Quinto Sertorio nació en el 122 a.C. en tierras sabinas, más concretamente en la ciudad de Nursia (hoy Norcia, en Italia). Sobrino de Gayo Mario, pronto destacó bajo su mando, primero en Numidia y después contra los cimbros y teutones. Como recompensa a su valentía fue nombrado tribuno en el 97 a.C. y enviado a la siempre revuelta Hispania, donde destacó cuatro años después a las órdenes del pretor Tito Didio al conjurar con éxito una rebelión indígena en Isturgi (Los Villares de Andújar, Jaen). En connivencia con los de Cástulo (cerca de Linares, Jaén ), los habitantes de aquella ciudad masacraron a la guarnición romana mientras dormía, pero Sertorio y unos pocos afortunados escaparon a tiempo. El sabino reunió a todos los supervivientes fuera de la ciudad y contraatacó, masacrando a los nativos ebrios de vino y éxito. No contento con ello, ordenó a sus hombres vestirse con las ropas de los indígenas caídos y se presentó de noche ante los muros de Cástulo, la ciudad instigadora de aquella rebelión, entrando en ella sin inconvenientes mediante su treta y realizando un escarmiento de tal calibre que le fue concedida la corona gramínea en recompensa por su osadía.

Quinto Sertorio

En el 90 a.C. fue designado como cuestor en la Galia Cisalpina y ejerció después como legado de su tío Mario en la Guerra de los Socios, la rebelión de los aliados italianos. Fue en alguno de aquellos combates donde probablemente perdió un ojo. Cuando su tío entró en beligerancia directa con Lucio Cornelio Sila, Sertorio dirigió una de las cuatro legiones con las que Mario tomó el control de Roma, realizando poco después un escarmiento con las tropas libertas de su tío que se habían excedido en su purga sin que aquel tomase medidas disciplinarias con él.

Dentro de la lógica colocación de gobernantes afines en las provincias más estratégicas, Sertorio acabó siendo enviado como pretor a la Hispania Citerior en el 83 a.C., cargo que ejerció con libertad y presteza hasta que Sila se hizo con el dominio de Roma y ordenó su inmediata sustitución por uno de sus hombres de confianza, Gayo Valerio Flaco. El sabino, consciente de cuál sería su destino si volvía a Roma, optó por desafiar al dictador y declararse en rebeldía. Flaco entró en Hispania valiéndose de la traición de un esclavo de Livio Salinator, uno de los legados de Sertorio y encargado de controlar los pasos pirenaicos, que fue asesinado en su campamento.

Nada podía hacer el sabino contra un ejército proconsular de aquellas dimensiones a campo abierto, por lo que en el 81 a.C. se vio forzado a abandonar Hispania desde el puerto de Cartago Nova, recayendo en Mauritania como soldado de fortuna junto a tres mil fieles romanos que decidieron acompañarlo en aquella nueva aventura. Plutarco nos narra en su “Vida de Sertorio” varios pasajes de su estancia en el actual norte de Marruecos, derrotando y tomando la ciudad de Tingis (hoy Tánger) al régulo Ascalis, pariente del rey Bocco y aliado de Sila, luchando en singular combate contra guerreros legendarios y llegando en sus expediciones hasta las Islas Afortunadas (hoy Canarias). Probablemente en estos oscuros años de exilio y leyenda estableciese su primer contacto con los piratas cilicios, a la postre verdaderos artífices de la desafección de la baja aristocracia romana a su noble causa.

La política de los gobernadores optimates no era tan condescendiente con los nativos como había sido la suya. Quizá por ello, una legación lusitana llegó hasta las costas mauritanas en busca de Sertorio a principios del 80 a.C. La oferta era tentadora. Una potente coalición de tribus se pondría a sus órdenes si decidía volver a Hispania y enfrentarse al gobierno despótico de Sila. A finales de la primavera, el ejército personal de Sertorio, dos mil romanos y setecientos jinetes mauros, desembarcó cerca de la actual Tarifa, obteniendo rápidas y contundentes victorias contra el gobernador de la Hispania Ulterior y sus bisoños legados.

