En 1284 la ciudad de Hamelín (Alemania) estaba infectada de ratas. Un buen día apareció un flautista desconocido que ofreció sus servicios: a cambio de una recompensa, él les libraría de todas las ratas. El flautista empezó a tocar su flauta y todas las ratas siguieron la música. El flautista se dirigió al río, y allí perecieron ahogadas. Cumplida su misión, el hombre volvió al pueblo a reclamar su recompensa, pero los aldeanos se negaron a pagarle. Días más tarde, mientras los aldeanos estaban en la iglesia, el flautista regresó para tomar cumplida venganza: volvió a tocar la flauta, y en esta ocasión fueron los niños del pueblo los que le siguieron hasta una cueva. Un niño cojo que no los pudo seguir, uno sordo, que solo los siguió por curiosidad, y otro ciego, dieron la voz de alarma… A grandes rasgos, esta es el cuento/leyenda del flautista de Hamelín que, más o menos, todos conocemos. Pues la Segunda Guerra Mundial también tuvo su particular flautista de Hamelín, la Operation Pied Piper (Operación Flautista).

Desde 1939 y hasta el final de la guerra, mujeres ancianas, discapacitadas y embarazadas, pero sobre todo niños en edad escolar -unos tres millones- fueron evacuados de los centros urbanos del Reino Unido a zonas rurales donde el riesgo de bombardeos era mucho menor o inexistente, e incluso a otros países como Canadá, Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda o Estados Unidos. Se reunía a los niños en los colegios y eran distribuidos en grupos de 10 que quedaban a cargo de un funcionario o un profesor. Todos llevaban una etiqueta identificativa con sus datos y una bolsa o pequeña maleta con sus efectos personales.

Como si fuese una aventura, los niños iban cantando por las calles mientras se dirigían a las estaciones de tren. Aunque sus padres sabían que aquella evacuación era para alejar a sus hijos de los bombardeos, era muy duro separarse de ellos. Tras muchas lágrimas y consejos del tipo “pórtate bien”, “no te quejes por la comida”… los trenes partían hacia la campiña inglesa.

En los lugares de destino las autoridades locales eran las encargadas de distribuir a los niños en sus casas de acogida… y aquí comenzaron los problemas. Las familias más pudientes habían pactado previamente, con una generosa gratificación económica, el envío de sus hijos a determinadas casas, y este trapicheo ocasionó que no hubiese suficientes hogares para alojar a todos los niños. El resto de evacuados tuvieron que pasar el mal trago de ser puestos en fila junto a la pared y pasar un terrible proceso de selección -igual que en el colegio cuando se hacían los equipos-. Los que iban a ser sus familias de acogida elegían primero a los más “monos”, los de “mejor apariencia”, los que parecían “más educados”… Lógicamente, aquel proceso marcó a los niños que fueron elegidos por descarte, cuando ya no quedaba ninguno más.

¿Y cómo les fue a aquellos niños? Pues como en botica, hubo de todo. La mayoría de las familias los trataron como si fuesen uno más de la familia, haciéndoles más llevadera aquella obligada separación de sus progenitores e incluso los hubo que, terminada la guerra, siguieron manteniendo el contacto durante años. Aunque también hubo casos, los menos, que fueron maltratados, golpeados, obligados a trabajar en los campos, alimentados con poco más que mendrugos de pan…

Detrás de cada uno de estos niños evacuados hay una historia alegre, triste o terrible, y muchas de ellas llegaron a marcar sus vidas.