El otro día contábamos que Katsu Kaishu y su misión diplomática a EEUU en 1860 fue la primera ocasión en que un japonés se aventuraba fuera de los confines de su país en más de doscientos años. Pero, estrictamente hablando, eso no es del todo cierto. El de Katsu fue el primer viaje oficial y, digamos, intencionado. Pero, antes de eso, la Historia nos ha dejado casos de náufragos japoneses que, a merced de las corrientes, acabaron dando con sus huesos en tierras lejanas.

Hoy vamos a hablar del primero de estos viajeros involuntarios, cuya odisea por esos mares de Dios tiene poco que envidiar a la del mismísimo Ulises. Corría el año 1832 y las draconianas leyes del shogunato Tokugawa dictaban que ningún súbdito japonés podía entrar ni salir del país, so pena de muerte. Todo contacto con el exterior estaba estrictamente limitado a intercambios esporádicos en el puerto de Nagasaki con mercantes holandeses y chinos, recibir alguna embajada coreana de ciento en viento, y poco más. Para los japoneses de la época, el mundo más allá de sus islas simplemente no existía.

Otokichi, un grumete de apenas 14 años, era parte de la tripulación de un pequeño junco que hacía la ruta entre Nagoya y Edo transportando arroz y porcelanas. Cierto día de otoño, lo que debía ser un viaje rutinario de un par de jornadas se complicó más de la cuenta. El barco, un humilde esquife de escasos 15 metros de eslora, se topó con una feroz tormenta y acabó a la deriva en medio del Pacífico. Abandonados a su suerte, los marineros echaron mano al cargamento de arroz para sobrevivir pero, con el tiempo, el escorbuto empezó a hacer mella entre la tripulación. Pasaron los días, las semanas, los meses… y pronto solo Otokichi y dos compañeros, Iwakichi y Kyukichi, seguían con vida.

Por fin, tras más de un año a la deriva, avistaron tierra. Poco podían imaginar que eran los primeros japoneses en poner pie en las Américas; más concretamente, en lo que hoy es la frontera entre EEUU y Canadá. Pero sus desdichas estaban lejos de terminar. Nada más desembarcar, fueron capturados (y esclavizados) por los nativos de la zona, los indios makah, una tribu poco amiga de la hospitalidad. Las noticias de tan pintorescos cautivos no tardaron en llegar a oídos del capitán de la guarnición inglesa de la zona, un tal McLoughlin, que se interesó en el asunto. McLoughlin, un tipo con olfato para los negocios, dedujo que los cautivos debían de ser chinos y pensó que tenerlos a mano podría ser una buena baza para futuras empresas comerciales. A fin de cuentas, Inglaterra empezaba a tener importantes intereses por aquellos lares. Tras varios intentos infructuosos de negociación, consiguió liberarlos y se los trajo consigo a Vancouver.

Monumento a los tres náufragos en Vancouver

Monumento a los tres náufragos en Vancouver

Podemos imaginar que, con toda esta peripecia, Otokichi y compañía debieron de alucinar literalmente en colores. Ellos, simples muchachos de pueblo cuyo conocimiento del mundo no iba más allá de las montañas de su aldea, se encontraban de golpe y porrazo con un universo que no soñaban siquiera que pudiera existir. Tanto los indios como sus liberadores ingleses debieron de parecerles verdaderos marcianos. Los chavales aprendieron la lengua de Shakespeare bajo la tutela del párroco local, y pronto estuvieron listos para ser presentados en sociedad. En 1834 pusieron rumbo a Londres en un barco que cruzaría de nuevo el Pacífico, pasando por Hawaii y bordeando la Antártida, hasta arribar a Inglaterra siete meses después.