Pronto Sertorio contó con cuatro mil hombres más y setecientos jinetes reclutados entre las tribus lusitanas que veían en aquel romano de noble temple e innatas cualidades para la guerra una especie de reencarnación de Viriato y Aníbal, pues era tan habilidoso y guerrillero como el primero y tan tuerto y astuto como el segundo. Antes del invierno, una gran victoria sobre el propretor Lucio Fudidio cerca del Guadalquivir, que se saldó con dos mil bajas entre las filas enemigas, consolidó su posición de liderazgo e instigó la rebelión más allá de los límites de la Lusitania.

Al año siguiente Sila envió a otro de sus más firmes acólitos en calidad de procónsul de la Hispania Ulterior con el cometido de atajar aquella inesperada rebelión. Era Quinto Cecilio Metelo Pío, un aristócrata orondo, altivo y amante de los excesos de la carne en todos sus sentidos. Metelo movilizó cerca de cuarenta mil hombres, cifra que casi quintuplicaba a las fuerzas de su rival. Pero Sertorio no solo combatía con soldados: no tomó en Hispania mayor título que procónsul, manteniendo así la legalidad de su cargo, creó un Senado paralelo al de Roma en Osca (Huesca) con todos los prófugos de las purgas de Sila, rebajó los impuestos a nativos y colonos provinciales, se mostró tolerante con todos ellos e impulsó la ciudadanía romana entre las oligarquías indígenas, creando incluso una Academia también en Osca para formar al estilo romano a los hijos de los régulos hispanos. Además, por aquellas fechas, un pastor lusitano del Mons Herminius le llevó a Sertorio un regalo tan extraño como útil: una joven cierva blanca inusualmente dócil, pues no son los cérvidos animales que podamos considerar como domesticables.

El caso es que aquella cervatilla que se comportaba como una mascota causó un gran revuelo entre sus hombres, pues Sertorio les decía en sus apariciones públicas que Ataecina o Diana, dependiendo de si sus interlocutores eran nativos o romanos, le hablaba a través de ella. La superstición es una forma sencilla de manipular a las masas; las religiones lo aplicaron muy bien desde tiempos antiguos…

Entre el 79 y el 76 a.C., Sertorio se apoderó de casi toda la Hispania Citerior y la parte lusitana de la Ulterior, quedando el grueso Metelo recluido en Corduba y dominando el valle del Betis (Guadalquivir) y parte del Anna (Guadiana). Todo el valle del Iberus (Ebro) secundó la revuelta, en especial los celtíberos en detrimento de los vascones, que se mantuvieron al margen, fieles a las fuerzas gubernamentales. En el 77 a.C. llegó a Hispania otro funesto aventurero fugado de las purgas optimates, el aristócrata segundón Marco Perpenna Vento, al frente de cincuenta y seis cohortes que, nada más desembarcar, desertaron de su comandante para ponerse bajo el mando de un hombre que comenzaba a ser un mito: Quinto Sertorio. Con las levas indígenas entrenadas como las legiones y las nuevas cohortes, el ejército insurgente alcanzó el montante de setenta mil efectivos bien pertrechados y motivados, una fuerza considerable que invalidaba a Metelo como solucionador del problema hispano.

La fusión de los dos ejércitos rebeldes provocó que el Senado decidiese enviar a Hispania al año siguiente a uno de los más avezados pupilos de Sila, Gneo Pompeyo, a pesar de su juventud llamado ya por entonces “Magno” debido a sus éxitos en África y la guerra social junto al dictador. Pompeyo fue enviado en calidad de procónsul al frente de un contingente similar al del rebelde compuesto por treinta mil legionarios y veinte mil auxiliares. Su primera acción punitiva tras esquivar a Perpenna entre los Pirineos y el Ebro fue dirigirse hacia Lauro (hoy Liria), pues esta ciudad se había rebelado contra el legado de Sertorio en la Edetania, Gayo Herenio, y suplicaba ayuda para levantar el asedio a la que la tenían sometida las fuerzas sertorianas. El sabino usó su ímpetu de juventud en su contra y le tendió una trampa mortal entre dos colinas, engañándolo a través de informes falsos para que se adentrase hacia Lauro. Cuando Pompeyo pensaba que tenía atrapado a Sertorio entre los muros de Lauro y sus legiones, el sabino apareció a su retaguardia y lo inmovilizó entre las líneas de Herenio y las suyas. Tras un tenso cerco, en una escaramuza cercana a la ciudad sitiada, Lelio, uno de los legados de Pompeyo, perdió cerca de diez mil hombres tratando de rescatar una desafortunada salida de forrajeo. Aquel revés, sumado a la inmovilidad de Pompeyo, obligó a los edetanos a rendirse. La ciudad fue incendiada como represalia por su sedición, mientras que el joven y humillado optimate tuvo que retirarse a invernar a la Galia.

