xiliang y sobre su tumba se construyese un mausoleo. Además, el propio emperador debía asistir al entierro. Una vez cumplidas todas las peticiones y cuando el emperador fue a cobrarse su recompensa, Meng Jiangnu se lanzó al mar y despareció para siempre. Cuentan que se reunió con su amado.


Si obviamos el mensaje o la moraleja de este cuento, es fácil extrapolar y concluir que los obreros muertos se enterraban en la muralla y, por tanto, que era un gigantesco cementerio. Y de ahí, que muchos haya elevado este cuento a la categoría de fuente histórica para justificar este hecho del que, a fecha de hoy, no existe ninguna evidencia científica. La moraleja de este cuento, a pesar de tener el guión de una historia de amor, es que la Gran Muralla es un símbolo del despotismo y la crueldad. Y a mi me gustaría creer que también un homenaje a todos aquellos abnegados trabajadores anónimos, arrancados de sus hogares y separados de sus familias.