Viajes de Otokichi

Viajes de Otokichi

A sus escasos 16 años, las andanzas de aquel chiquillo salido de una aldea perdida en el Japón medieval dejaban a los viajes de Simbad el marino a la altura de una excursión campestre. Otokichi estaba viendo más mundo del que jamás pudo imaginar, pero nada comparado a lo que le esperaba en Londres. Allí estaba, en medio de la urbe más grande y cosmopolita del mundo, destinado a jugar un papel clave en el juego diplomático colonial. Por desgracia, el gobierno de su graciosa majestad tenía otras prioridades. Así que, tras tenerlos un tiempo de turismo por la city, se desentendió de los tres muchachos y los mandó de vuelta por donde habían venido. Otra vez a surcar los mares, ahora con destino a Macao. Pasaron dos años y Otokichi aprovechó el tiempo para perfeccionar su dominio de los idiomas, llegando a manejar el chino y el inglés con soltura. No está nada mal para un rapaz que, apenas un lustro antes, era analfabeto. Al fin, en 1837, se presentó la oportunidad de volver a casa. El Morrison, un mercante americano, llegó al puerto de Macao y traía en sus bodegas un puñado de náufragos japoneses que había recogido cerca de Filipinas. Pensaba aprovechar su repatriación como excusa para entablar relaciones comerciales con el remoto Japón, así que cuando su capitán se enteró de la existencia de Otokichi y compañía, le faltó tiempo para añadirlos al lote. Pero los decretos aislacionistas del shogunato seguían en plena vigencia, y a los compatriotas de Otokichi no les hizo mucha gracia la visita. El Morrison fue recibido a cañonazo limpio en todos los puertos japoneses donde intentó fondear, así que no tuvo más remedio que volverse con viento fresco. Tras cinco años de periplo, el exilio forzoso de aquellos pobres náufragos no tenía visos de terminar.

El Morrison

El Morrison

A partir de aquí no se sabe qué fue de sus otros dos compañeros, Kyukichi e Iwakichi, pero a Otokichi le quedaban bastantes aventuras por delante. Visto el panorama, decidió que más le valía olvidarse de volver a casa y buscarse la vida en otra parte. Se instaló en Shanghai y, gracias a sus dotes de políglota, sacó buenos dineros ofreciendo sus servicios a las compañías inglesas que operaban por la zona. Se casó dos veces, acabó convertido en súbdito del imperio británico y cristianizó su nombre por el de James Matthew Ottoson, adaptación del apodo por el que le llamaban sus compañeros de naufragio, Oto-san. Y, de paso, se recorrió el medio mundo que le faltaba por ver enrolado en diversos barcos mercantes. Según las leyes japonesas de la época, por todo esto a Otokichi le habrían caído varias cadenas perpetuas y un par de penas capitales, pero nada podía importarle menos. A estas alturas, en su tierra natal todos debían de darle ya por muerto. Nadie esperaba ya su regreso. No había nada que le atase a su antigua patria.

Otokichi

Otokichi

Pero el destino da muchas vueltas, y Otokichi tendría oportunidad de pisar de nuevo suelo japonés en varias ocasiones. Solo que, esta vez, volvería con todos los honores, como intérprete oficial de la delegación inglesa. Las tornas habían cambiado y, ahora, Inglaterra estaba más que interesada en seguir la senda recién abierta por los americanos y establecer relaciones comerciales con Japón. Otokichi fue pieza clave en las negociaciones de 1854, y el gobierno japonés, impresionado, le ofreció volver a casa con un puesto de alto copete. Otokichi rechazó la oferta. No tenía ninguna intención de servir al mismo país que lo había echado a cañonazos años atrás. Su patria eran ahora los mares del sur, lejos de aquellas ingratas islas. Una vez concluida su labor diplomática se retiró a Singapur, donde vivió cómodamente hasta el fin de sus días con las rentas que el agradecido gobierno inglés le apoquinaba. El joven grumete Otokichi había desaparecido hacía ya mucho. El hombre que había negociado los tratados entre Inglaterra y Japón era el trotamundos Mr. Ottoson, el Odiseo del Pacífico Sur.

Colaboración de R. Ibarzabal

Fuentes: Native American in the Land of the Shogun: Ranald MacDonald and the Opening of Japan – Frederik L. Schodt