Poco tiempo le duró la alegría a Sertorio, pues el año 75 a.C. marcaría el principio del fin de su revuelta. Haciendo caso omiso de sus órdenes expresas de evitar toda confrontación, su legado de la Ulterior y mejor legado, Lucio Hirtuleyo, desafió en combate campal a Metelo quien, tras desinformarlo con astucia, lo derrotó. La total destrucción del ejército rebelde occidental, y la consecuente muerte del propio Hirtuleyo, facilitó a Metelo subir con sus legiones hacia el objetivo común que se habían marcado las dos fuerzas gubernamentales: la Edetania.

En primavera, Pompeyo entró de nuevo en Hispania con más refuerzos, dirigiéndose directamente hacia la Edetania dispuesto a enmendar los agravios de la campaña anterior. Su irrupción en el corazón de la revuelta obligó a Sertorio a salir de su campamento y acudir en ayuda de su legado Herenio. Pompeyo venció al lugarteniente de Sertorio frente a los muros de Valentia (Valencia), causándoles más de diez mil bajas a los insurrectos entre las que se contó la del propio legado. Tras la batalla, la colonia rebelde fue tomada a la fuerza e incendiada. Fue una lucha cruenta, casa por casa y muro por muro.

Lucha en Valentia

Sertorio llegó tarde para salvar a sus camaradas de Valentia, pero no para desafiar al joven optimate a una nueva batalla campal que tuvo lugar frente al campamento permanente de Sucrone. Con más de treinta mil soldados en cada bando, la batalla de Sucrone fue una de las más sanguinarias de las guerras civiles romanas. Sertorio venció en su flanco, llegando incluso a peligrar la vida del propio Pompeyo, quien se salvó de la muerte solo por la codicia de los milicianos mauros que servían en el bando rebelde y que prefirieron saquear los caros ornamentos del caballo del procónsul a degollar a su jinete. En cambio, Lucio Afranio, uno de los más fieles legados de Pompeyo, venció en el flanco opuesto, derrotando a Perpena y dejando el campamento rebelde a merced de los vencedores, quienes en vez de culminar la victoria persiguiendo a los rebeldes se dedicaron a su saqueo. Así pues, la mutua codicia y falta de disciplina provocó que aquella encarnizada batalla concluyese en tablas con pérdidas similares en ambos bandos.

A la mañana siguiente Sertorio se disponía a presentar de nuevo batalla, pero fue entonces cuando recibió informes de que las vanguardias de Metelo estaban a pocas millas de allí; si presentaba batalla y Pompeyo no atacaba, podría quedar atrapado entre dos ejércitos imponentes.

Sin esa vieja (Metelo), habría mandado a Roma a ese niño (Pompeyo) luego de haberle dado de palos

Es lo que dijo Sertorio con desprecio a sus oficiales tras escuchar al mensajero, burlándose del viejo glotón amanerado que era Metelo y del inexperto Pompeyo y ordenando después levantar estacas y dirigir a sus tropas evitando el choque directo con unas fuerzas enemigas conjuntas que le superaban en proporción de tres a uno. Un nuevo combate campal se libró poco tiempo después a los pies de Saguntum (Sagunto), también de incierto resultado, pues ambas partes salieron malparadas. Como el invierno ya asomaba sus fríos por el norte, Sertorio desmovilizó su ejército indígena y ordenó a todas las partidas reunirse en Clunia (Coruña del Conde, Burgos), mientras que Pompeyo fue bien recibido en tierras vasconas, donde se estableció para invernar en una nueva ciudad sobre la indígena Bengoda a la que los indígenas llamaron Pompaei-ilum (“la ciudad de Pompeyo”, hoy Pamplona).

Los dos años siguientes no hubo más batallas campales, pues Metelo y Pompeyo, y después solo Pompeyo, ya como imperator de facto de Hispania, cambiaron de estrategia, avanzando como una tenaza y sometiendo una a una cada ciudad rebelde. Pero no fue solo este cambio táctico lo que hizo mudar el curso de la guerra. Por estas fechas Sertorio estableció un tratado de ayuda mutua con uno de los individuos más indeseables de toda la Historia de Roma, el rey Mitrídates del Ponto, suscrito a través de la mediación de los piratas cilicios que señoreaban de todo el Mediterráneo y que actuaban como auténticos corsarios a sueldo del reino del Ponto. A cambio de ciertas concesiones territoriales en Asia cuando Sertorio volviese victorioso a Roma, Mitrídates enviaría oro y barcos a Hispania para apoyar la revuelta. Esta alianza antinatural con un enemigo declarado de la República minó muchas de las simpatías que Sertorio aún mantenía en el Senado de Roma, pues ninguna causa, por buena que fuese, justificaba la connivencia con un criminal declarado para los romanos como lo era Mitrídates.

Según pasaba el tiempo y se reducía su área de influencia, el carácter de Sertorio mutó de la calma y la tolerancia a la ira y el despotismo, bebiendo sin mesura y tratando cada vez peor a los indígenas según llegaban informes de que tal ciudad o clan desertaba de su causa ante la presión de Pompeyo y sus nuevos amigos: los vascones. El punto sin retorno se produjo cuando el sabino dio la orden de matar a todos los muchachos de la Academia a raíz de la defección de alguno de los oligarcas en los que más confiaba y cuyos hijos eran sus “rehenes”.

El clima entre los líderes rebeldes se fue enrareciendo por meses hasta que en la primavera del 72 a.C. el conjunto de sus más íntimos colaboradores, encabezado por Marco Perpena, organizó un complot para asesinar a Sertorio en la propia casa de Perpena a las afueras de Osca. La excusa fue invitarlo a un banquete para celebrar una victoria falsa, pues su guardia lusitana no lo dejaba nunca solo y rehusaba dejarse ver en público. No narraré aquí los pormenores de la conjura, muy novelescos ellos, pero según nos relató Plutarco, fue un tal Antonio el primero en apuñalarlo a traición; tras él horadaron su toga Octavio Graecino, Aufidio, Fabio, Prisco y el propio anfitrión.

El nuevo líder rebelde le duró un asalto a Pompeyo, quien lo derrotó y atrapó con vida muy poco tiempo después. Perpena trató de hacer un trato con el imperator ofreciendo la correspondencia privada de Sertorio, cartas de apoyo que comprometían a muchos grandes hombres de Roma, como moneda de cambio por su vida. Pompeyo no dudó en ejecutar al traidor que había urdido la muerte de tan digno rival, así como quemar las cartas sin abrirlas para evitar que más sangre romana corriese por dicha disputa.

La revuelta no murió con su líder. La devotio ibérica sobrevivía a quien la provocaba, por lo que ciudades leales a Sertorio como Tiermes (Termes), Uxama (Burgo de Osma, Soria), Clunia y Calagurris (Calahorra) siguieron resistiendo tras la muerte del sabino, siendo el episodio de Calagurris el más espeluznante y brutal de todos ellos. Tras meses de cerco y ante la falta de víveres, el Consejo calagurritano aceptó la antropofagia antes que la rendición. Tal nefanda obcecación y su puesta en práctica todavía se conocía en época imperial como la fames calagurritana, “el hambre de Calahorra”.

Calagurris

Al final, tras agotar las reservas de agua, sal y de esclavos, niños y mujeres que sacrificar para alimentar a los guerreros, Calagurris se rindió sin condiciones a Lucio Afranio, pues Pompeyo había sido requerido en Italia junto a Craso y Lúculo para sofocar definitivamente una revuelta de esclavos que se estaba eternizando. Las legiones victoriosas de Hispania se las verían ahora con un bizarro ejército liderado por un gladiador tracio cuyo simple nombre provocaba pánico: Espartaco.

Sertorio fue otro de esos romanos que sufrió una damnatio memoriae. Dion Casio y Apiano lo vilipendiaron, mientras que Plutarco ensalzó su talento para la guerra de guerrillas. Sin duda alguna, fue un genio táctico de su época, capaz de poner en jaque con recursos muy limitados a la maquinaria militar más eficaz de su época. Quizá se devoró a sí mismo y perdió su estudiada compostura al darse cuenta de que no podía ganar y que solo podía aspirar a ser un nuevo Pirro, cuyas inútiles victorias parciales le alejaban más y más de la victoria total.

Colaboración de Gabriel Castelló autor de Achienemigos de Roma